Dicen que no se es de ningún país, sino del país de la infancia. La novela El árbol y la vaca (Edhasa) del escritor argentino residente en Recanati, Italia, Adrián N. Bravi traslada al lector hacia ese lejano territorio donde todos vivimos alguna vez y donde se fue gestando el adulto en que nos convertimos. 

Bravi no se refiere a la infancia desde la nostalgia ni desde la idealización. La muestra más bien como el momento en la que se procesan los mandatos, las marcas y las desdichas familiares desde la imaginación. El personaje y narrador de esta historia es Adamo, un chico que asiste al naufragio de la relación de sus padres y que encuentra refugio en la copa de un árbol de la plaza en la que juega, un tejo, cuyo fruto es venenoso y que está relacionado a la vez con la muerte y con la inmortalidad. La fantasía, que por momentos se vuelve alucinación, es su gran compañera, la que lo ayuda a elaborar su drama personal. Gracias a ella puede ver lo que nadie ve: una vaca blanca que pasea su presencia fantasmal sin ser percibida por los demás. 

El autor dice que luego de 30 años en Italia, su castellano ha comenzado a “palidecer”. Por eso, escribe en la lengua del país en que vive. Afortunadamente la novela aparecida en la Argentina tiene una excelente traducción de Luciano Padilla López que permite disfrutar en español de un relato que  utiliza un sutil lenguaje poético para devolverle al lector el perdido y misterioso territorio de la niñez.

-¿Cómo surgió esta novela? ¿El personaje del narrador-protagonista fue lo que nació primero?
-El libro tuvo un origen extraño, digamos que nació de una alucinación. Resulta que a mi hijo, cuando tenía aproximadamente la edad de Adamo, el protagonista, unos diez años, lo operaron; fue una operación sencilla, aunque le dieron anestesia total. Se lo llevaron a la sala de operaciones sobre una camilla y cuando regresó estaba medio abombado, se reía solo y contaba cosas raras. Entre éstas me dijo que en la sala de operaciones había visto una vaca blanca que iba de un lado a otro. Pensé que podía haber sido una enfermera, una suerte de Ursula hernandiana, o un médico, vaya uno a saber. Desde esa imagen alucinatoria surgió la historia. Además, siempre mi hijo, en aquel entonces, se trepaba al árbol en cuestión, el que está en el libro, y se quedaba ahí arriba a dar vueltas, saltando de una rama a otra. Empecé a estudiar el árbol, que es un tejo, y todo lo que los antiguos pensaban sobre él, las leyendas y la concepción que se habían hecho. Uniendo todas estas cosas, más los conflictos familiares de amigos y míos también, nació la historia.

-Aunque las escrituras no se parecen en nada, no pude evitar pensar en El barón rampante de Italo Calvino en el que el árbol es un bastión de la rebeldía contra la familia de Cosme Piovasco de Rondó. ¿Lo tuviste en cuenta a la hora de escribir?
-La primera novela que leí en italiano fue justamente El barón rampante, pero la tuve que interrumpir después de algunas páginas porque me resultaba difícil la lectura de ese italiano arcaico, coloquial y lleno de términos científicos (es notable el rigor estilístico de Calvino). Hacía poco tiempo que estaba en Italia y aún no conocía bien el idioma. Retomé la novela más tarde, cuando ya podía leer bien, sin recurrir al diccionario y me resultó sorprendente. Claro, mientras escribía El árbol y la vaca, en particular cuando Adamo habla con los chicos que encuentra en el jardín y lo incitan a bajar del árbol, no podía dejar de pensar en Cosme y en sus conversaciones con quien estaba abajo del árbol.

-En tu novela hay una mirada muy sutil sobre la infancia que está lejos de la idealización que suele haber sobre esa etapa de la vida. Planteás la infancia como un momento de fantasía liberadora pero también de sufrimiento. ¿Cuál es tu concepción de la niñez más allá de la que se evidencia en tu novela?
-Creo que en el mundo infantil la fantasía no pueda desligarse de los sufrimientos que te depara la vida, en este caso se trata de la separación de los padres y de todos los conflictos que acarrea eso. La fantasía declina nuestros humores y todo eso que nos bulle dentro. De todos modos, Adamo invierte los planos, es decir, lo que no encuentra en la realidad, esa seguridad afectiva que todos buscamos, lo encuentra en la ficción, arriba del árbol, en esa vaca que ve cuando se le aparece en el jardín, después de haber ingerido las bayas del tejo. La vaca, por un lado, le da la protección que los padres, concentrados en sí mismos, no logran darle, y por otro, le abre el mundo de la fantasía. Yo traté de ver esta historia mediante los ojos de un chico que todavía no se ha creado esos instrumentos con los cuales nosotros, los adultos, interpretamos y juzgamos las cosas. El mundo de Adamo está abierto a todas las posibilidades como una tabula rasa.

