“Casa Pringles es nuestra casa. Ahí vivimos 10 pibas con nuestros hijes. Estamos en estado de alerta porque el Gobierno de la Ciudad, la Administración de Bienes y el Poder Judicial de CABA nos quieren desalojar”. Estos renglones y otros se leen en unos flyers que circularon en redes sociales y whatsapp bajo el título “Las pibas en alerta”. Unas líneas abajo aclaran “las pibas” que la casa perteneció a Eduardo Sívori, fallecido en 1918, quien dejó como heredero al pueblo de la ciudad para su uso cultural. El pintor naturalista había logrado escandalizar a la Argentina conservadora con pinturas como “El despertar de la criada”, siguiendo una tradición de la denuncia de problemáticas sociales en el interior de su apuesta sensible y plástica. La trabajadora desnuda, de piel marcada, con sus juanetes detallados y sus tetas caídas que hacen lugar a un lamparón de luz (la pintora Lula Mari destaca ese cuerpo y esa piel ásperos para los cánones) contrasta con los retratos posados de los ricos de turno y exhibe la dignidad propia de quien se sostiene ante las injurias de una época.

La pelea de las y los de abajo con una gestión hostil y hasta cruel va de los centenares de desalojos hasta los conflictos con trabajadores de todas las áreas, sobre todo, educación, salud y cultura (por ejemplo, en el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori…). Curiosamente, mientras Sívori peleaba por el fomento del arte y, en particular, por el interés de la ciudadanía en la pintura (cofundó la Sociedad Estímulo Bellas Artes), Carlos Rodríguez Larreta, bisabuelo del actual Jefe de Gobierno de la ciudad y precandidato a presidente, en una conferencia titulada “El socialismo” (1897) con la que cerraba su curso de derecho civil en la UBA, se ocupa en definir a sus enemigos de clase. Así, describe a un socialismo más bien reformista, compatible con el régimen liberal, al que llama “reglamentario”, luego se encarga del “socialismo verdadero y temible” de los discípulos de Carlos Marx, preocupado por su ascendente sobre sectores obreros. Finalmente, se refiere con distancia y hasta con asco al anarquismo, considerado “una secta infernal” que, según cita David Viñas –a quien le debemos esta referencia histórica– “todo lo confunde en una misma iracunda maldición”. El ex Ministro de Relaciones Exteriores de Quintana y luego de Figueroa Alcorta había festejado la liquidación de los pueblos indígenas de la Patagonia y el exterminio de las montoneras que supieron resistir el embate porteño hasta, al menos, 1863, fecha del asesinato traicionero y cobarde de Chacho Peñaloza (amén de la posterior quijotada del líder montonero Felipe Varela).

Las bisnietas de Sívori, “las pibas” del flyer y todas las pibas que asumen el riesgo de hacerse una vida al tiempo que abren un conflicto de legalidades (figura cara a Rubén Mira), aparecen en el lugar que el discurso del bisabuelo de Horacio Rodríguez Larreta tenía reservado para los anarquistas, seres irracionales, ajenos a las contemplaciones que aun en un régimen conservador mantiene para los díscolos el derecho civil que el Larreta decimonónico profesaba. Por su parte, el Larreta que nos toca en suerte es uno de los responsables, desde su función anterior como jefe de gabinete en la ciudad, de la creación de la UCEP (Unidad de Control del Espacio Público), una suerte de dependencia paralegal que el PRO destinó al cuerpo a cuerpo con las miles de personas que vivían (y viven) en la calle. La UCEP fue protagonista de escenas escabrosas en las que un grupo de energúmenos no identificados golpeaban a hombres y mujeres, les quitaban sus pertenencias (colchones desgastados, bolsos, viandas) y se las llevaban en camionetas tipo Traffic sin patente. Quienes acompañamos durante años la lucha y los dilemas vitales de muchas de ellas, ellos y (hay que decirlo) elles fuimos testigos y debemos tenerlo muy presente. La institucionalización del desprecio, la violencia patotera financiada desde el Estado y el recurso a la paraestatalidad son la pata operativa de una construcción que va del plano mediático y estético al modelo de ciudad, cuyo principal motor es el negocio y, sobre todo, negociado (hay que decirlo) inmobiliario. Al parecer, la curva ascendente de la lógica inmobiliaria activa la lógica patotera; desde el año pasado se vienen denunciando un ravival de la UCEP (https://www.tiempoar.com.ar/informacion-general/la-nueva-ucep-los-operativos-del-gobierno-de-la-ciudad-de-buenos-aires-contra-personas-en-situacion-de-calle/

