Quienes lo conocen, quienes lo tratan un poco más en profundidad, dicen que Axel Kicillof cree genuinamente en lo que plantea. En lo que transmite. Ese convencimiento parte de algunos valores fundamentales: un Estado más soberano, una economía más desarrollada, una sociedad más igualitaria. Pero en el caso del candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires por el Frente de Todos esa identificación con ciertas premisas colectivas –una identificación sin dobleces- tiene, además, un correlato individual: Kicillof cree en sí mismo. Se tiene confianza para ser él uno de los dirigentes que exprese en el tiempo por venir todo un conjunto de ideas y políticas. Que lo exprese en las urnas. Dicho en otros términos: Kicillof tiene voluntad de poder.

Una anécdota refleja ese compromiso con determinadas banderas que se complementa, al mismo tiempo, con la confianza en el rol propio, en el aporte personal. Cuando se aprobó en la asamblea general de las Naciones Unidas una resolución para proteger las renegociaciones de deuda de la acción de los fondos buitre, Kicillof completó su intervención con un gesto que no registraron las cámaras: besó la bandera argentina. El graduado con medalla de oro como mejor promedio de toda su promoción, el ministro que únicamente usó corbata para defender su tesis doctoral, se imaginó desde siempre protagonista de grandes lides. Este domingo, cuando empiecen a conocerse los resultados del primer distrito electoral del país, se sabrá cuán cerca está de ser el próximo gobernador de la provincia de Buenos Aires.

 Lo que empezará a perfilarse en la noche del domingo comenzó a cobrar entidad hace tres años y seis meses, en febrero de 2016. Kicillof se propuso empezar a recorrer el país con un auto y un grupo mínimo de colaboradores. El vehículo, se sabe, era el Renault Clio de su amigo Carlos “Carli” Bianco, ex secretario de Relaciones Económicas de la Cancillería. El equipo se completaba con Jéssica Rey, su ex vocera en el ministerio de Economía, y su histórico secretario, Nicolás Beltrám. El objetivo de Kicillof era convertirse en una suerte de predicador popular, desde el llano y sin intermediarios, que explicara en cada pueblito los riesgos de las medidas económicas que iba tomando Mauricio Macri. Las consecuencias no previstas de esa gira se conocieron este año.

Aunque Kicillof no lo previó, su candidatura se terminó dando por decantación. Los intendentes no podían negar lo que reflejaban las encuestas y, en paralelo, Cristina Fernández concluyó que él en provincia podía ser un contrapeso lógico para su determinación de correrse del primer lugar de una fórmula presidencial. Alberto Fernández, ungido ya como el hombre de la síntesis, el candidato intermedio que expresaría la reunificación justicialista, también consideró racional y entendible la postulación de Kicillof. “Es lo único nuevo en la política argentina”, había dicho en los meses previos el precandidato a presidente. Así se consagró el binomio Axel-Verónica Magario.

 El anuncio se completó con algunos movimientos que ya venían gestándose en silencio: el licenciado en Economía especializado en Keynes hizo el cambio de domicilio ante el Registro Nacional de las Personas. Se radicó en la vivienda de fin de semana que su esposa, Soledad  Quereilhac, tiene en el partido de Pilar producto de una herencia.

Después llegó el tiempo de la campaña propiamente dicha. Y lo que comenzó con cierto recelo por parte de los jefes comunales concluyó con una sintonía bastante generalizada. En la cultura política del peronismo, que prioriza siempre la voluntad de poder, las expectativas de victoria ordenan mucho más que la afinidad personal o ideológica.

En cualquier caso Kicillof consolidó una muy buena relación de trabajo con la mayoría de los intendentes. Con algunos el vínculo creció hasta convertirse en una confianza que probablemente anticipe futuros roles. Es el caso de Francisco “Paco” Durañona (jefe comunal de San Antonio de Areco, hoy candidato a senador bonaerense), Gustavo Barreda (Villa Gesell), Mauro Poletti (Ramallo) y Jorge Ferraresi (Avellaneda). El candidato a gobernador también logró estrechar lazos con Martín Insaurralde (Lomas de Zamora), cuyo nombre había sonado inicialmente como el preferido de los intendentes para disputar la gobernación.

Resuelta la competencia interna, Kicillof se metió de lleno en la tarea que mejor le sale,  comunicarse con la sociedad. Su perfil decontracté, su imagen de outsider, cierto magnetismo que le reconocen propios, aliados y hasta adversarios, más un historial desprovisto de denuncias por corrupción de cualquier tipo –sean sólidas o amañadas por el law-fare– lo convirtieron en un rival de cuidado para la dirigente más competitiva de Cambiemos, que por supuesto es María Eugenia Vidal. La puja por la gobernación encontró al macrismo lanzado en ofensiva. Fue un ataque coordinado entre medios oficialistas, redes sociales y funcionarios bonaerenses de variado rango. Intentaban deshumanizarlo, apuntaron también por el lado del macartismo, lo presentaban como un “marxista”, como una figura ajena al peronismo, como un recién llegado.

La respuesta que eligió el Frente de Todos fue mostrar a Kicillof –mejor dicho a “Axel”- entre la gente, recibiendo afecto, cometiendo errores, en medio de bloopers y sonrisas. Ese spot fue el más reproducido en redes sociales. Le siguió otra publicidad, a la que inicialmente se resistió, en la que se retrataba su intimidad en la casa de Parque Chas. Un día cualquiera con Soledad y sus dos hijos, preparando el desayuno para todos o mientras llevaba a sus hijos a la escuela algo distraído, con la mochila atrás abierta.

Esa informalidad, esa calidez, es acaso su atributo más efectivo. Pero también lo es el atractivo que le ven las mujeres. Una de las anécdotas de la campaña, que suele repetir Alberto Fernández, la protagonizó Kicillof en Mar del Plata. La escena es simple pero podría asociarse más a un cantante como el portorriqueño Chayanne o un actor como Pablo Echarri que a un candidato peronista en acción. El intendente del Partido de la Costa, Juan de Jesús, pronunciaba un discurso cuando Kicillof, detrás y en segundo plano, se sacó un pullover porque tenía calor. Entonces se escucharon silbidos de aprobación, piropos desfachatados y a los gritos. Era la platea femenina. Dirían luego las redes sociales, en la campaña paralela: Kici-Love en acción.

El camino que inició en febrero de 2016 podría terminar en La Plata.

Si sucede, no será sorpresa. Ya no.