ELEGIR LA SOLEDAD, ELEGIR LA COMPAÑÍA

Crecimos en casas pobladas de personas, transitamos por ocinas y calles donde las multitudes se amontonan. Somos madre, hija, hermana, amiga, novia, esposa, algo de todo eso, poco o nada de todo eso y mucho de otras cosas. Elegir la soledad es tal vez uno de los grandes privilegios de la vejez. No tener que negociar horarios, salidas, lugares en la casa o el placard. No tener que ser y hacer para otres, salir del encierro de la mirada que nos juzga o la palabra que nos busca para tener respuesta. Sacudirnos la culpa de no estar a la altura de lo que esperan de nosotras, de no ser lo suficiente para, lo mejor de.

Las pibas nos enseñaron a distinguir fácil a los hombres tóxicos, pero las viejas ya sabemos darnos cuenta también cuando las tóxicas somos nosotras. Menos intensidad y más aceptación de la vida como una estación de tren, llena de encuentros y despedidas.

Pero a veces la soledad nos elige a nosotras, cuando no queremos, cuando no la buscamos. Necesitamos entonces crear lazos que nos permitan estar y no estar, buscar cuándo, cómo, con quién queremos estar. Salir de los mandatos establecidos de que hay que elegir a alguien para no estar solas. Las buenas compañías no se arman acumulando tiempo, compromisos, espacios. No tienen etiqueta ni deben cumplir ciertas reglas. Pueden ser inesperadas o cotidianas, tener buen sexo o buena conversación. O un hermoso silencio de a dos, de a muches o de a una que se sabe no sola. Ya aprendimos bien que los momentos eróticos se beben despacio y en muchas y diferentes copas.

Por eso preparamos también una primera versión de una aplicación móvil que nos permitiera encontrarnos más fácilmente: con geolocalización y mensajería. Suena un poco duro y sosticado así, pero es más sencillo cuando lo propusimos: hagamos un Tinder para las viejas. Usemos el nuevo y maravilloso mundo de las apps colaborativas para saber dónde estamos, quién está cerca, cómo podemos encontrarnos.

Otra de las tantas primeras iniciativas fue #VamosJuntas: un instrumento precioso de encuentro. Si queríamos hacer salidas al cine, al teatro, caminatas, mates a la vera del río, ¿por qué no hacerlo juntas? A veces es lindo ir sola al cine, a veces no. A veces nos parece lindo pero no podemos ni sabemos hacerlo. La sociedad «en pareja» está más internalizada culturalmente de lo que nos animamos a aceptar. Te invitan a un estreno y te dan dos lugares; ganás un concurso y el premio son dos tickets. ¿Cuántas veces no fuimos a una fiesta para no entrar solas?

A medida que envejecemos, la sociedad y el Estado nos dejan en manos de solo dos compañías: o la familia o las cuidadoras. Cuando a veces lo único que queremos es alguien que nos acompañe a hacernos la mamografía y tomarnos un café cuando terminamos. O ir a la matiné con alguien, y comentar después la película en algún bar. No queremos a alguien que siempre tenga ganas de acompañarnos, que siempre está dispuesto, que confunda deseo con deber o con culpa. Porque no queremos tener que hacer eso. Poder elegir estar o no estar, poder elegir sola o acompañada, es aprender el valor de cada sí pero también de cada no: la verdadera acción es la renuncia.

Las Viejas que Viajan se sumaron pronto al Tinder de Viejas y el #VamosJuntas. Ofrecer o pedir alojamiento, compartir guías de viajes, encontrar una mano amiga en el lugar de destino. Crear las oportunidades de disfrute, de compañía, una red de turismo social que nos quite del lugar asistencialista y nos permita tejer redes para seguir disfrutando de la vida en todos los años de vejez que nos quedan por delante.

Tenemos más tiempo libre, y nos queda mucho por conocer. Vagabundeamos toda la vida y queremos seguir haciéndolo. No queremos la maquinaria del turismo acelerado, pero los típicos viajes organizados para grupos de jubilados muchas veces tratados como escolares tampoco nos convocan. Queremos viajar con amigas, con autonomía, como lo hicimos desde que escalamos montañas y dormimos al lado de los lagos. «Somos una y somos miles, por eso escribimos a muchas manos, pero sin perder las singularidades», dicen, mientras van borroneando entre todas un texto que las narra y las transforma al mismo tiempo. Porque «dar cuenta» es también «darse cuenta», y esa autopercepción es profundamente revolucionaria.

