Les voy a contar una historia. Espero ser leído prudentemente y que dejen si es posible de mirar el dólar, las iras del conversador de Conan, El Eternauta K o la sonrisa dentellada de la gran hermana del desquiciado. En verdad: se trata de un conjunto de anécdotas familiares que intento resumir, en las que el papel protagónico lo tiene un tío y padrino. Nadie se salva ni se ríe solo, como loco malo. Tal vez nos riamos juntos y, en tiempos donde no sobra, manifestemos cariño.
El padrino
Resulta que hace mucho tiempo, había un tío que le decía a su sobrino en modo cariñoso «¡Tío!» y que resultaba además ser su padrino. Su apego al alcohol en modo extremo, que lo terminó llevando al jonca, era parte del folklore familiar adquirido en tantos bailes. Qué el padrino vino en piyama y paraguas bajo la lluvia, pero no embocó la puerta de casa sino la de un baldío vecino reptando entre los yuyos, maldiciendo adonde nos habíamos mudado, con el paraguas asomando a tropezones… Que el padrino apareció a tomar el vermú en bicicleta y pantuflas, y que al irse se mandó derecho a una zanja en diagonal, llena de sapos y ranas sin solución de continuidad, ebrio y ciclista en modo tembleque, para caer de espaldas y hubo que correr a rescatarlo… Que al padrino vinieron de su obra social a sacarle una muela y en el comedor de la casa se quedó sin ídem con el dentista totalmente a su sintonía etílica, mientras escuchaban a D’Arienzo y se cagaban de risa entre dos botellas de Criadores vacías…
En fin, incontables semblanzas de un buen tipo, generoso y bailarín milonguero experto, al que era imposible abstraer del consumo del morapio. Tanto era de bravo el asunto, que el sobrino tuvo un bautismo al tono. Bautismo de alcohol más que de fuego, digamos todo. Como la madre no quería saber nada de bautismo ni de hostias, el padre (cedió a la presión de un lado de la familia y no quedó mal con el que sería el padrino) optó por la ceremonia tras largos de idas y vueltas.
¡Finalmente lo bautizarían a los cuatro años!
Esperando al padrino
Imaginen al padre: era de esperar, mirando el reloj impaciente durante cinco horas antes del momento de partir al Monumental, un domingo, poniendo presión a la señora para el tuco o la carne al horno con papas. ¿Cómo iba a estar de los nervios ese hombre aguardando al padrino en la vereda que no se había presentado aún y que, sin él, la ceremonia no iba a ser posible?
La parte presente de la familia se apostaba detrás del padre: eran la misma heráldica de la impaciencia. Y el pibe mismo con estupor, la tía madrina con un silencio que era una combinación de impotencia y resignación iba y venía de la esquina, como presintiendo alguna desorientación acostumbrada. Hasta que de pronto un taxi pasó raudamente por el carril de enfrente de doble mano en ese tiempo de la calle Cereti y se pudo divisar a un hombre con la cabeza afuera buscando una dirección, pero del lado opuesto, y que siguió de largo, a los gritos entremezclados desde la vereda de enfrente:
-¡Tío! ¡Emilio! ¡Pará! ¡Papá! ¡Volvé que es acá! ¡¿Adónde vas, la concha de tu madre?!
El coche entonces pegó la vuelta en la esquina siguiente, el padrino que se movía siempre en taxi con la naturalidad económica y elegante de un monarca, bajó a los tumbos ayudado por el padre puteando al chofer al que pagó una fortuna, tirando la guita con desprecio sobre el asiento y culpando al tipo de que lo había paseado por el barrio. Se arregló solito la pilcha, a la corbata se la ubicó la madrina apretando firme. Y entraron en procesión, al fin, a la casa de Dios como si nada hubiera pasado, entre murmullos. La ceremonia se iba a iniciar unos minutos después de que el padrino se tropezara en uno de los bancos de madera, apenas sostenido por la estoica madrina, antes de que cayera desparramándose lentamente, simulando sentarse, y lanzando una soberana puteada atea que resonó en la nave silenciosa ante la cara indescriptible del cura que no sabía si estaba dentro de una película o qué.
Pero no; eran años de carnalidad memoriosa, nada de celulares buchones y, a veces, como en estos casos, no sabemos qué elegir. Tampoco la baranda a escabio a prueba de incienso del padrino hubiera sido posible rescatar…
Y baila baila baila ginebrita
Tal fue su afición al morapio que una vez, cuentan que llegó gente a visitarle a casa y uno de los niños que llegaron en familia cercana, no tuvo mejor idea que señalar a una curiosa botella de colección de ginebra Bols que reposaba en una encimera del living. La botella contenía a una bailarina clásica que dando cuerda a la parte de abajo del envase danzaba removiendo nieve que giraba en el líquido. Esa era la idea para entretenerlo al pibe: así que bajaron la botella y le dieron cuerda. La nieve se la debieron.
Cuando se fueron las visitas, la tía madrina sospechando algo, abrió la botella y olió el contenido que no era más que agua pura y blanda. El tío padrino confesó al fin que se había chupado la ginebra con la nieve y todo.
El hallazgo
A estas alturas ya puedo develar que ese pibe, sobrino y ahijado, era yo mismo, tal vez lo sospechaban… Y en casa de mis preciosas amistades Franchi-Argûelles, en Fontenay sous Bois, encontré hace un par de meses un ejemplar idéntico de la ginebra con bailarina adentro, pero a salvo del padrino aquel y de mí mismo, ya que estaba hace años liquidado el contenido de la botella, por un lado. Y la nieve no es del agrado del paladar exquisito que me caracteriza, por el otro. ¡Salud!
¡Besos de esquina y abrazos de cancha!