En la primera página hay tres epígrafes. “Soy un monumento”, dice el nazi Walther Rauff. “Soy un ángel”, espeta el dictador Augusto Pinochet. El tercer acápite pertenece al filósofo Jean Bodin: “Nada ha engendrado mayores problemas que la libertad que se concede a los malvados para delinquir con total impunidad”. Están tatuados como advertencia en la génesis del nuevo libro de Philippe Sands.

Un tirano sudamericano y un genocida alemán; dos verdugos hermanados por la impunidad. Ese es el tema que atraviesa, como un rayo que no cesa, a esta obra maestra del maestro inglés de la no ficción. Se titula Calle Londres 38, la dirección del centro clandestino de detención, tortura y exterminio que funcionó en Santiago de Chile durante los primeros años de la dictadura pinochetista. El espacio donde convergen vida y masacres del oficial de la SS y el tirano trasandino. Sands dedica 577 páginas a echar luz sobre otro capítulo oscuro, diría Roberto Bolaño, de La literatura nazi en América.

Cómo a los nazis les va a pasar: crónicas de Philippe Sands contra la impunidad

A donde vayan los iremos a buscar

Philippe Sand leyó por primera vez el nombre del nazi Walther Rauff en sus tiempos mozos de estudiante de Derecho. Fue en un libro de Bruce Chatwin, En la Patagonia, según Bolaño, obra emblema del realismo mágico sudamericano. Escribe Chatwin y cita Sands: “Va en coche a una planta industrial que huele a mar. Por todas partes lo rodean cangrejos de color escarlata que se arrastran, y después son hervidos. Oye cómo se quiebran los caparazones y se rompen las pinzas. Es un hombre eficiente, con alguna experiencia anterior en la línea de producción. ¿Recuerda aquel otro olor a quemado? ¿Y aquel otro sonido de voces que cantan por lo bajo? Se atribuye a Herman (Walther) Rauff la invención y aplicación del horno de gas móvil”.

Muchos años después, mientras investigaba para su libro Ruta de escape, Sands encontró una carta de tres páginas firmada por Rauff, carnicero de la SS, cerebro de los furgones usados para gasear decenas de miles de judíos y prófugo de la justicia. En la misiva enviada desde Damasco, Siria, le recomendaba a otro dirigente hitleriano que dejara en el olvido las “glorias” del nazismo y escapara a Sudamérica. Rauff había utilizado esa ruta de escape y terminó en el fin del mundo, primero en Ecuador y luego en el extremo sur de Chile, en Punta Arenas, donde por años comandó una empresa pesquera que envasaba carne de cangrejos. En el exilio conoció de primera mano a Pinochet en Quito y más tarde asesoró a la DINA -la policía secreta del régimen- en técnicas del exterminio y la construcción de campos de concentración (“espejos de Auschwitz), tras el golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende. La historia del nazi en la Patagonia, sus vínculos con el poder y un fallido intento de extradición es una de las líneas de fuga que narra Sands en su obra.

En paralelo, el libro se engorda con otro trunco proceso judicial de extradición: la detención del dictador Pinochet en Londres a finales de los años noventa. Sands conoce el paño de primera mano: especialista en Derecho Internacional, tuvo la oportunidad de participar en el proceso, uno de los casos penales internacional más importantes desde los juicios de Núremberg. Pinochet estuvo detenido más de 500 días en Londres. Sus abogados no lograron hacer valer su inmunidad, pero gracias a una maquinación política entre los gobiernos del Reino Unido y Chile, el dictador, aparentemente decrépito, evitó la extradición a España alegando incapacidad médica. Nunca fue juzgado por sus crímenes. Su salud se recuperó en cuanto aterrizó en el país trasandino. Murió impune en su casa en 2006.

Cómo a los nazis les va a pasar: crónicas de Philippe Sands contra la impunidad

Thriller, librazo de Historia, tratado sobre Derecho Internacional, crónica de viaje. Calle Londres 38 es un libro transgénero, obra monumental de Sands. Patchwork hecho con retazos de masacres, de genocidios, de exterminios. Desde las perpetradas por los alemanes y sus socios en los campos de exterminio en Europa y África hasta las de militantes y obreros chilenos que eran arrojados al mar, sin olvidar a las comunidades selknam arrasadas en la Patagonia a finales del siglo XIX. Las atrocidades del pasado que llegan como sombras del presente. Pero también, y sobre todo, el libro de Sands es una lúcida reflexión sobre la impunidad y los procesos de memoria, verdad y justicia. Nunca más.

