El último tramo del proceso de destitución de Dilma Rousseff no estará exento de las turbulencias que arrastró el segundo mandato de la presidenta brasileña. La debilidad de Michel Temer, su infiel compañero de fórmula, es tan patente que las soluciones desesperadas que está proponiendo lo dicen todo. Por un lado, la revelación de grabaciones a dirigentes de su partido y a por lo menos dos ministros, que debieron renunciar tras dos semanas de gestión, pusieron sobre el tapete que el objetivo final del derrocamiento de Rousseff era más cortar de cuajo con la causa por corrupción en Petrobras, en el que todos están inmersos, que cuestionar la ética de la representante del PT.
Eso determina el apuro por concluir lo antes posible el procedimiento que la aleje definitivamente del poder, ya que cada día que pasa el escándalo enchastra cada vez más a Temer y sus secuaces. Por eso Renan Calheiros -uno de los implicados en las «bandas de sonido» que el ex directivo de la petrolera Sergio Machado grabó con anuencia de la fiscalía- se niega a acelerar el trámite: no quiere quedar más expuesto aún. Los senadores que se necesita para echar a Dilma están demasiado justos y con un par que cambie de idea la mandataria vuelve al Planalto. Y eso es una amenaza latente hoy día.
Temer, en tanto, como ha venido sucediendo en la política brasileña desde el fin de la dictadura, trata de comprar voluntades en la administración pública, los uniformados y el poder judicial. Contra la presión mediática para que el PT aceptara ajustes, ahora se incrementa en 58 mil millones de reales el presupuesto para destinarlo incluso a los bolsillos de miembros del Ejército. Además se crearon más de 14 mil cargos en el gobierno federal cuando la promesa «a los mercados» era reducir 4000 puestos.