En ese sentido, el estado de alerta por necesidad de “las pibas” se vuelve también un hecho político capaz de señalar el meollo de la política de la crueldad que lleva adelante el gobierno de la ciudad a manos de una gestión de herencia oligárquica, con ribetes liberales y modernización de país bananero (carriles exclusivos de colectivos, mal llamados “metrobus”, en lugar de subterráneos, por ejemplo). La ciudad que le da la espalda al río, vista sólo reservada a actuales y futuros propietarios acomodados, le da la espalda, sobre todo, a quienes viven en los márgenes y sólo mira de frente a “las pibas” a través de mecanismos extorsivos, como la amenaza de tirarles por la cabeza causas penales y a través de la violencia policial, paraestatal y simbólica.

Pero “las pibas” saben lo que hacen cada vez que transforman un espacio muerto o vaciado en una casa que aloja vidas irrepresentables antes que simples menesterosos, un hogar que, aparte del ajetreo diario y de lo que significa el sostenimiento de la vida cotidiana, adquiere un cariz político entre la politicidad de la reproducción y el cuidado, y la asunción de cierto protagonismo en el discurso y en la calle. Por su parte, los vecinos que se autoperciben honestos trabajadores y contribuyentes ejemplares no las quieren ahí y, en el fondo, no las quieren en ninguna parte. Se podría decir que no tienen piel con ellas y que incluso las pieles oscuras, marcadas de las pibas se les aparecen como la frontera cada vez más frágil de un deseo fascista que vimos germinar en linchamientos callejeros y festines virtuales, un deseo con historia, que muta y se desplaza, y cuando parece retirarse vuelve con fuerza.

Las pieles de las pibas que, como pasa con la criada de Sívori, tampoco pueden escapar a la generosidad del sol, son un índice de empatía, de su posibilidad o de su ausencia más descarnada. En el fondo, lo único que reclaman estos cuerpos batalladores, estas vidas cargadas de historias a veces densas, es un suelo de empatía, un poquito de piel (no un toco), como sustrato de un problema que siempre se presenta por capas, complejo por definición. En algún punto, aparte del antagonismo visible en el clasismo y el racismo que se ciernen sobre estas y otras tantas pibas y sus pibes y las trans, y los tipos que no muy seguido acompañan, hay otro contraste en el modo de pensar, plantear e intervenir: por un lado, la simplificación reaccionaria, la demagogia punitivista, la apelación al valor fundamental de la propiedad privada (más importante que la vida) y, por otro, la respuesta que, parcial, incompleta, en movimiento está a la altura de la complejidad en juego, por ejemplo, Casa Pringles ATR (Autónoma, Territorial y Reparadora).

Un presente

Si la vida de cualquiera en su casa, en su barrio, supone un grado importante de autogestión, sin embargo, esa dimensión no es puesta de relieve con frecuencia. Quienes estuvimos cerca de procesos de lucha por la urbanización de asentamientos o el mejoramiento de barriadas en condiciones de precariedad, fuimos parte y testigos del grado de organización que tiene lugar en esas situaciones. La conciencia política, lo más parecido al ideal de “ciudadano informado” que la escuela enseña sin creer, o el sentido de la vecindad desarrollados de un modo para nada imaginable en la ciudad blanca, en los barrios que parecen tener todo resuelto, en esos edificios arrumbados de gente autosatisfecha y quejosa al mismo tiempo. ¿Alguien presenció una de esas insufribles reuniones de consorcio? Las pibas son políticas porque aparte de encargarse de los asuntos propios de cualquier “hijo de vecino”, asumen el conflicto y sobre lo que podría ser penuria inventan formas de vivir.

Un gobierno inepto, con sus burócratas de turno –la casta que sorprendentemente los buenos vecinos no cuestionan– convierte un legado histórico como la casa de Sívori en un archivo abandonado. Unos políticos corruptos –la corrupción que sorprendentemente los buenos vecinos no cuestionan– convierten un espacio habitable en un negociado inmobiliario. ¿Por qué nadie habla del proceder de Matías Vitale, el titular de la Dirección General de Administración de Bienes? Un lugar sensible a cargo de un personaje que se mueve entre subastas dudosas y aprietes, para finalmente allanar el camino de un negocio inmobiliario, uno más. El reduccionismo como política: echar a las pibas, contentar a los buenos vecinos y hacer negocios a costa de la ciudadanía. Nadie puede dudar de su eficacia…