Cómo a los nazis les va a pasar: crónicas de Philippe Sands contra la impunidad

De Chile a Inglaterra: así comienza el libro de Sands

Santiago, agosto de 1974

Una camioneta refrigerada Chevrolet avanzaba a trompicones por la Alameda, la avenida que conecta el Palacio de la Moneda con la universidad. Cerca de la antigua iglesia de San Francisco giró a la derecha para entrar en el barrio París-Londres, construido en torno a la intersección de las dos calles de las que toma su nombre, la calle Londres y la calle París. El barrio, antaño el jardín de una antigua ermita, fue hogar de poetas, escritores y artistas.
La camioneta avanzó sobre los adoquines antes de detenerse frente a un edificio bajo de piedra gris, el número 38. Denominada simplemente Londres, de haber estado en otro sitio la calle podría muy bien haberse llamado Londonstrasse, o Rue de Londres, o London Street.
Unos hombres vestidos de paisano abrieron las puertas traseras del vehículo, y a continuación un grupo de hombres y mujeres con los ojos vendados salieron dando tumbos y entraron en el número 38. Uno de ellos era un estudiante de Historia de veinte años, detenido por subversión. No sabía muy bien dónde se encontraba, pero por un resquicio de la venda pudo vislumbrar las baldosas blancas y negras del suelo que señalaban la entrada, como un tablero de ajedrez. Era la sede del Partido Socialista.
Le hicieron subir unos escalones de piedra y le condujeron al interior del edificio; luego le separaron de sus compañeros y le llevaron a una sala lateral, donde le ordenaron que se sentara. Otra persona, una mujer, se sentó a su lado.
«Soy León.»
«Yo, Hedy», respondió la mujer.
Aguardaron. Al cabo de un rato le escoltaron hasta una escalera que subía por la parte trasera del edificio, hasta el primer piso. En otro cuarto, un guardia le ordenó que se quitara la ropa. Una vez desnudo, le hicieron tenderse de espaldas sobre el somier de un viejo catre, metálico y frío. A continuación le ataron las muñecas y los tobillos al somier. Quedó despatarrado, como un cerdo en un espetón.
Oyó hablar en susurros, y se preguntó si alguna de aquellas voces tenía acento alemán. Mientras estaba tendido, distinguió la forma de una vieja máquina de escribir, elegante y esbelta. Oyó más voces, y percibió un perfume barato y familiar. Los sonidos se acercaron; el olor se hizo más intenso. Era Flaño, un aroma que llegaría a inducirle miedo y ansiedad.

Más tarde, estando de nuevo en la habitación de la planta baja, trajeron a un joven y lo dejaron tirado en el suelo. Alfonso, susurró alguien, un estudiante de Filosofía, en un pésimo estado. Poco después le trajeron a una joven, otra detenida. Los dos intercambiaron unas palabras antes de que sacaran al estudiante de Filosofía del edificio, lo metieran en la parte trasera de una camioneta refrigerada y se lo llevaran.
Nunca se le volvió a ver.

Londres, octubre de 1998

Veinticuatro años después.
Cuatro policías se reunieron frente a la habitación 801, en la octava planta de una clínica médica situada en una calle del centro de Londres. Había una intérprete presente, y eran las últimas horas de la tarde de un viernes. Entraron en la habitación, donde un hombre de ochenta y dos años yacía en la cama, recuperándose de una operación de espalda. Era Augusto Pinochet.
La intérprete, una señora con el pelo cardado, le informó en español de que estaba detenido y le leyó sus derechos. «Ha sido usted acusado de asesinato», le dijo, «por un juez español que desea extraditarle a Madrid para ser juzgado por un genocidio que usted perpetró en Chile, por torturar a personas y hacerlas desaparecer.»
Tres semanas más tarde, en París, me reuní con mi esposa ante las grandes puertas de madera que señalaban la entrada al cementerio de Pantin, en las afueras de la ciudad. Allí estaba enterrado mi abuelo. Nos abrazamos. «Acabo de recibir una propuesta de los abogados de Augusto Pinochet», le dije. «Les gustaría que argumentara que, debido a su inmunidad, los tribunales ingleses carecen de jurisdicción, y que, por lo tanto, no podría ser extraditado a España, ni por genocidio ni por ningún otro delito.»
«¿Lo harás?», me preguntó ella con voz firme. Yo le recordé lo que en el derecho anglosajón se conoce como el «principio de la parada de taxis», la norma que obliga a los abogados a actuar como los taxistas, que tienen que llevar al pasajero que les toca en función del lugar que ocupan en la fila, sin rechazar a nadie por motivos políticos o de personalidad.
«¿Lo harás?», volvió a preguntarme.
Ya conoces la norma, así que sí, esa era mi intención.
«Bien», dijo en un tono irritado y dulce a la vez, «pero si lo haces, me divorciaré de ti.»