El rol de los intelectuales y su definición se discute –por lo menos– desde el siglo XIX con el emblemático caso Dreyfus. Intelectual tradicional o intelectual orgánico para Antonio Gramsci, filósofo rey o filósofo de corte para Norberto Bobbio, intelectual en situación o comprometido para Sartre, intelectual universal o específico para Michel Foucault. Intelectual revolucionario o militante intelectual, por supuesto.

Cuando algunos toman la palabra pública y aterrizan en el barro de la política para un proyecto partidista se destaca el «compromiso», la decisión de intervenir, de tomar partido o jugarse. Nunca se habló del «obrero comprometido» o el «campesino comprometido», pero sí del «intelectual comprometido». Como si en esa esfera, la acción fuese más sacrificial y haya que destacarlo. En momentos decisivos, los mensajeros naturales de lo universal y los delegados del saber descienden a la tierra del no saber para iluminar con la palabra sagrada que traen desde el templo de lo absoluto. Que se entienda, no se trata de cuestionar el pensamiento teórico, siempre necesario, sino esa construcción política del intelectual.

En el caso de la solicitada de apoyo a Mauricio Macri y Juntos por el Cambio fue curiosa la recuperación de esa figura por parte de un proyecto político que venía a clausurar toda una era y a fundar otra. Terminar con la época de los grandes relatos, de las rebeliones inútiles, de los objetivos grandilocuentes y las narraciones generalistas. Había llegado el tiempo de la gestión minimalista, la administración eficaz de las cosas, despojar a la política de los conflictos y atender las demandas profanas de la gente común.

La paradoja del texto de la solicitada es que adopta el género de una gran narración para un contenido mediocre, gris y vulgar. El problema no radicó en que los intelectuales liberales, desplazados cada vez más a la derecha, o los radicales devenidos en macristas con buenos modales hayan tomado partido por el oficialismo; la cuestión fue que rubricaron con su firma un panfleto que alterna un lugar común seguido de una mentira y una mentira escoltada por su correspondiente lugar común.

Existe una tradición más que interesante en el pensamiento liberal, gorila o directamente de derecha en la Argentina e incluso, con los recaudos del caso, es lícito apropiarse algunas de sus ideas o conceptos útiles para la reflexión crítica. Hay más pistas sobre la significación profunda del peronismo en algunos sutiles pasajes de ese panfleto encendido que Ezequiel Martínez Estrada tituló Qué es esto, antes que en gran parte de la indulgente obra de Jorge Abelardo Ramos. Ignacio B. Anzoátegui, el autor de Vida de muertos fue según Horacio González, una especie de «izquierda de la literatura de derecha, lo que produce un extraño efecto: el de un fascismo que ríe». El fascista con humor negro supo develar con sarcástica ironía el lado B de nuestros más ilustres hombres de letras del siglo XIX. «Alberdi dijo que ‘gobernar es poblar’ y se quedó soltero», sentenció sobre el tucumano.

Nada que se asemeje a esto se encontró en el deslucido texto cambiemita que además, es soberanamente aburrido. Varios de los firmantes optaron por resignar cierta fineza o ironía en el análisis que eventualmente manifiestan, para rubricar un texto que es directamente proporcional a la mezquindad del proyecto político al que responde.

El tema de fondo es el de la relación de los intelectuales y el poder. Porque tampoco se trata de crípticos relatos o narraciones floridas. «Un intelectual es aquel que propone un pensamiento disonante en relación con su época, que asume un compromiso político y cuestiona la legitimidad del estado de cosas naturalizado», asegura el historiador italiano Enzo Traverso. El Grupo Esmeralda redactó el memorable discurso del Alfonsín en Parque Norte, pero no encontró palabras para la olvidable capitulación de la Obediencia Debida y el Punto Final. Menem puso como embajador al autor de la mejor novela de la derrota: el Jorge Asís de las Flores robadas en los jardines de Quilmes, y existieron intelectuales, como Jorge Castro, que tenían especial fervor por su figura; pero lo suyo era el mundo del espectáculo que comenzaba con el horario de protección al menor. El colectivo Carta Abierta supo imponer –en el fragor de una disputa y más allá del acuerdo que se tenga con la definición– su one hit wonder: «clima destituyente». Sin embargo, el barroquismo y las evasivas primaron cuando se trató de nombres incómodos como los de Mariano Ferreyra o Jorge Julio López. La potencia de la denuncia, la claridad en la voz o la estridencia de las definiciones perdían fuerza en la maraña de las responsabilidades políticas.

La solicitada oficialista llevó esta subordinación sin valor al extremo, rayano con el absurdo. Porque el problema no fue que Juan Acosta (foto) haya firmado la solicitada, sino que las otras personas firmaron una solicitada que compendia todos los lugares comunes que expresa Juan Acosta y que no son otros que los que irradian las usinas oficiales o clandestinamente trolleadas de la maquinaria de propaganda oficial. Una demostración más de que no todas las personas inteligentes son intelectuales y no todos los intelectuales son personas inteligentes. «