Mauricio Macri, con una dificultosa pronunciación inglesa, intentaba generar empatía entre los asistentes al Foro Económico Mundial de Davos al decir que «en Sudamérica todos somos descendientes de europeos». Claro que en tales palabras subyacía su virulenta política hacia los pueblos originarios. Una gesta «civilizatoria» que comparte con el gobierno de Chile. Y era precisamente allí donde en ese momento acababa de quedar al descubierto una maniobra de los Carabineros –la principal fuerza policial trasandina– consistente en el armado de pruebas imaginarias para incriminar a mapuches en delitos terroristas. 

¿Acaso es posible que ello sorprendiera al presidente?

En este punto bien vale retroceder a su visita del 27 de junio pasado al Palacio de la Moneda; fue cuando le ofreció a la anfitriona, Michelle Bachelet, resolver con prontitud la extradición del lonko Facundo Jonas Huala.

  Ese mismo día el líder mapuche fue detenido por la Gendarmería en la ruta 40 y encerrado en la cárcel de Bariloche. El asunto causó una escalada de fricciones entre mapuches y uniformados que derivó, casi nueve semanas más tarde, en la muerte de Santiago Maldonado.

Lo cierto es que desde mediados de 2016 existía un profuso intercambio de información entre los servicios de inteligencia chilenos y locales para poner en marcha la ilusión del “enemigo interno” en ambos lados de la cordillera. A saber: la espectral Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) en la Patagonia, y la no menos brumosa Coordinadora Arauco Malleco (CAM) en la Araucanía. De manera que sus principales ciudades empezaron a llenarse de espías y policías. 

Así se llegó al 29 de noviembre de 2017. Aquel día hubo un súbito y misterioso cónclave bilateral en el Palacio San Martín de la Cancillería. Por el país vecino asistió una delegación chilena presidida por el entonces subsecretario del Interior (y actual ministro), Mahmud Aleuy, e integrada por el embajador José Viera Gallo y tres funcionarios de menor rango; por la parte argentina estuvo la ministra Patricia Bullrich y su plana mayor, Gerardo Milman, Pablo Noceti y Gonzalo Cané, además del secretario del área de Fronteras, Vicente Autiero, y el jefe de la Dirección Jurídica del Ministerio del Interior, Luis Correa. El tema tratado –según una gacetilla oficial– fue «enfrentar en forma conjunta delitos transnacionales como el contrabando y el narcotráfico». La razón real era muy diferente y extremadamente delicada.

Una semana antes se produjo en los alrededores de la ciudad chilena de Temuco el espectacular arresto de ocho «extremistas» de la CAM, incluido su líder, Héctor Llaitul. Se los imputaba de atentados incendiarios, entre otros actos sediciosos. La acción, bautizada con el criterioso nombre de «Operativo Huracán», fue un logro de la Dirección de Inteligencia Policial de Carabineros (DIPOLCAR) por orden del doctor Jorge Abott, de la Fiscalía de la Araucanía. 

Gran alarma causó la revelación de conversaciones por WathsApp entre los detenidos sobre la posible importación de armas desde Argentina. Uno de esos audios se refería a «6 escopetas, 10 revólveres, 12 pistolas, 2 fusiles de asalto 250 cartuchos, 550 balas calibre 38 y 84 balas calibre 9 milímetros». La comunicación –atribuida a un tal «Matute» con alguien apodado el «Negro», hasta hablaba de un presupuesto de «900 lucas». 

Ese era el tema tratado en el Palacio San Martín. A la señora Bullrich se le hacía agua en la boca. Y sin que le temblara la voz, dijo tener «información coincidente» con tales datos. Argentinos y chilenos acordaron entonces cerrar los pasos fronterizos, junto con otras medidas de excepción.

Parte de tal soporte probatorio fue incorporado –como cosecha propia– al famoso protocolo de 180 páginas redactado por especialistas del Ministerio de Seguridad sobre la «subversión mapuche» en la región.

Su contenido también incidió en la creación de un «comando unificado”»entre las fuerzas federales de seguridad y las policías de Neuquén, Río Negro y Chubut, en base a un convenio de la ministra con sus pares en aquellas tres provincias, Jorge Lara, Gastón Pérez Estevan y Pablo Durán.

Pero en Chile esa pesquisa dio un giro inesperado.

El 11 de diciembre el jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia de Carabineros, general Gonzalo Blu, envió al fiscal Abott una grave acusación contra una asistente de la Fiscalía, la doctora Mónica Palma, por filtrar hacia la CAM datos de la causa. Ella –según el documento policial– mantendría un vínculo amoroso con un activista mapuche. Pero el asunto era en realidad un tiro por elevación contra el fiscal de Alta Complejidad de la Araucanía, Luis Arroyo, quien no es del agrado de la DIPLOCAR. 

El tema desembocó en una situación impensada: tras una denuncia del fiscal en el Juzgado de Garantías de Temuco, no solamente se comprobó que las escuchas que acompañaron la denuncia policial –efectuadas bajo el amparo de la ley de inteligencia– eran fraguadas sino que la investigación misma del «Operativo Huracán» era un fraude, ya que –según los peritajes– los registros de WathsApp y demás grabaciones telefónicas habían sido manipulados con diálogos falsos. De modo que Abott –quien reconoció no haber tenido control sobre los orígenes del material reunido por los instructores policiales– anuló la pesquisa sobre los presuntos integrantes de la CAM y abrió otra causa contra la DIPLOCAR. Ahora el escándalo en Chile es mayúsculo. 

Bullrich y los suyos, en tanto, se llamaron a silencio. «