Por eso, la respuesta no puede ser simple. Y, de hecho, experiencias como la Casa de Pringles y las organizaciones afines que acompañan, dan cuenta de posibilidades más novedosas como la gestión comunitaria, la autogestión, la articulación entre espacios de base, instituciones, leyes existentes, diversidad de actores, proyectos de nuevas regulaciones para una convivencia más democrática que garantice un suelo de empatía sin negar el enfrentamiento. Porque, sabemos, cada vez que se niega el conflicto o se lo carga en quienes son considerados “conflictivos”, la violencia tiene una sola dirección. Mientras que el enfrentamiento es más honesto, mucho más honesto que esos buenos vecinos para los que no hay gorra que alcance, ni demagogo que complazca sus deseos de liquidación de esos y esas con quienes no tienen piel. Las pibas incorporan el conflicto como un elemento constitutivo de la construcción de convivencia. ¿Suena complejo?

Las respuestas complejas, desde formatos de propiedad colectiva, redes de organización para la vida compartida, instancias de negociación permanente, casas abiertas, incluso microcréditos diseñados por los propios protagonistas, parecen hoy ruidosas o, quién sabe, demasiado generosas para los animales temerosos de una ciudad infestada de policías, gobernada con espejitos de colores, endeudada en dólares a pesar de contar con un presupuesto de ciudad europea y orientada a una percepción y una condición aspiracional propia de una pequeño burguesía mediana y avara. “¡Qué sería del amarillo sin el mal gusto!”, ríen dos que caminan al pasar frente a uno de los centenares de carteles proselitistas del gobierno que más gasta en publicidad. La pelea es política, es estética, es por un modelo distinto de ciudad, por otra forma de estar en el mundo.

Eva, de Yo No Fui (“Un colectivo popular, transfeminista y anticarcelario”), cuenta que una de sus compañeras vive en Casa Pringles y que el grado de organización entre familias que lidian con el riesgo del desalojo es importante. Pero la pelea es desigual y las redes que se van formando necesitan de la mayor participación posible. En Tiempo Argentino se vienen publicando notas que dan cuenta de la emergencia habitacional, se llegó a hablar de más de una familia desalojada por día en el último año y medio, tomando informes de la Defensoría del Pueblo de la ciudad. Según el censo de 2022, en la ciudad de Buenos Aires la cantidad de viviendas se incrementó en un 68%, mientras que la población aumentó en un 8,7%. Se sabe que el Censo de 2010 arrojó un resultado estremecedor: más de 340.000 viviendas deshabitadas en CABA, es decir, en una ciudad que desaloja más de una familia por día, que usa recursos del Estado para amedrentar, perseguir y reprimir a quienes viven en al borde de la subsistencia, pibas con proyectos, madres que todos los días llevan a sus hijos a la escuela, personas de diverso género y procedencia que buscan reinventarse o llevar una vida cotidiana lo más apacible que se pueda. Una ciudad que no solo malgasta tiempo y dinero en esta política de la crueldad, sino que entrega cientos de metros cuadrados de tierras fiscales y edificaciones a la maquinaria de la especulación inmobiliaria, alimentando un círculo vicioso que desvitaliza la ciudad, que la vuelve hostil, invivible, sólo habitable para una parte de la población que se mantiene a raya, cómplice o indiferente.

Desde que, a sangre y fuego, por la vía del autoritarismo más explícito se dolarizaron los precios de las propiedades y se desreguló el mercado inmobiliario, al menos desde 1977, las consecuencias dañosas que dicha matriz genera son una fuente permanente de conflicto siempre resuelto mediante formas represivas, dentro y fuera de la ley, por parte del Estado. Pero nunca, desde el final de la gestión de facto de Cacciatore (el intendente de la ciudad durante la dictadura, recurrentemente elogiado por Macri) hasta que asumió el gobierno del PRO en la ciudad la violencia estatal-mercantil fue tan decidida. Contra este estado de cosas emerge una red de personas afectadas (mayoritariamente mujeres), personas que acompañan, organizaciones con experiencia, instituciones públicas y otros actores que alimenta la expectativa, si no de un cambio profundo de la situación, al menos de un contrapeso en una ciudad en la que la “transformación” de lo público y la convivencia democrática en privatización de la experiencia y hostilidad generalizada “no para”.      

*El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), editor (Red Editorial), integrante del IEF CTA A. Autor de “Nuevas instituciones (del común)” y otros, coautor de “Renta Básica. Nuevos posibles del común”, “El Anarca (filosofía y política en Max Stirner)”, “Linchamientos. La policía que llevamos dentro” y otros.