Marta se anima y cita a un filósofo escocés para diferenciar entre la causalidad que es una conexión necesaria entre causa y efecto y la casualidad, lo aleatorio. «Yo diría que este grupo tiene un origen multicausal por su característica de heterogeneidad, pero hay algo que lo atraviesa y es la necesidad de ver a la vejez no como la suma de experiencias o una experiencia sino, además, entender que estamos en un crecimiento permanente en el que vamos enriqueciéndonos mutuamente y reciclándonos, involucrándonos, en un tiempo presente en una sociedad.»

El relato va juntando la experiencia de los primeros meses de encuentro de las viejas. «Mi vida cambió; mejor dicho, cambió lo que creía que sería mi futuro.» En el medio, llegó el coronavirus e impuso el aislamiento obligatorio: «Es por eso que comencé citando la causalidad o la pluricausalidad, ya que esto tiene un porqué y un para qué: no fue aleatorio reunirnos en una fecha en el límite del aislamiento porque estos grupos se transformaron en una red de contención, de información y de propuestas, sobre todo en esta realidad caracterizada por el temor y las urgencias, ya que coincidimos con la idea de que la patria es el otro.»

Lucero agrega entonces que es así, que «respetamos nuestras diferencias, las divergencias pasan de lado y las convergencias toman formas concretas en esta grupa y transhumamos un camino rarísimo… distópico en su totalidad… entonces lo que nos quedó como elemento palpable fue el día a día… que se fue armando a través de las risas de un meme… Tuvimos DJ y festejamos cumpleaños vía WhatsApp. Hubo mucho pecho puesto en la contención».

Interviene Florencia y dice que es una grupa de mujeres con todas las ganas de seguir viviendo a pleno, sin barreras ni rótulos, donde cada una aporta su experiencia, sus conocimientos, sus anécdotas. Todas estas sabidurías que se acumularon a lo largo de la vida sirven mucho para aportar a la organización, que se transformó en un gran intercambio de ideas en la diversidad cultural y que se van sumando con entusiasmo. Estas hermosas y radiantes mujeres quieren contar, escuchar y ser escuchadas; quieren enriquecer el alma y fortalecer el espíritu de lucha por la justicia, que está intacto porque el tiempo no lo erosiona. Mujeres que sienten, mujeres que aman, mujeres revolucionarias…

Adela piensa que cuando se cuestiona el uso de la palabra «viejas» hay que tener en cuenta que lo viejo connota un montón de otras cosas. Podríamos llenar el concepto con, por ejemplo, lo viejo como símbolo de continuidad, como lazos que no se rompen, como las cosas que se transforman para adaptarse a los cambios, como lo existente desde hace tiempo, lo tradicional y lo histórico que nos permite comprender lo actual. No le gustaría alejarse del nombre Las Viejas Revolucionarias.

Y así crece una conversación que se amplía y nos involucra, nos desarma y reconstruye, se extiende en paisajes que antes no conocíamos, transita digitalmente cuando la pandemia no nos permite encontrarnos, pero promete abrazos y cercanía para algún día que sabemos ahora que existe y es presente en el futuro, aunque no tenga fecha clara en la agenda.

Viejas feministas

Nos preguntan muchas veces por qué solo viejas.

Porque así nos encontramos, y así nos reconocemos, pero también porque, aunque sabemos (y nos encanta saberlo) que habrá viejos y viejes con quienes transitar este camino, nos reconocemos profundamente como mujeres que fuimos abriendo caminos, sorteando escollos, aprendiendo a reconocer nuestros deseos, conquistar nuestros derechos y vivir en libertad. Las que militamos en el feminismo desde hace muchos años, las que lo descubrimos con la revolución de las pibas y también las que lo vivimos cada una a nuestra manera, simplemente tomando conciencia cada día de la necesidad de encontrar nuestro ser en medio de tantos mandatos, prejuicios y hábitos adquiridos.

El proceso de envejecimiento que está atravesando el mundo en general, y nuestra región en particular, es un proceso fuertemente feminizado. En la Argentina, las proyecciones del INDEC del año 2019 indican que el 15 por ciento de les habitantes de nuestro país son personas de sesenta años y más, un 43 por ciento varones y un 57 por ciento mujeres. A partir de los sesenta y cinco años la cantidad de varones va descendiendo en comparación con las mujeres. Son las mujeres las que viven más por razones biológicas pero también culturales. Pero esto no significa que vivan mejor.

A pesar de un siglo de avances y conquista de derechos de las mujeres, vivimos todavía en un sistema en que hay una división sexual del trabajo en la que las mujeres históricamente se abocaron a la reproducción de la vida familiar y social, y los varones a la producción. En nuestro sistema productivo capitalista y extractivista, el valor del trabajo reposa sobre los varones, pero especialmente los varones jóvenes. Las mujeres y los viejos pasan a un segundo plano en las jerarquías de valoración social. Y las viejas mujeres se pierden en algún laberinto detrás de los espejos.

