Mientras leo La joven promesa, la nueva novela del argentino Agustín Alzari, publicada por editorial Bajo La Luna, en un sector de mi casa se desarrolla una pequeña obra que altera la dinámica de la rutina doméstica. Durante dos semanas, obreros de distintos oficios aportaron sus conocimientos prácticos y específicos con el objetivo de modificar la geometría y la estética del espacio. Cada uno hace su parte, pero es Sonia, la arquitecta, la que dirige y ordena ese breve escuadrón de trabajadores. Es ella la que tiene en su cabeza la imagen del trabajo terminado y la única capaz de guiarlos hacia la concreción material de lo que hasta ahora solo existió en el plano de las ideas.  

El protagonista de la novela de Alzari también es arquitecto, una eminencia europea que durante los primeros años de la posguerra es contratado por el gobierno de Perón para diseñar y construir en secreto un barrio para científicos nucleares, en algún lugar de la Argentina que el carácter confidencial del proyecto no permite revelar.

Por supuesto que el trabajo de Sonia -la reforma de un baño y un patiecito- no tiene nada que ver con aquel que debe abordar Severo Colautti, el personaje del libro, de escala monumental y trascendente. Sin embargo el espíritu con el que ambos encaran su labor parece el mismo: como un director de orquesta, los dos permanecen atentos a cada detalle, indicando, corrigiendo y guiando la acción de albañiles, electricistas y carpinteros con el fin de que la teoría encaje en la práctica.

Que la presencia de ella en la casa coincidiera con la lectura de la novela de Alzari resultó una coincidencia tan inesperada como oportuna y ayudó a que la experiencia se volviera aún más inmersiva. A comprender el alcance y la naturaleza de la particular obsesión de Colautti por generar distintos diálogos: entre la obra y el entorno, entre un edificio y sus habitantes, entre la arquitectura y la identidad de un pueblo o una época.

El viaje de un arquitecto

Pero la historia que cuenta Alzari en La joven promesa comienza mucho antes, en el transatlántico que transporta al protagonista desde Europa a Buenos Aires, un espacio que no tiene nada de azaroso. Lejos de limitarse a cumplir el mero rol de escenario en el que transcurren los primeros dos tercios de la novela, la nave será la matriz en la que Colautti concebirá y dará forma a su revolucionario proyecto.

Encerrado en su camarote, escapando del acoso del capitán, quien pretende contratarlo para que le diseñe una casa sobre un acantilado a orillas del Mediterráneo, el arquitecto convertirá una serie de bocetos fantasmales en un dibujo concreto, primera versión física de aquel encargo que lo lleva por primera vez a América.

Agustín Alzari escritor de un libro sobre un arquitecto
Agustín Alzari

Además, el viaje en barco funciona en el nivel de las alegorías. Porque Alzari también construye su novela como una travesía, una en la que una serie de personajes juegan el papel de las distintas escalas que el protagonista realizará en su camino hacia su destino final. Hay algo de homérico en esa forma elegida por el autor, en el modo en que utiliza el trayecto para enhebrar historias en apariencia inconexas, pero que establecen soterrados diálogos con las distintas emociones y experiencias que Colautti irá atravesando en su propio viaje personal.

En especial porque el joven arquitecto también anhela que su incursión en América se convierta para él en una aventura, en su Odisea personal. Con generosidad, Alzari consigue a través de su prosa que el deseo de su personaje se vaya concretando, aunque quizás no de la forma en que este último lo imaginaba.

Dividida en dos partes que coinciden con las etapas del viaje del arquitecto, la del barco y la de su estancia en Argentina, La joven promesa también tiene, a pesar de las diferencias de escala, algo de Moby Dick. No solo porque buena parte de su relato transcurre en altamar, o porque la obsesión de Colautti puede verse como un reflejo deforme de aquella otra, la del capitán Ahab.

Alzari navega por el universo de la arquitectura, a su manera y de forma más modesta, como antes lo hizo Melville por el de la caza de ballenas. No importa, da lo mismo si se trata de un baño o de un barrio entero para científicos nucleares: en su novela el desafío de traducir una idea a la materia no parece muy distinto ni menos febril que el de perseguir un cachalote blanco por los mares del sur.