“Toda la planificación urbana parte de un conjunto de presupuestos acerca del habitante urbano ‘típico’: sus viajes diarios, sus planes, sus necesidades, sus deseos y sus valores. Qué sorpresa: ese ciudadano es varón, marido, padre y sostén de familia; no tiene discapacidades; es heterosexual, blanco y cisgénero”, sentencia Leslie Kern, en su libro Ciudad feminista.
La gestión del espacio público y del hábitat en un mundo diseñado por y para los hombres blancos, dificulta la vida de mujeres y cuidadoras. Ellas concentran el trabajo de cuidados no remunerados y, si forman parte del mercado formal, lo hacen en peores condiciones: según una investigación de Fundar, en 2022, la tasa de informalidad asalariada fue 41,5% para las mujeres, 4 puntos porcentuales por encima de la tasa entre los varones (37,6%), una brecha que se mantuvo estable en los últimos cinco años.
Si a esta situación le sumamos la informalidad y precariedad habitacional, como es el caso de quienes viven y cuidan en barrios populares, el panorama se agrava. Para ellas no existen las trazas urbanas lineales del tipo “del trabajo a la casa y de la casa al trabajo”. Sus trayectos son más poligonales e irregulares.
Ellas hacen doble jornada laboral y tienen varios trabajos remunerados a la vez: según un informe del Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad de 2023, del total de mujeres ocupadas, el 11,7% recurre al pluriempleo, mientras que sólo el 6,2% de los varones necesita hacerlo. Sus trazas urbanas dispersas van de la casa a la escuela, de la escuela a los trabajos, a la escuela de nuevo, de ahí al comedor o al centro de salud o el polideportivo; de vuelta al barrio, a feriar, a hacer las compras y, recién ahí, volver a casa. Pero una vez en casa la jornada continúa: cocinar y calentar agua para el aseo —generalmente sin gas natural— bañar a los chicos y ayudar con la tarea de la escuela, a veces sin luz o con conexiones precarias, acarrear agua para tomar y cocinar desde alguna canilla distante, ubicada dentro o fuera del barrio.
Eliana es vecina del barrio popular 12 de septiembre, ubicado en la periferia de la ciudad de Córdoba, a 15 km del centro. Se sumó como constructora en las cuadrillas de integración socio urbana y también coordinó las obras realizadas en su barrio. En la 12, como le llaman sus vecinos, viven 495 familias cordobesas, según datos del Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP).
La 12 es uno de los 177 barrios populares de Córdoba capital. En esa provincia, entre 2021 y 2023, a través del Fondo de Integración Socio Urbana (el renombrado FISU) se hicieron obras para brindar conexiones seguras a luz, agua y cloacas. Además, se ejecutaron obras generales para el desarrollo de calles, veredas, equipamiento comunitario e infraestructura de cuidado en diferentes barrios como jardines, salas de salud, escuelas, maternales y comedores. Esa infraestructura es fundamental para acompañar a las vecinas, principales cuidadoras y sostenes de la comunidad en barrios populares. Muchas de esas obras, que superan el 60% de ejecución, hoy están paralizadas y, como resultado, muchos puestos de trabajo se cayeron.
“Yo empecé en una cuadrilla de mejoramiento de vivienda. Ahí aprendí a preparar mezcla, levantar una pared, hacer fino y también me capacité en el desarrollo de instalaciones eléctricas”, dice Eliana, nacida y criada en Córdoba capital, madre de dos hijas.

En el barrio Nueva Esperanza, colgada con un guinche del techo de un edificio de cuatro pisos, a sus 34 años Eliana aprendió a colocar cerámica y machimbre. Al principio le daba miedo, pero su compañero le dijo “lo hacés o lo hacés”. Cuando se retomen las obras, el edificio va a ser un jardín, con comedor y salón de leche, además de espacio para mujeres que sufren violencias y jóvenes que quieran aprender oficios.
