El desborde de la cuarentena como consecuencia de un aluvión de jubilados ávidos de efectivo no fue culpa de los banqueros, ni de los bancarios. Tampoco de la familia Rothschild, ni de un gobierno sin sensibilidad social. Probablemente haya habido algunas negligencias puntuales. Pero si hay una  responsabilidad que atribuir, debemos apuntar a la ausencia de planificación territorial del estado argentino. Un problema que arrastramos desde tiempos inmemoriales.
La crisis del coronavirus es, esencialmente, un problema de organización del espacio en qué vivimos.

Los infectólogos determinaron que el mecanismo de contagio es inmediato, los epidemiólogos proyectaron una brutal diseminación del COVID19 por todo el planeta, y desde ese diagnóstico se prescribió globalmente, con asesoramiento de la Organización Mundial de la Salud, la necesidad de aislar al virus -ya circulante- de la humanidad. A partir de que todo esto es asumido y aceptado, la tarea principal de los gobernantes es implementar una reorganización de la vida social para frenar la circulación. Por eso, el principal tipo de conocimiento y gestión que se necesita para implementar una política de estas características es la gestión territorial. Además, claro, de adquirir respiradores y materiales médicos a gran escala. El presidente no necesita más economistas o epidemiólogos a su alrededor, ya tiene suficientes: necesita planificadores territoriales. Que recomienden cómo evitar cosas como el desborde de los bancos, o diseñen una «cuarentena inteligente», distinguiendo entre zonas seguras y peligrosas.

Esta cuarentena es una operación de  planificación territorial de la vida, y en lugar de bisturí arrancamos con cuchillos gruesos. Las herramientas fueron el aislamiento social obligatorio y el cierre de fronteras. Esto fue una decisión política valiente y previsora del presidente en una emergencia. Guerra contra un enemigo invisible, la llamó. Ahora hay que pasar al bisturí. Hay que reunir mucha información para trazar los mapas de las zonas de circulación y las de restricción. Y hay que organizar el retorno de más actividades esenciales, como los bancos, la logística comercial o las economías de exportación. Los decretos de cuchillo grueso eran más fáciles que lo que se viene.

Y si fuimos orgullosos triunfalistas por nuestra sensibilidad social o los servicios del estado argentino, acá tenemos que reconocer que en esta materia estamos mal. Argentina tiene severísimos problemas de planificación territorial. Somos un monumento a la antigeopolítica. Media población abarrotada en el área metropolitana de Buenos Aires, 4 mil asentamientos urbanos precarios a pesar de ser un país ingresos medios, descoordinación entre los gobiernos de todos los niveles, tierras sin catastro. En principio, va a ser más difícil implementar la «cuarentena inteligente» aquí que en otros países.

Y no solo se trata de un problema técnico. Que lo tenemos, ya que hay un déficit de conocimiento en materia de planificación territorial en el estado argentino. También, es un problema político. Somos el país del enfrentamiento entre unitarios y federales, de la eterna negociación entre Nación y provincias; del Ejecutivo nacional rendido ante actores locales y sociales, que debe negociar con todos para tomar cualquier decisión. De ahí nos viene una falta de preparación y práctica para diseñar políticas que regulen el territorio. Tal vez eso es, en el fondo, lo que pasó con los bancos: apenas sabemos organizar a la sociedad a nivel nacional. Y se vienen otros capítulos como este. Hay que convertir a la presidencia en una agencia unitaria, estratégica y planificadora durante lo que dure esta crisis. Hay que establecer cuáles son las zonas rojas, amarillas y verdes, relocalizar recursos y preparar el retorno a la normalidad social.