Pasar a la historia es fácil. Alcanza con haber estado una vez por ahí, ocupar algún lugar, habitar algún espacio y luego, por alguna razón, dejar de hacerlo. Morirse, por ejemplo.

Y como todo ser humano es protagonista de alguna historia, y como todo ser humano tiene esa costumbre de en algún momento morirse, a la historia vamos a pasar todos.

Más difícil, claro, es que alguien te recuerde. Pero también todos tenemos alguna chance, no necesariamente por buenos motivos, de ser recordados cuando llega ese momento en que –inexorablemente- comenzamos a ser olvido. Y ni siquiera es necesario para ello tomar decisiones drásticas como dejar de respirar. Alcanza con mudarse de pueblo, renunciar a un trabajo, retirarte de las canchas, terminar un amor. Y seguro, pero seguro, algunos van a recordarte.

Un escalón más arriba en la escalera de la dificultad es que haya otros que no solo te recuerden, sino que además hablen de vos. Ojo: tampoco tenés que esmerarte demasiado, aunque un poco sí. Pero alcanza con haber sido más o menos bueno en algo, no haberte mandado demasiadas cagadas, hacer una tarde un lindo gol de tiro libre que entra en el ángulo, ayudar a tu vecino a empujarle el auto cuando se queda encajado, aplaudir fuerte en la playa cuando un pibe se pierde. Cosas así. Y entonces, uno de esos que alguna vez te vio, en alguna sobremesa con nostalgia de postre, mirando un partido por la tele, pueden llegar a decirle al hijo “una vez un amigo mío hizo un gol como ese en el potrero que estaba atrás de la capilla”. Con algo así, nosotros firmamos el empate.

Pero la cosa se sigue complicando. Y en este casillero, que es más chico y está más alto, no alcanza con haber pasado, ni alcanza con que te recuerden, ni con que te reivindiquen los amigos y los conocidos. No. Acá además de todo eso tienen que narrarte, que analizarte, que escribirte, que disputarte. Y para eso falta que hayas hecho obra. Y los que hacen obra son unos cuantos, a veces muchos, pero no todos. Entramos, al fin, en el terreno de los distintos. Y entonces, ese recuerdo, como todas las cosas que son de muchos, empieza a ser controversial. Y tendrás escritos a favor y en contra, canciones que te canten, paredones que te nombren, barrios enteros que te celebren y partecitas de otros barrios haciendo fuerza, mucha fuerza, por olvidarte. Digamos que toda mujer y todo hombre “público” sabe, en algún rincón de su alma, que alguna vez rendirá cuentas. Y así, entonces es que, además de su obra, o incluso como parte de la misma, dedica gran parte de su energía a tratar de influir en lo que se dirá de él. De estos es que están llenos las bibliotecas, los archivos y los sótanos con humedad.

Pero hay más. Que son menos. Muchísimos menos. Son los que, siendo públicos y haciendo obra, se acuerdan muy bien del pueblo de donde se fueron, de empujar un auto de un amigo encajado en la nieve, de un amor de primavera, de un gol del Chango Cárdenas, de buscar a los pibes perdidos. Y como se acuerda de eso, de esas singularidades, pega un salto sin elegancia y se tira de palomita arriba de todos y siente que los conoce a todos y confía en que lo van a atajar. Y lo atajan. Y lo abrazan. Y lo llevan.

Y esos pocos, como decía, no gastan un segundo de sus vidas en pensar en cómo mierda lo van a recordar, qué boludeces van a escribir los historiadores de él, qué les deparará el destino. Esas son pavadas. Lo que importa es ahora. Hoy. Hoy, ese cordón cuneta. Hoy, esa paritaria. Hoy, baje ese cuadro. Hoy, esa cooperativa. Hoy, ese aumento a los maestros. Hoy,  estos jueces no. Hoy, al carajo mister Bush. Todo hoy. Hoy el pueblo y sus corazones rotos y sus esperanzas. Ahora.

Estos últimos, poquísimos, que te los cuento con los dedos de media mano, no pasan a la historia. La hacen.

Y porque hacen historia, viven para siempre. Como vos, Néstor. «