-¿Cómo fue tu propia infancia?
-Tuve una infancia tranquila, una típica infancia de barrio, con pocos libros y muchas andanzas. Nací en los bajos de San Fernando y viví allí, junto al río. Cuando tenía unos cuatro o cinco años nos mudamos con mi familia debido a las crecidas del río (el agua entraba como una intrusa dentro de la casa) y nos fuimos a vivir a Santos Lugares, a la vuelta de la casa de Ernesto Sabato. Me acuerdo que con mis amigos jugábamos a la escondida en el jardín de su casa. Y luego, cuando tenía doce años nos volvimos a mudar, esta vez a San Miguel. En Santos Lugares, el lugar de mi infancia, pasé muchas tardes a jugar detrás de las vías donde había (quizá esté aún) una especie de cementerio de vagones abandonados. Tenía su encanto ese lugar. También me gustaba entrar en las casas abandonadas del barrio.

-Tampoco hay una idealización respecto de la madre. Vos la concebiste como una persona capaz de odiar y con poca capacidad de ponerse en el lugar del otro. ¿De qué forma nació ese personaje?
-El personaje de la madre, una mujer insufrible por ciertos aspectos, nació como antagonista a la figura del padre. No sé, necesitaba jugar con dos personajes discrepantes. Cada uno de los cuales impone su mundo al propio hijo. El padre vive concentrado en esa historia de la ornitología que está escribiendo y la madre en renovar su vida, bailar salsa, salir a tomar aperitivos y retomar sus años primaverales, dejando de lado el peso de la vida conyugal. Suelen pasar estas cosas. En cierta medida cierto me aficioné a este personaje femenino.

-¿Cuál crees que es la importancia de la fantasía? Adamo, por ejemplo, ve una vaca que nadie más ve. ¿En la adultez es la literatura el territorio donde se pueden encontrar las vacas imaginarias que nos ayuden a sobrellevar la realidad?
-Sí, me parece muy pertinente tu idea de pensar la literatura como el territorio donde se pueden encontrar las vacas imaginarias. Y para que se encuentren esas vacas imaginarias se necesita algo de ingenuidad o de idiotez, un desconocimiento de los límites que se interponen entre el mundo imaginario y el mundo real. Cuando estos dos mundos quedan separados y decimos “esto pertenece a la realidad, esto otro a la fantasía”, vemos sólo vacas descoloridas, cuando en cambio no sabemos distinguirlos y confundimos los dos planos, entonces sí, se nos aparece la vaca de Adamo, hermosa, materna y muy luciente. El jardín de lo imaginario contiene todas nuestras fantasías.

-En tu libro, cerca del final, mencionás una vez a John Keats. No me pareció casual porque Keats murió a los 26 años y en tu novela está muy presente la sombra de la muerte desde el árbol mismo que es a la vez veneno y refugio. ¿Es un poeta que frecuentás? ¿Cuál es el efecto que ejerce sobre vos?
-A Keats lo leí en el mismo período, si no recuerdo mal, en que descubrí a Giacomo Leopardi. Dos poetas contemporáneos entre sí que tenían muchos puntos en común, incluso el tema de la precariedad física. Claro, uno llega a Keats también a traves del ensayo de Borges, que está en “Otras inquisiciones”, o a través de Cortázar (este último aparece más tarde en mis lecturas). Keats tenía una relación extraña con el tejo. Cuando releí ese verso que dice “No hagas tu rosario con los frutos del tejo” decidí incluirlo en el libro. En otro poema pide que las ramas del tejo se transformen en su refugio. Keats sabía que es un árbol asociado a la muerte, sin embargo pide que sea ése y no otro el que lo proteja.