El acuerdo social todavía vigente en gran parte de la humanidad es que es el varón el que sale a trabajar para mantener a la familia. Trabaja de los dieciocho a los sesenta y cinco asociado a un sindicato, se jubila y cobra su jubilación. Tiene derecho al retiro y al descanso. Mientras tanto, la misma mujer que lo cuidó de los dieciocho a los sesenta y cinco lo sigue haciendo pasada esa edad. El varón se vuelve dispensable, la mujer sigue siendo imprescindible.

Pensamos la transición a la vejez dentro de todas estas variables. Esta idea de dinamismo vislumbra que la vejez no aparece de un día para otro. Situar el cobro de la jubilación como la entrada a la vejez oblitera a las personas, en su mayoría mujeres, que siguen trabajando luego de jubiladas, o porque lo necesitan económicamente o porque sus trabajos no tienen retiro. Las tareas del hogar, el cuidado primero de los hijos y luego de los nietos, la cocina, la limpieza, son tareas cumplidas igualmente por las adultas mayores.

El sistema ha logrado construir detrás de «la comida de la abuela» y «el amor de la abuela a sus nietos» la perpetuación del trabajo de las mujeres adultas. El mundo necesita mujeres viejas porque siempre hay alguien a quien cuidar y siempre hay una casa que mantener y una comida que hacer. Y no es casualidad, entonces, que las mujeres vivan más que los hombres.

Elizabet Rodríguez cuenta que iba en el subte mirando las redes sociales en su teléfono cuando se detuvo en el video del espejo. «Esta mujer, la diputada, la periodista, se sacaba el maquillaje y quedaba con la piel expuesta; en ese momento es solo Gabriela frente al espejo, tan igual a mí, viajando para el trabajo en el subte, y ponía en palabras públicas mis ganas de seguir creciendo, de ser quien quiera ser pese a tener más de cincuenta.»

El modelo hegemónico propone un modelo de vejez que se satisface con la propaganda de la incontinencia y el pegote de los dientes, con una abuelidad pasteurizada y siempre dispuesta, cierra los ojos al deseo, a la pasión, al descubrimiento. Somos mujeres en lucha y queremos seguir siéndolo. Feministas que no bajamos las banderas, aunque esta sociedad nos quiera condenar a la pasividad de una tercera edad sufriente y silenciosa. Nosotras vivimos una época de grandes cambios, sufrimos en el cuerpo la época de la dictadura militar, las mil crisis económicas, hicimos florecer la democracia, nos dolió el alma con la Guerra de Malvinas y queremos seguir construyendo un país para todes.

Aunque a veces no lo reconozcamos en el día a día, la desigualdad de género impacta directamente en nuestro ciclo de vida y se hace más fuerte cuando se entrecruzan con los juicios para las vejeces. Viejas locas, feas, gagá. Secas. Las jóvenes son húmedas y las viejas, marchitas, en un imaginario que pone los fuidos hormonales del cuerpo como valor en sí mismo.

Cultivo mi jardín y puedo asegurarles que las plantas se marchitan por muchas razones, pero ninguna es la vejez. Las flores más bellas nacen en aquellas plantas que ya llevan muchos años, los árboles más viejos dan su sombra cada año, las orquídeas más antiguas del jardín son las que ya no necesitan cuidados, se arreglan solas para proveerse de lo que necesitan y llenarse de pimpollos y varas cuando llega la primavera. Es cierto que sufren más los ventarrones los cipreses que las zarzas: estar erguidos y perfectos puede confundirse con fortaleza, pero muchas veces cuanto más alto y menos sinuoso es el árbol, más superficiales son sus raíces y más débiles sus ramas.

La calle es nuestra

 «Hoy marché con amigas y caímos casualmente en la columna de La Revolución de las Viejas. Las vi, y me puse a llorar como niña chiquita pensando en qué hubiera sido de mi abuela en un espacio así. Aunque para ser sincera, no eran de la edad de mi abuela, porque yo ya no soy niña chiquita. Y mientras lloraba una ronda de mujeres me abrazó. Mientras una me decía “Todas estamos de luto” otra me decía “Estamos acá para ustedes”. Una ronda de mujeres me consolaba sin entender bien el porqué, como lo hizo mi abuela el día que conocí la frase de mi único tatuaje: “Así será”. No quiero ser grande para ser como ellas, para que una amiga me consuele y acompañe. No necesito ser grande. Porque ya somos como ellas, ya soy ellas».