El multitudinario acto en repudio al golpe de Estado de 1976 y el homenaje a  sus víctimas provocó un nuevo estallido negacionista, impulsado por sectores ligados a Javier Milei, Ricardo López Murphy y Patricia Bullrich. Al respecto, ella publicó ese mismo jueves una simpática columna en el diario La Nación; su título: “Una memoria real para superar las heridas y construir el futuro”. Allí exhorta a equiparar la práctica del terrorismo estatal con los operativos de las organizaciones revolucionarias en situación de resistencia. Es notable que, en su caso, tal afán por el ejercicio “completo” del recuerdo no incluyera un problemita, diríase, familiar, el cual, desde 1974, mantiene en el más absoluto de los secretos.  

Ya se sabe que, tras morir Perón, afloraron los crímenes de la Triple A. Y que, entonces, Montoneros adoptó el recurso del “doble encuadramiento”, por el cual muchos militantes de superficie fueron incorporados a su aparato militar sin dejar de pertenecer a sus agrupaciones de origen. 

Todo indica que “Cali” –tal era su nombre de guerra– fue asimilada a dicho régimen y –en son de broma se decía– con rango de “cuñada primera”, porque su hermana, Julieta, era la pareja de Rodolfo Galimberti.

Los tres actuaban en la Columna Norte de la “Orga”.  

A fines de agosto le encomendaron a Cali un relevo de zona; tenía que monitorear el flujo de vehículos en el tramo de la Avenida del Libertador que abarcaba desde la localidad de Beccar hasta límite con la Capital Federal.

Las directivas no incluyeron ningún detalle sobre la acción en ciernes, y menos aún su objetivo. Cali solo tenía que saber la parte que le correspondía.

Esa tarea la tuvo ocupada por unos días y después redactó un informe.

 En sus ojos brillaba la satisfacción del deber cumplido.

Fue justo antes de que Montoneros decidiera su pase a la clandestinidad.

En medio de esas circunstancias sobrevino el 19 de septiembre.

A las 8.05 de aquel jueves, una camioneta Chevrolet C10 Posi Track de color beige permanecía estacionada sobre la calle Acassuso, casi en la esquina con la avenida Elflein, de La Lucila. Tenía una lona verde que cubría la caja y carteles que decían “Al servicio de ENTel”.

Al volante estaba Miguel Lizaso. En el medio, Galimberti. Y, acodado sobre la ventanilla derecha, un militante apodado “Chacho”. En sus piernas reposaba una escopeta recortada.

Más atrás, a unos cuatro metros de distancia, había otra camioneta, una Dodge, con un tal “Tomás” y otro militante al que llamaban “Román”.

Otros dos, colgados de un poste, fingían arreglar cables de teléfono. 

Una Ford F-100 aguardaba a la vuelta, sobre Elflein, del lado de la vía. Sus ocupantes colocaron un cartel de “Gas del Estado”.

También había un presunto supervisor. Era Roberto Quieto, uno de los integrantes de la Conducción Nacional. 

Galimberti miró por enésima vez su reloj; ya eran las 8.10.

En ese preciso instante, a casi cinco kilómetros de allí, alguien abría el portón de la enorme propiedad (que comprendía tres mansiones) situada en la calle Florencio Varela 672, de Béccar. Y del frondoso jardín emergió un Ford Falcon De Luxe celeste con doble faro, escoltado por otro del mismo modelo, pero verde. Ambos doblaron por Libertador a la izquierda.

Un Peugeot 504 comenzó a seguirlos.

El asunto arrancó según lo previsto. El vehículo que diariamente llevaba a Jorge Born al edificio de Lavalle y Reconquista (donde estaban las oficinas del holding Bunge & Born, del cual él era director general) había partido a la hora indicada, conducido por el chofer Juan Carlos Pérez (identificado así por la inteligencia previa). También formaba parte de esa rutina el dúo de policías de civil que lo custodiaba desde el otro vehículo.

Pero algo no figuraba en el libreto: los dos inesperados acompañantes del empresario. Quien estaba con él en el asiento trasero era su hermano Juan (que, como gerente del grupo, solía ir a dicho edificio en un Chevrolet 400). Pero del que estaba al lado del chofer –un tipo cuarentón, de porte atlético y cabello raleado– se ignoraba hasta el nombre. ¿Acaso era un guardaespaldas?

Tal pregunta aguijoneaba a los del Peugeot.

En tanto, Galimberti volvió a mirar su reloj; ya eran las 8:22.

A 200 metros de su posición, una falsa cuadrilla municipal colocaba un semáforo portátil en Libertador y San Lorenzo. También había un policía no menos apócrifo. Fue él quien vio aproximarse el Peugeot a todo trapo.

Diez cuadras antes había rebasado a los Falcon para pasar por allí con un minuto de ventaja. Era la señal de que el plan se cumplía.

Entonces, la cuadrilla cortó Libertador con unas vallas, desviando así el tránsito hacia la derecha, por San Lorenzo. Era para guiar a los Falcon al sitio de la emboscada, en Elflein y Acassuso. 

Ambos vehículos tomaron por ese camino.

Galimberti vio que ya eran casi las 8:24.

Fue justo cuando el primer Falcon se asomó en esa esquina

De pronto, Miguel soltó el pie del embriague, y apuntó la camioneta bien al medio del auto celeste. Sus neumáticos chirriaron al tomar velocidad. La violenta embestida tiró al Falcon a la vereda. Los tres atacantes ya habían saltado de la cabina cuando vieron al chofer Pérez estirar una mano hacia la guantera; allí había un arma. Quizás en aquella fracción de segundo también hayan visto al misterioso tercer pasajero. Y reventaron el parabrisas a balazos.

El otro Falcon fue chocado en simultáneo por la camioneta Dodge. Los dos custodios no se resistieron. Y se los redujo.

En tanto, los Born fueron sacados del auto. Juan salió corriendo pero lo atajaron a los pocos metros. En la caja de la Ford F-100 ya lo aguardaba Jorge, envuelto en una lona. 

Ese vehículo cruzó la barrera por la calle Roma, hacia la provincia. Los otros guerrilleros se replegaron con rapidez en diferentes direcciones.

Lentamente, los vecinos empezaron a asomar las narices.

Los dos custodios, atados sobre la vereda, pedían auxilio. Pérez quedó muerto sobre el manubrio. Su acompañante pudo salir del auto, caminó unos pasos, y se desplomó sin vida sobre la vereda.

Aquella tarde, Julieta estaba con Cali en un departamento de la Avenida del Tejar. Y al llegar su novio, exhaló un suspiro de alivio.

Galimberti lucía jubiloso, y arrojó un ejemplar de la quinta edición del diario Crónica sobre la mesa.

En su segunda página se develaba el enigma del hombre que murió con el chofer: era un alto directivo de Molinos Río de la Plata, la nave insignia del holding. La fatalidad quiso que aquella mañana desayunara con los Born en la residencia de Béccar.

A Cali le bastó mirar su foto para quedar lívida; entonces, exclamó:

– ¡Mataron al tío Alberto!

En realidad, se trataba de su tío segundo. Porque Alberto Luis Cayetano Bosch Luro, de 40 años, era el hijo menor de doña Celia María Luro Sahores, prima de su abuelo materno, Juan Carlos Luro Livingston. Vueltas de la vida. 

Juan Born fue liberado en marzo de 1975. Y Jorge, el 20 de junio. Por sus vidas se pagó 60 millones de dólares, un record mundial en la materia.

Ahora Patricia Bullrich habla de “memoria real”.