A ella, la incorporación a las cuadrillas mixtas de construcción le permitió compatibilizar la extensa carga de tareas de cuidado que soporta diariamente con trabajo remunerado en el barrio. Las cuadrillas de integración socio urbana son cuerpos de entre 3 y 8 trabajadores de la economía popular, en su mayoría vecinos del barrio, encargadxs de ejecutar total o parcialmente las obras.
La composición de las cuadrillas varía según el tipo de obra: las conexiones a servicios intra-lote suelen contar con dos oficiales y un ayudante, bajo asesoría de un/a electricista matriculado/a; el equipamiento comunitario y la infraestructura urbana, contemplan alrededor de ocho trabajadorxs, dependiendo de la etapa de la obra, y un oficial especializado que encabeza la tarea-.
Antes de sumarse a la construcción, Eli trabajaba en una empresa de limpieza de jardines maternales. Después de atravesar la capital para ir al trabajo, cuando volvía, la jornada continuaba. Las lógicas de la empleabilidad no están hechas para las vecinas que trabajan dentro y fuera del barrio: “Si faltabas porque tu hijo se enfermaba, porque una es madre, te descontaban el día, finalmente no te alcanzaba el sueldo”, sostiene Eliana.
En 2024, las mujeres representaban sólo el 4,5% contra el 95,5% de varones en el sector de la construcción.Dentro del sector, ellas se concentran en tareas como dirección de obra, pañoleras, electricistas, oficiales de pintura, ayudantes de albañilería, etc. (Informe del Centro de Economía Política Argentina, realizado en base a datos de la EPH-INDEC)
La realidad es que las mujeres de barrios populares, a diferencia de sus pares de la ‘ciudad formal’, no tienen la posibilidad de tercerizar el cuidado y, además, trabajan a varios kilómetros de sus residencias, ubicadas en la periferia, por lo que “las escapaditas” para buscar a los nenes, no son una posibilidad. Entonces, es común que los cuidados se sostengan “haciendo malabares”, a través de redes inter-barriales no remuneradas y rotativas, soportadas (spoiler alert) por otras mujeres o cuidadoras. Tener la posibilidad de trabajar en las cuadrillas de integración socio urbana, en la ejecución de obras para brindar servicios como luz, agua, cloaca a sus propios vecinos, aprendiendo oficios y mejorando la infraestructura en el barrio y para el barrio facilitó muchísimo las cosas para Eliana y otras vecinas.
En las topografías actuales, las desigualdades territoriales y la segmentación urbana se ven agravadas por la densificación poblacional en grandes ciudades. Según el Banco Mundial, 7 de cada 10 personas en el mundo vivirán en ciudades hacia 2050. Argentina, ya concentra el 92% de su población en aglomerados urbanos y se estima que, para 2030, esta cifra llegará al 94%. La cuestión es que si no se planifica, no habrá ciudad para todos y todas, y el problema crece más rápido que las soluciones.
“Estamos ante una nueva geografía urbana, más agudizada en estos tiempos de globalización y neoliberalismo, de expulsiones, ya sea por el litio en el norte, las commodities o bienes primarios, o expulsados de los bienes urbanos o comunes. Alejada del centro, existe una población que se instala en los bordes urbanos o en los bordes internos de las ciudades”, explica la arquitecta y activista en Derechos Humanos, Ana Falú a LATFEM. El principal problema de la inequidad urbana parece ser el acceso a la tierra. “Quien controla el mercado del suelo controla el proceso de reproducción y producción de la ciudad”, agrega.

La población argentina ha venido dándose diferentes estrategias de ocupación del suelo para tener un techo, realidad que el trabajo, el Estado y el mercado dejaron de garantizar hace rato. Así, bajo la “lógica de la necesidad vital de habitar”, como sostiene el economista brasileño especializado en economía urbana, Pedro Abramo, las familias desplazadas de la trama urbana, se las arreglan para encontrar lugares en los márgenes de las ciudades, asentándose en terrenos donde auto-construyen sus casas. La realidad de estas familias no fue puesta en evidencia sino hasta 2016, cuando la creación del Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP) convirtió esa mancha incómoda que eran las‘villas’ en una cartografía concreta de parcelas, viviendas, familias, potreros, historias, sueños y necesidades. “El RENABAP viene a interpelar viejas epistemes. Lo más valioso es que logró un registro oficial e incorporó la denominación de barrio popular, frente a las categorías con fuerte carga estigmatizadora como ´villas´”, afirma Falú.
