El exitoso paro general del 6A fue una verdadera rebelión silenciosa de los agredidos por el modelo macrista que lograron superar la fenomenal campaña de miedo social y desacreditación de la protesta, agitada hasta el cansancio por el gobierno. 

El paro se hizo sentir de manera contundente en las calles del país y, sobre todo, en las principales oficinas de la Casa Rosada, que después del 1A navegaba en la auto-indulgencia más cerrada. El grado de afectación real se pudo medir con el correr de las horas. El despliegue del enorme dispositivo mediático que intentó reinterpretar la jornada en clave oficialista (hablar de los piquetes, de los que no paraban, de la pérdida de 15 mil millones de pesos que implicaba, de lo que pasaba en las redes) adquirió ribetes de inusitada violencia verbal y simbólica contra los adherentes a la protesta, producto indudable del impacto negativo en el humor oficial de la medida de fuerza, nada menos que la primera huelga general convocada por la CGT y las dos CTA contra el gobierno de Cambiemos. 

El estrepitoso corrimiento a la derecha de los comunicadores de TV recordó el papel canalla que jugaron las empresas periodísticas y sus editorialistas en los días previos a los asesinatos de Kosteki y Santillán en 2002. En aquellas jornadas turbulentas de hace 15 años, desde radios y canales corporativos se montó una campaña de acción psicológica para criminalizar a los movimientos sociales. Se los acusó de estar armados, de tener vínculos con las FARC colombianas y de prepararse para una insurrección que tenía por objeto voltear el gobierno provisional de Eduardo Duhalde. Bajo ese clima prefabricado de violencia, la orden que bajó desde la SIDE hacia la Policía Bonaerense fue que los piqueteros no podían cortar el Puente Pueyrredón y se seleccionó a dos militantes para el asesinato ejemplificador, al estilo de los «escuadrones de la muerte». La tapa de Clarin, brújula de la opinión hegemónica en nuestra sociedad, atribuyó las muertes a «la crisis» en un último intento por proteger a Duhalde, el presidente que le ayudó a licuar su deuda en dólares. 

Aquella historia terminó con las vidas de Kosteki y Santillán, y también con la presidencia de Duhalde, pero una década y media después, los comunicadores serviciales que se prestaron a la maniobra de satanización de los militantes sociales siguen en sus puestos y gozan, hoy, como ocurrió antes, con el arsenal de barbaridades provisto por las usinas oficiales para intervenir en el discurso público alentando las salidas represivas o las cortinas de humo sobre las razones de una protesta legítima y constitucional, como la que se llevó a cabo el jueves 6. La diferencia es que ahora las pantallas son más potentes –hay mayor concentración mediática que entonces- y existen en mayor cantidad. Hay televisores y celulares, y además hay redes, donde el aparato de comunicación gubernamental se mueve con la soltura de un pez en el agua. 

Los días martes y miércoles, en la antesala del paro general, usuarios de whatsapp de todo el país recibieron el mensaje de que grupos «de izquierda» y «kircheristas» no identificados estaban «buscando un muerto» durante la huelga. En teoría, el desconocido propalador del aviso lo sabía «de buena fuente». Es una práctica habitual de la acción psicológica de la que abusan los servicios de inteligencia. Echar a rodar un rumor como si fuera cierto, así como en 2002 se hablaba de la infiltración de las FARC, justificando la presencia de importantes contingentes de fuerzas federales en las calles para imponer «el orden». La saga continuó en redes sociales, igualando la protesta legítima con la posibilidad de desbordes y hechos de violencia criminal. El video del taxista Omar Viviani dando un exaltada arenga a un grupo de afiliados, llamando a «dar vuelta los autos» de los taxistas que no se plegaran a la medida de fuerza, contribuyó a la verosimilitud de la campaña. 

En los programas del prime time televisivo se usó para instalar la consigna «yo no paro». Se corrió el eje adrede. Se alentaron todos los prejuicios habidos y por haber sobre la representación sindical, la coacción sobre los que no querían parar y se asoció el paro –ni el primero ni el último de la historia argentina– a maniobras desestabilizadoras del peronismo y del kirchnerismo, volviendo una y otra vez sobre el latiguillo del «paro político». De las motivaciones reales del paro (caída del poder adquisitivo, pérdida de empleo, desplome del consumo), que podían explicar a sus audiencias la masividad de horas después, no se hablaba: el tema habilitado era la supuesta violencia –todo esto bajo la atenta supervisión de la jefatura de Gabinete, que hace rendir al máximo la inversión en pauta publicitaria para garantizarse la unanimidad discursiva de los comunicadores afines–, la asociación de la protesta obrera con algo repudiable y reprimible. 