-¿Por qué siendo argentino vivis en Italia?
-Yo me fui de la Argentina en el 1987. Mi intención principal era continuar los estudios de Filosofía que había comenzado en Buenos Aires, y así fue que terminé por licenciarme en Italia, en la Universidad de Macerata, donde ahora trabajo como bibliotecario. Fue una decisión medio espontánea que tenía que ver con las ganas de viajar y de conocer cosas nuevas. Aún hoy me pregunto de dónde saqué el coraje para dejar todo, casa, familia, amigos, e irme a vivir a otro país, sin ningún tipo de certeza.

– ¿Cómo te formaste como escritor?
-No sé bien, cuando de joven comencé a leer a Borges, traté de seguir sus lecturas, De Quincey, Hawthorne, etc. Lo mismo me pasó con Cortázar. Era bastante bulímico en aquel entonces. Después empecé a estudiar Filosofía. En  1989 tuve la suerte de encontrar, aquí en la Universidad de Macerata, a Giorgio Agamben y de estudiar con él, también al spinozista Filippo Mignini, con quien me licencié. Terminados mis estudios académicos empecé a leer casi exclusivamente literatura y a escribir una novela en castellano que salió en 1999, cuando ya vivía en Italia desde hacía unos doce años. Por lo tanto, desde que llegué a Italia, por mucho tiempo seguí escribiendo y leyendo narrativa en castellano. El castellano era ese caparazón que me contenía, donde podía encontrar a mis Arlt, a mis Fogwill, a mis Arturo Carrera. En  2002 más o menos empecé a escribir una novelita en italiano, Restituiscimi il cappotto (2004), que fue el primer libro que saqué en Italia, en esta lengua adquirida con la cual ya llevo publicados unos ocho libros, porque hoy escribo casi exclusivamente en italiano, que es el idioma de mi cotidianidad.

– ¿Qué te gustaba leer de chico y qué te gusta leer hoy?
-De chico, te confieso, leía poco. Como te decía antes, en casa había pocos libros, pero a Stevenson, London, Dickens llegué a leerlos. Hoy, de los contemporáneos italianos, me gusta leer a Ermanno Cavazzoni, Gianni Celati y Claudio Magris, para citar sólo tres. De los contemporáneos argentinos, en cambio, me gusta leer las novelas de César Aira, los ensayos de Ricardo Piglia y todo Juan José Saer.

– Recanati, donde se desarrolla tu novela, es el lugar donde vivió el poeta Giacomo Leopardi. ¿El haber elegido ese espacio como escenario de la novela es un homenaje a él, es el lugar en que vivís o hay otra razón para que lo hayas elegido?
-Vivo en Recanati desde que llegué a Italia. No elegí esta ciudad por Leopardi, si bien me gusta mucho vivir cerca de su casa y sentirme cerca de los lugares de su infancia. Me quedé en Recanati porque mi padre era de aquí y cuando vine por primera vez me gustó y se me presentaron todas las condiciones para que pudiese estudiar en este lugar. Con el pasar del tiempo me fui quedando. Soy un tipo bastante perezoso y pienso que si me hubiese ocurrido lo mismo en un pueblo de la Mongolia ahora estaría allí en Mongolia escribiendo en mongol o no sé en qué lengua.

-La frase de Wilcock que citás al principio de la novela dice: «De cuando en cuando se asoma un vidente que explica a los demás que nada es cierto». ¿La realidad comparte para vos el carácter ficcional de la literatura?
-El verso de Wilcock pertenece a una poesía donde se dice que la sociedad te enseña todo lo que te tiene que gustar y todo lo que tenés que hacer y saber, pero «De cuando en cuando se asoma un vidente que explica a los demás que nada es cierto». Es decir, toda esa realidad que nos hemos construido viene desmoronada por las palabras del vidente (o quizá del poeta), pero cuando el vidente o poeta se va, dice después Wilcock, la misma sociedad comienza a falsear lo que dijo, es decir que se va creando una ficción sobre la ficción, y así se construye la realidad (una suma de ficciones o una cáscara vacía donde metemos todos nuestros problemas y ambiciones). La literatura, lo decíamos antes, es el territorio donde se pueden entrelazar estas ficciones, el lugar privilegiado donde podemos encontrar las vacas imaginarias que se nos cruzan por el camino, blancas, negras, coloridas o descoloridas. Y la realidad, este simulacro de lo real, para que pueda mostrarse a sí misma debe transformarse en ficción. ¿No?