Abraham Lincoln fue el primer presidente proveniente del Partido Republicano de Estados Unidos, aunque hoy cueste creerlo. Si se compara el ideario de esa agrupación política de hoy con la lucha contra la esclavitud, hay un abismo.  O mejor dicho, una grieta que sin dudas le costó la vida al mamndaatario a manos de un actor durante una representación en el Teatro Ford de Washington DC., en abril de 1865, cuando recién terminaba la Guerra de Secesión.

Por esos días, en el Paraguay arreciaba la Guerra de la Triple Alianza, que unos meses antes, en noviembre de 1864, había despuntado sus primeros cañonazos cuando Solano López decidió intervenir en contra de lo que consideró una invasión brasileña a Uruguay, lo que geopolíticamente le hacía temer por el cierre del estuario del Plata, la vía de acceso a Asunción a través del río.  

Pero no es casual que estos dos episodios estén así encadenados. La guerra en el Norte de América era entre dos visiones del mundo: una de perfil capitalista burgués, la otra, de corte feudal esclavista. En el sur se plantaba algodón, en el norte de elaboraban prendas de vestir. Al decir de Arturo Jauretche, esa fue la Guerra de las Camisetas. Pelearon para determinar dónde y cómo se harían las camisetas. Si en el mismo país que producía la materia prima y con mano de obra local o si habría de exportarse para elaborarlo en Inglaterra, Francia o la floreciente Alemania.

Los sureños sabían que por eso peleaban, por eso no querían abandonar el esclavismo y en un momento de la contienda cortaron el insumo a las hilanderías británicas, con la idea de forzar al imperio a apoyarlos con armas y pertrechos. O para que los reconocieran como nación independiente. Los británicos habían bendecido el nacimiento de varios países en el sur del continente a lo largo de todo ese siglo, qué les costaría entre sajones.

No contaban con que la esclavitud había pasado de moda, y que incluso las presiones para que Pedro II de Braganza la aboliera eran enormes. Además, no se puede estar en tantos frentes al mismo tiempo.

De modo que si las hilanderías británicas necesitaban fuentes alternativas de algodón, para eso servían los territorios paraguayos, según habían mostrado los científicos devenidos espías que por algo habían perseguido desde José Gaspar de Francia hasta Don López. Pero antes debería hacerse caer el sistema estatal, apropiarse de las tierras y hacer otro estado tapón en el norte del Buenos Aires, para limitar, de paso, el dominio brasileño. Otro algodón entre cristales, listo para competir con los algodones del norte.

Para cuando el fin del Paraguay era un hecho, en 1870, Ulysses Grant, el general victorioso en la Guerra de Secesión, era el 18º presidente de los Estados Unidos. Uno de sus representantes, el general Banks, le dice en el Washington DC al plenipotenciario de López, Gregorio Benítes, leal a una causa sin futuro: “Todas nuestras simpatías están con el pueblo paraguayo.  Esa guerra es la última faz de la dominación de la Europa monárquica en el continente, debemos hacer todo para impedirlo”.

Pero ya no había tiempo. Le injerencia estadounidense se haría sentir en los tiempos más cercanos, pero aún no estaba maduro ese imperio.

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