Aquella llamada telefónica la hizo desde Montevideo el jefe de la Estación de la CIA en Uruguay, Howard Hunt, a la Ciudad de México. Una de sus frases fue:

–Es inminente un asunto de grave importancia para nuestro país…

La respuesta de su interlocutor, el espía de esa agencia, Dandol Dianzi, fue un pesado silencio.
Corría el 20 de noviembre de 1963; es decir, dos días antes de que fuera asesinado en la ciudad de Dallas el presidente John Fitzgerald Kennedy.

Una gran predicción.

Pues bien, a veces las tragedias de la Historia se repiten, pero –en contra de lo que supo proclamar cierto filósofo alemán del siglo XIX– no siempre en forma de farsa. Ni de acuerdo al plan de sus hacedores.
Lo prueba esa ya famosa sobremesa en la confitería Casablanca, cuando el diputado de PRO, Gerardo Milman, soltó:

–Cuando la maten, estaré en la costa.

La respuesta de sus interlocutoras –la ex Miss Argentina y ex directora de la Escuela de Inteligencia del Ministerio de Seguridad durante el macrismo, Carolina Gómez Mónaco, e Ivana Bohdziewicz, quienes integraban la troupe de asesoras del legislador– fue un pesado silencio.

Corría el 30 de agosto de 2022; es decir, dos días antes del intento de asesinato a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.

Otra gran predicción, aunque –ya se sabe– imperfecta.

Esos dos hechos, distanciados por 59 años, obviamente carecieron de un lazo entre sí, además de haber tenido resultados distintos. Pero en el aspecto estrictamente fáctico exhiben un nebuloso denominador común: la sombra de un complot como telón de fondo.

Acaba de cumplirse el primer aniversario desde el momento en que, de pronto, emergió delante del rostro de CFK una mano con una pistola Bersa Thunder calibre 32 para gatillar dos veces. Pero sin fogonazos ni estruendos. Los proyectiles no habían salido del arma.

Sin embargo, todo indica que, en ese preciso instante, el acto de matar (o su tentativa) se había convertido en la etapa superior del “lawfare”.

Juntos por la Impunidad

En semejante contexto, no debe extrañar que la efeméride del asunto ocurriera cuando el expediente ya está congelado en su elevación a juicio. Y con sólo tres acusados: Fernando Sabag Montiel (el frustrado tirador), Brenda Uliarte (su apoyo en el escenario del hecho) y Nicolás Gabriel Carrizo (en calidad de participe secundario). Dicho trío bastó para que la jueza federal María Eugenia Capuchetti y el fiscal Carlos Rívolo dibujaran con trazo grueso la hipótesis de los “loquitos sueltos”, con el propósito de no incomodar a sus presuntos mandantes políticos y financieros, sobre cuyas identidades y acciones ya corrieron ríos de tinta.

Claro que el encubrimiento judicial es un negocio de riesgos calculados. Y su fortaleza depende del pacto de silencio entre sus protagonistas. Pero nada es eterno. Tanto es así que acaba de surgir un “problemita” que no mereció la debida atención de la prensa: Uliarte hará en unas semanas la ampliación de su indagatoria para señalar a un allegado a Milman por disponer la presencia de provocadores frente al domicilio de CFK durante los días previos al atentado, a cambio de seis mil pesos diarios por cabeza. Una ganga. Así supo asegurarlo su abogado, Carlos Telleldín.

¿Acaso la novia de Sabag Montiel quiere arrastrar hacia su desgracia a los ideólogos del hecho o sólo es un mensaje para alguien en particular?

¿Y qué hará al respecto la doctora Capuchetti?

Ante todo, bien vale ponerla en foco.

Esta mujer saltó a la luz pública en abril de 2019, al ser entronizada en el juzgado que dejó vacante Norberto Oyarbide. Su arribo al edificio de Comodoro Py tuvo dos padrinos de lujo: Fabián Rodríguez Simón (a) “Pepín” y Daniel Angelici. En consecuencia es un típico fruto de la “mesa judicial” del régimen PRO. Hasta entonces había encabezado la Oficina de Enlace con Organismos Oficiales del Ministerio Público de la Ciudad, donde anudó un vínculo de confianza con el entonces fiscal general Martín Ocampo, que luego sería ministro de Seguridad.