El punto más alto llegó el 6A. El lugar común en todos los programas, los de noticias pero también los de chimentos, que iban y venían con sus móviles del Puente Pueyrredón a la Panamericana –lugares donde la izquierda, como ya es hábito, se manifestaba interrumpiendo el tránsito por unas horas–, era la necesidad de no impedir que aquellos que querían ir a trabajar pudieran hacerlo. El único representado en el discurso era el automovilista. El único derecho vulnerado era el del automovilista a circular. El único ciudadano mencionado. De las razones de la protesta, nada. La palabra «piquete» o «piquetero», como en 2002, reemplazaba a las que podían ayudar a describir lo que se estaba viviendo en todo el país, y no sólo en los accesos de la Capital Federal: despidos, suspensiones, cierre de comercios. Nada. El derecho a la circulación resumía todo, hasta que Gendarmería reprimió a la izquierda en Panamericana y detuvo a seis personas, cuando los manifestantes ya estaban retirándose porque acudían a una convocatoria de los sectores clasistas opuestos a la CGT en el Obelisco. Los hechos primero nacen en las palabras. 

En adelante, todo se ilustró, se comentó, se analizó desde las imágenes de sectores de izquierda, «piqueteros», siendo «desalojados» por las fuerzas federales que recuperaban «el control de la calle». La cronista de TN habló de represión y fue corregida desde los estudios: era un desalojo ordenado por un juez, le dijeron. Increíble. El paro y sus motivos pasaron a la clandestinidad. La noticia deseada por el gobierno se generó y ocupó toda la pantalla. El debate sobre «la violencia», el derecho al «libre tránsito», lo anticuado del «método», dominaron el discurso público hasta saturar. Nueve de cada diez comunicadores sintonizaron con el mensaje oficial, una verdadera cadena hostil a la protesta, que solo aparecía para ser desacreditada, cuando no era directamente censurada para dar paso a discusiones aleatoria: en TV, en Canal 13, en el programa de Mariana Fabbiani un habitual vocero de Cambiemos llegó a decir que Perón había sido responsable de la Semana Trágica, ocurrida en… 1919. Y hasta Saúl Ubaldini, el dirigente sindical que más paros hizo desde el retorno de la democracia, por boca de su hijo, con Nelson Castro actuando de médium, habló desde el más allá para decir que a Macri no hay que hacerle paros. 

Sobre los orígenes de la violencia se ha escrito mucho. Sobre sus responsables, si son poderosos, se habla bastante menos. El gobierno de Macri crea tensiones de todo tipo. El ajuste es una de las maneras de la violencia, porque arrebata dinero de la base de la pirámide social y la encumbra hacia un puñado, desapoderando económicamente a los más vulnerables. Contradecir con lógica belicista a aquellos que se oponen a ese desapoderamiento también genera violencia. Invisibilizar la protesta social, criminalizar a sus protagonistas, reducirlos a una masa alocada y retrógrada que ni siquiera debe estar representada en la televisión, reunirse con empresarios en Puerto Madero para decirles que ahora, si quieren y cuando quieran, se pueden llevar toda la plata afuera, producto de ese desapoderamiento, también es violencia. Estamos, entonces, en presencia de un gobierno violento, autoritario y revanchista, tan insensible a la realidad que es capaz de llamar «mafiosos» a los mismos sindicalistas aliados que le permitieron 15 meses de saqueo sin decir esta boca es mía. 

Legal en origen, algo que nadie cuestiona, alguien debería explicarle al gobierno que compromete su legitimidad con estas políticas. Es tan grave lo que hace y tan malo lo que produce, que el 6, mientras millones de ciudadanos paraban la actividad del país en queja, el presidente firmaba un decreto que autoriza a su ministro de finanzas a tomar deuda por 22 mil millones de dólares en los mercados internacionales, resignando la soberanía nacional y aceptando a los tribunales de Nueva York y Londres como sede de eventuales pleitos con los bonistas. Como si no hubiera nunca pasado nada con la deuda externa, como si los intereses futuros no fueran a ser pagados por los mismos que ese día protestaban, los protagonistas de esa verdadera rebelión ciudadana silenciosa de la que hablaron todos los diarios del mundo, menos la violenta canalla local. «