Creo que una de las últimas cinco o seis fechas argentinas completamente felices fue cuando en marzo de 2013 supimos que un compatriota había sido elegido Papa. Quién esto firma, judío no observante y ateo de corazón, participó de esa alegría. En lo personal la satisfacción fue completa al comprobar su modo de ser y habitar esta tierra. Este Jorge Mario Bergoglio sometido a obligaciones extraordinarias no se hacía el campechano, el descontracturado ante los medios, el inclusivo: era así. Esa manera de sentir el mundo de este tiempo y a sus habitantes lo mostró defensor de la justicia social, condición a la que el actual presidente de la Nación calificó como aberración.

Eso sin olvidar nunca el mate, el dulce de leche y a su querido San Lorenzo de Almagro.

Gastó zapatos caminando las veredas de su Flores natal. Tenía barrio, tablón del viejo Gasómetro, tenía calle (las de su origen, Varela, Membrillar, Rivadavia al 6900, la dirección de la Basílica) y específicamente yeca. Una formación que le aportó la humildad para acercarse a los que menos tienen y más sufren y la sabiduría necesaria para respetar y aceptar las elecciones de los demás.

Para la mejor historia del Vaticano quedarán sus comportamientos y reflexiones oficiales, sus exhortaciones apostólicas y su estilo para condenar lo que consideraba la «cultura del descarte» y para acercarse a enfermos terminales, ancianos, niños, pobres, todos.

Pero habrá otras maneras de consideración histórica. Su manera de mirar, de mover las manos, de abrazar y, en especial, las palabras que eligió para ajustar cuentas con distintas cuestiones. Cuando decía «primerear» en lugar de adelantarse; cuando como un modo de no quedarse mirando con los brazos cruzados pedía a los fieles no «balconear» o cuando para exponer un límite a la maledicencia apelaba al «sacar el cuero», lo que estaba haciendo era, como dijo un estudioso de los comportamientos vaticanos «reescribir las reglas del latín, del español y del italiano».

También dejó pensando a sus comentaristas con expresiones que conocía desde que era chico o adolescente. Qué dolor de cabeza les generó llegar a entender vocablos como «Tener cara de vinagre», «Salir de la cueva», «Cuidarse de los mercachifles», «Empacharse», «Rosquear» o «Pasarse de rosca». También se valió de metáforas futboleras: «Recen por mí para que pueda jugar un partido honrado»; «Sean campeones en el deporte, pero sobre todo en la vida» o «Si cada uno enciende su luz el estadio se ilumina».

Hasta el prestigioso diario Ossevatore Romano se hizo eco del tema y calificó como bergoglismos a unos neologismos papales que Francisco utilizó en sus homilías como un modo de «dar a conocer a Cristo en todos los ámbitos».

En México, bendiciendo a niños enfermos de cáncer, acuñó el término «Cariñoterapia, tan importante como un medicamento». En distintos países, en Jornadas Mundiales de la Juventud reiteró una frase que según algunos lo convirtió en rockstar: «Hagan lío» (cuyo significado profundo era: «Lío en las diócesis; lío para que la iglesia salga a la calle, lío para que dejemos de estar encerrados. Lío porque si no salen la Iglesia se convierte en una ONG»). El bergoglismo más conocido fue uno que utilizó como verbo («Misericordear») y más provocativamente aún como gerundio: «Misericordeando».

También se recordará a Francisco por estas licencias idiomáticas. Cada vez que las utilizó el Sumo Pontífice que era bajó a la tierra y fue Francisco, «Fran», «Paco» o «Pancho», preguntando «¿cuál es la parte que no entendieron?» e interpretando la situación de un mundo agrietado entre unos pocos ganadores y miles de millones de perdedores. «