En los barrios populares, se supo entonces, la mayoría de las personas no accedían a servicios básicos -agua, luz, gas, cloacas-. Se trata de ciudades desacopladas de la trama formal, ciudades sin techo o “techos sin ciudad” en las que las mujeres sufren más la informalidad que sus pares varones. El RENABAP puso de relieve que las vecinas son el 69% de las jefas de hogar en esos territorios, trabajan de manera remunerada, para sostener los gastos del conjunto y de manera no remunerada, como responsables del grupo familiar y de “los núcleos familiares ocultos, ya que ellas no necesitan ser madres para tener dependientes a cargo”, dice Falú. La sobrecarga se profundiza con la agudización de la segregación urbana y el descarte económico.
Luego de sancionada la Ley de integración socio urbana (Ley 27.453), a medida que avanzaba la ejecución de obras en diferentes barrios de Córdoba Capital, se comenzaron a conformar las cuadrillas mixtas de constructoras. Esto abrió nuevas posibilidades de oficios y trabajo para las vecinas, que se incorporaron a través de cooperativas al sector de la obra pública con la motivación adicional de trabajar para transformar sus propios barrios. El artículo 12 de la Ley establece que un 25% de las obras tienen que ser ejecutadas por cooperativas con trabajo territorial. Falú, cofundadora de la Red Mujer y Hábitat de América Latina y el Caribe, de CISCSA Ciudades Feministas, destaca que este es uno de los elementos más importantes del proceso de integración socio urbana: la incorporación de los vecinos en la ejecución de las obras se realizó mediante la adjudicación directa a las cooperativas con trabajo territorial preexistente en el lugar o compuestas por los propios vecinos y vecinas.

“Al observar la participación vecinal en las obras, según el nivel de gobierno que ejecuta los proyectos, la respuesta varía. En el 34% de los proyectos en el total de barrios que interviene la Nación, a través de la Secretaría de Integración Socio-urbana, en conjunto con las organizaciones sociales, participan vecinos y cooperativas de construcción que habitan los barrios. La participación es alta”, sostiene. Y luego agrega: “La ley de integración socio urbana lo que trae como central y decisivo es la incorporación de las organizaciones sociales.”
La adjudicación a cooperativas facilitó la participación de las vecinas, ya que las cooperativas, como unidades productivas sociales, según afirma un informe de ONU Mujeres, plantean modelos de organización que “pueden ser más permeables a la inclusión de mujeres y LGTBI+”.
Al igual que Eliana, Débora también trabajaba más que nada como empleada doméstica o en empresas de limpieza, siempre en el centro de la ciudad; hoy es referente de la rama de construcción del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) de Córdoba y coordinadora territorial de obra. Tiene 31 años y su familia está compuesta por ella y su hijo.
“Comenzamos con cuadrillas mixtas en un mejoramiento de 25 viviendas que se realizó en el barrio Nuevo Progreso, en Córdoba Capital. En ese momento eran solo cinco compañeras mujeres. Luego, en La 12 se desarrolló un proyecto de obras que permitió proveer de instalaciones seguras de luz a los vecinos. Ahí ya sí participaron muchas más, incorporadas en 4 o 5 cuadrillas: se sumaron a los equipos técnicos, administrativos, como responsables sociales, coordinadoras de obra o pañoleras. Un par de meses más tarde, la Lili, la Belén, la Eli, la Joana y otras tantas pibas, habían copado el rubro y se habían convertido en las responsables indiscutidas de las instalaciones eléctricas de la rama”, cuenta Débora, referente del MTE en Córdoba.
