En su libro «El orden político en las sociedades en cambio» (1968), el politólogo conservador norteamericano Samuel P. Huntington introdujo el concepto de «sociedad pretoriana» para referirse a aquellos regímenes políticos en los cuales las mediaciones son débiles y no pueden procesar los conflictos entre distintas fuerzas sociales y políticas. Según Huntington, cada sector hace política con la herramienta inmediata que encuentra más eficaz: «Los ricos sobornan, los estudiantes arman disturbios, los obreros van a la huelga, las masas se manifiestan, y los militares hacen golpes», escribió. Se refería a las sociedades en las que el nivel de movilización social supera a la institucionalización. Sin autoridades con legitimidad y capacidad para resolver los desacuerdos, cada actor reivindica sus intereses con los medios que tiene a mano. La debilidad de los partidos, los parlamentos y los tribunales conduce a la acción directa.

El politólogo argentino Andrés Malamud escribió en su libro «El oficio más antiguo del mundo» (Capital Intelectual, 2018) que «Huntington podría haber bautizado a su concepto como ‘sociedad argentina’ en vez de ‘pretoriana’, y todos hubiéramos entendido». Para Malamud, la Argentina comenzó a transformarse en una sociedad pretoriana en 1930, cuando la Constitución dejó de regular los conflictos políticos. Su nueva fisonomía se consolidó en 1945, cuando las elites tradicionales perdieron el control de los conflictos sociales y cuando el peronismo —según su visión— transformó a las instituciones en instrumentos de la parcialidad de turno en vez de mediadoras de sus desacuerdos. Ni la dictadura ni la democratización posterior en 1983 consiguieron erradicar las formas de acción directa. Y el 2001 se encargó de transformar a estas formas en el recurso más efectivo para participar en la toma de decisiones. Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner estabilizaron la política pero no la institucionalizaron. En consecuencia —según la conclusión de Malamud— «el reflejo pretoriano se dispara con facilidad ante el menor estímulo».

Recurrentemente, el pensamiento conservador bautiza con denominaciones temerarias aquellos fenómenos que lo inquietan. Pero, dejando de lado esos reflejos que provoca cierto temor a la política en las calles, la descripción parece bastante certera. La acción directa, la efervescencia, el bullicio y la intensidad caracterizaron históricamente a la sociedad argentina.

Las causas no radican en una falta de maduración cívica de una comunidad que no supo hacer suya la utopía de una democracia liberal con instituciones imparciales y con la capacidad de procesar los conflictos sin despeinarse el jopo, sino en la impotencia de esas instituciones para tratar con sociedades en las que anidan contradicciones irreconciliables. Porque, en síntesis, la sociedad argentina es lo que hizo con lo que hicieron de ella.

Algo de esto volvió a resurgir en los debates de la coyuntura y especialmente en el discurso de Cristina Kirchner en el plenario de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) que conduce Hugo Yasky. La vicepresidenta puso el foco de manera indiferenciada en las llamadas «organizaciones sociales» y habló de la necesidad de recuperar el «monopolio», el control y la auditoría de las políticas sociales para el Estado. Recordó que fue Eduardo Duhalde el que implementó los primeros planes sociales masivos hace una vida allá por el 2002. Sin embargo, este relato olvida —interesadamente— parte de la historia «pretoriana» (en términos de Huntington) que precedió a aquel desenlace. Con todas las mediaciones o distorsiones posteriores, las conquistas de ese universo de trabajadores y trabajadoras informales tienen que ver con procesos de lucha históricos que se remontan más allá del 2001 y lo incluyen. Movimientos que nacieron en Cutral Có en el sur o en Tartagal y Mosconi en el norte y que reclamaban por trabajo genuino cuando el Estado respondía con el monopolio pretoriano de la fuerza para garantizar privatizaciones y miles de despidos.  Luego tuvieron lugar diferentes políticas para estatizar a los movimientos con mayor o menor éxito.

Ese universo al que el sociólogo Juan Carlos Torre denominó «pobres en movimiento» y cuya organización es tributaria de una tradición de acción directa y de sindicalización que se transmitió de generación en generación manteniendo viva la llama de una sociedad intratable.

Son curiosos los cambios narrativos de la política que grafican el signo de los tiempos: en 2002-2003, los piquetes y las huelgas eran las «tensiones del crecimiento»; hoy los movimientos piqueteros o de trabajadoras y trabadores precarios son «tercerizados» que expropiaron al Estado su legítimo monopolio en la administración de una miseria espantosa. Son las transiciones escabrosas entre el «partido de la contención» y el «partido del orden».

Domar a la bestia «pretoriana» fue el sueño húmedo de muchos —sino de todos— los gobiernos de los más variados signos políticos. Todos fueron utópicos de una forma similar y cada uno fracasó a su manera. Quizá porque en ese carácter contencioso o “pretoriano” no radica el problema, sino que habita la solución. «