El día de su juramento hubo un hombre que aplaudía a rabiar: su papá, el comisario general Juan Carlos Capuchetti, quien –hasta 2003– había sido el jefe de la Superintendencia de Seguridad Metropolitana de la Policía Federal, donde hizo excelentes migas con un subordinado suyo: Jorge “Fino” Palacios.

Desde entonces, para ella fue como si hubiera pasado un siglo. ¿Acaso es posible creer que su voluntad de circunscribir el ataque a CFK a la acción exclusiva de tres alocados lúmpenes es una tarea sencilla? Porque, en realidad, esa es una cuestión que, sin ninguna duda, le quita el sueño. Y basta un rápido balance para comprenderlo.

De hecho, en los últimos 12 meses, Capuchetti tuvo que mantener fuera del expediente un cúmulo de circunstancias no fáciles de obviar; a saber: el borrado de los celulares pertenecientes a Milman y a sus secretarias, realizado por un especialista en un local de Patricia Bullrich; el vínculo societario -en un salón de belleza– entre Gómez Mónaco y la productora de Crónica TV, María Mroue, quien –junto a la panelista de esa señal, Delfina Wagner– supieron realizar, en el invierno de 2022, tres móviles callejeros en los cuales Uliarte y Sabag Montiel despotricaban contra los planes sociales; la cercanía de Wagner –una comunicadora de extrema derecha– con la señora Ximena de Tezanos Pinto –la vecina fascista de CFK–, quien en la actualidad la aloja en su hogar, además de haber recibido allí a dos integrantes de la “orga” Revolución Federal (Leonardo Sosa y Gastón Guerra) cuando el ataque de Sabag Montiel estaba por consumarse; la relación de su caudillejo, Jonathan Morel, con la omnipresente Wagner; la supuesta financiación de esa falange por parte de Rossana Caputo (hermana del ex ministro macrista, Luis Caputo, y prima de Nicolás, el amigo del alma de Mauricio Macri), mediante la compra fingida de muebles en gran escala para un hotel en la Patagonia.

Este tema salió a la superficie en el expediente sobre las actividades de Revolución Federal, instruido por el juez Marcelo Martínez de Giorgi, y que Capuchetti se niega a unificar con el del atentado.

El palomo enardecido

Lo cierto es que las terminales del fallido magnicidio se extenderían más allá del sector duro de Juntos por el Cambio (JxC), comandado por Bullrich, quien –dicho sea de paso– nunca repudió lo sucedido.
Porque, el 27 de agosto del año pasado, hubo un virulento episodio que involucra al ala “herbívora” de PRO, cuyo bastonero es el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta: la súbita acción represiva efectuada por la Policía de la Ciudad contra manifestantes kirchneristas en la esquina de Uruguay y Juncal, junto al domicilio de CFK.

Los mastines humanos desplegaron vallas y camiones hidrantes, además de apalear y detener gente, mientras filmaban a la multitud. Allí, entre otros, estaba el gobernador bonaerense Axel Kicillof, el ministro del Interior, Wado de Pedro, y el diputado Máximo Kirchner.

Ello ocurrió poco antes de que apareciera la vicepresidenta.

Al respecto, cabe refrescar un dato que surge de un mensaje enviado por Sabag Montiel a su novia: el ataque a CFK estaba originalmente pautado para la tarde de ese sábado, pero él decidió posponerlo, dado que lo inquietaba un camión con cámaras de C5N.

De tal vicisitud surge un interrogante: ¿acaso, a sabiendas del plan en curso, la policía larretista habría tenido la intención de facilitarlo convirtiendo aquella esquina en una “zona liberada”?

Esa represión fue dispuesta personalmente por el ministro de Seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro. Cabe destacar que el esclarecimiento de este hecho en particular sólo es una de las 37 medidas de prueba –sobre 42 solicitadas por los abogados de la querella, José Manuel Ubeira y Marcos Aldazabal– que Capuchetti y Rívolo se niegan a dar curso.

Tal vez su estrategia investigativa esté basada en el siguiente principio: el tiempo que pasa es la verdad que huye.