Débora asegura que integrar a las mujeres hizo que el sector se especializara. “Ellas son muy prolijas y cuidadosas con los materiales, se cuidan más, usan rigurosamente los elementos de seguridad, dando el ejemplo a los varones, que empezaron a incorporar ciertos hábitos”, coincide Eliana.

“Aprendimos a hacer núcleos húmedos, cloacas. Un polideportivo, para los pibes, fue un aprendizaje estar en las cuadrillas y, al final, leer un plano, hacer la mezcla, calcular los materiales, hacerlos rendir, levantar paredes, usar la amoladora para cortar un hierro”, cuenta Débora. Ellas les enseñaron a cuidarse, ellos “cómo distribuir el peso” de la carretilla para no lastimarse. Parece que al final, todo se trata de aprender a repartir las cargas.
“La conformación de las cuadrillas mixtas para la integración de barrios populares es producto de un trabajo que tiene al certificado de vivienda familiar como base. La prioridad otorgada en la titularidad de los certificados a las mujeres abrió una discusión que luego se trasladó hacia adentro de las organizaciones que ejecutaban obras y al barrio”, afirma Débora.
El Certificado de Vivienda Familiar introdujo un paradigma nuevo: reconoció la tenencia de las familias sobre sus casas en barrios populares y les dio una herramienta legal frente al Estado para, por ejemplo, acceder a servicios básicos formales y evitar desalojos porque la mayoría de los barrios populares de Córdoba tiene más de 10 años y el 100% no tiene título de propiedad. La Ley otorga prioridad a las mujeres en la titularidad de los certificados. Ese reconocimiento de los roles de liderazgo de las vecinas también abrió la perspectiva para que las mujeres protagonicen los procesos de integración de sus barrios y se sumen a las cuadrillas de construcción, una rama históricamente masculinizada.
Según un estudio del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), realizado en base a datos de la EPH-INDEC, en el tercer trimestre de 2024, las mujeres representaban sólo el 4,5% contra el 95,5% de varones en el sector de la construcción.Dentro del sector, ellas se concentran en tareas como dirección de obra, pañoleras, electricistas, oficiales de pintura, ayudantes de albañilería, etc.
“Quien controla el mercado del suelo controla el proceso de reproducción y producción de la ciudad”, sostiene la arquitecta y activista por los derechos humanos, Ana Falú
En 2024, a partir de un amparo colectivo al que se sumaron 37 barrios de diferentes provincias (Córdoba, Buenos Aires, Santa Fe, CABA, Mendoza, Chubut y Río Negro), el poder judicial ordenó al Estado a reactivar las obras en barrios populares, en un plazo no mayor a 3 meses, con el objetivo de concretar la provisión de servicios básicos a cerca de 850 mil familias, finalizar obras de infraestructura y equipamiento comunitario.
El 13 de marzo, se cumplió el plazo establecido por dicho fallo. Hasta el momento, el Estado se ha retirado de áreas claves destinadas a garantizar el derecho a la vivienda. Esto se expresó en el cese o desfinanciamiento de programas y políticas destinadas al hábitat (al desfinanciamiento del FISU se suma el reciente cierre de la Secretaría de Desarrollo territorial, Hábitat y Vivienda), en un momento en que el déficit habitacional alcanza al 55% de la población argentina. La interrupción de estos programas además genera cuantiosas pérdidas en los puestos en la construcción y en rubros asociados a la rama.
Hoy, Eliana y Débora changuean, al igual que sus compañeros, como jornaleras, trabajan al día, sin obra social, ni seguro. Eli también aprendió a hacer monotributo dentro de la cuadrilla y se las arregla realizando algunos trabajitos como gestora. Están esperando a que se reactiven las obras, quieren trabajar para verlas terminadas. “Estamos tristes, pero no vamos a bajar los brazos. No queremos los peces, queremos las cañas”, concluye Débora.
Este artículo pertenece a Latfem y es reproducido por Tiempo Argentino a partir de un convenio de publicación.