Le hicieron guardia a toda hora en casas, restaurantes, boliches y clínicas, y hasta le cayeron a un departamento de Caballito donde sabían que iban a arrestarlo. Se metieron hasta en baños. O le pusieron la cámara por arriba de una medianera para así robarle alguna imagen de su intimidad, aunque lo que escandalizó fue que él respondiera con un baldazo de agua y con balines. Lo persiguieron en autos, motos, o caminando por la calle durante un recorrido furioso en el que le robaron una gorra, metió un cabezazo, firmó autógrafos y defendió a los jubilados. Fue en vida miles de tapas, millones de fotos y un show televisivo que voló en rating. Tuvo médicos que buscaron cámara y empleados de una funeraria que se sacaron la selfie con su cadáver. Diego Maradona fue mediatizado vivo y mediatizado muerto. La jueza Julieta Makintach, protagonista del último escándalo, sólo se movió dentro de esa lógica.
“Las muertes nos dicen más acerca de quiénes, cómo, cuándo y por qué los narraron, describieron e imaginaron, que sobre los rituales mortuorios en sí mismos”, escriben César Torres y Pablo Scharagrodsky en la introducción al libro Muertes, funerales, biografías póstumas y deportes en la Argentina (siglos XX y XXI). La invención del panteón deportivo (Prometeo editorial), en el que compilan textos de distintos autores sobre las muertes y funerales de grandes ídolos del deporte argentino: Jorge Newbery, Justo Suárez, José María Gatica, Juan Gálvez, Oscar Bonavena, Carlos Monzón y, por supuesto, Maradona. La mayoría, como explican, siempre según la caracterización que en cada momento hicieron los medios, murió de manera inesperada, injusta y trágica.
“La muerte, para algunos, fue un buen negocio económico”, agrega la historiadora Sandra Gayol en el mismo libro. Porque esos funerales amplificaron la faceta comercial y rentística de los ídolos. Los grandes medios, los canales veinticuatro horas, ahora indignados con la jueza actriz, fueron los que más se aprovecharon de todo lo que se generó post mortem. La actuación de Makintach, en todos las direcciones posibles, fue reprobable. Terminó con la anulación del juicio por la muerte de Diego y generó un nuevo bochorno para la familia judicial, de la que ella es parte en el sentido más estricto: su padre, Juan, fue un conocido juez de San Isidro.
Pero a nadie que estuviera atento a lo que pasa dentro de eso que llaman Justicia (mucho menos a sus miembros íntegros, a los que pelean desde adentro) le podría asombrar lo que ocurrió con Makintach, un episodio que ni siquiera es el mayor escándalo dentro de ese poder sobre el que siempre está posada la sospecha y también, en varios casos, la certeza. Impunidad, persecución a opositores, condenas a perejiles, denuncias que se pisan, delitos de guante blanco que no se investigan. Caerán los ladrones de gallinas, seguirán libres los tomadores de deudas.
Los grandes medios que se horrorizan con Makintach espectaculizaron este mismo juicio desde el primer día con la foto de un Diego hinchado y ya muerto. Imágenes de un juicio sobre el que no se podía tener imágenes, como quedó claro en el caso de la jueza con cámara propia. Medios que adelantan fallos judiciales incluso antes de que, se supone, sean firmados. Cuyas patronales se beneficiaron en innumerables ocasiones de ese poder judicial como ocurre con los grupos Clarín y La Nación. Y cierta prensa que hubiera dado todo por tener a la jueza mostrándose así en exclusiva.
Makintach vive en el país del que Mariano Cuneo Libarona es el ministro de Justicia. Y que ahora lo tiene al abogado Fernando Burlando, ex participante de Bailando por un Sueño, muy compungido ante este estado de farandulización. Es en ese país, en ese poder judicial, que Makintach puede pensar en hacer un documental antes que en su labor judicial. La sociedad del espectáculo. También la sociedad de la indignación.
Recuerdan Verónica Moreira y Leandro Maseda en otro artículo del libro que compilan Torres y Scharagrodsky lo que condensó el funeral de Diego. “Multitudinario, invasivo y caótico como toda su vida”, escriben. Y Pablo Alabarces, en otro texto en el que aborda el amor napolitano por Diego también retoma que “a dos días después de su muerte, luego de un funeral popular sin precedentes y de un dolor extendido de norte a sur y de este a oeste, aparecieron las voces moralistas que recordaban sus adicciones, sus disipaciones y sus peronismos”.
Siempre es la hipocresía. Como en los episodios de Punta del Este durante enero de 2000 o la internación en la Suizo durante abril 2004, cuando también Diego, paciente complejo, pudo haber muerto. También ahí para las cámaras que hoy se lamenta importaba poco la cautela y la privacidad. ¿Cuántos medios y periodistas tendrían que estar en el banquillo por el desgaste que produjeron a lo largo de los años? Ahora el juicio que busca responsables por el fallecimiento de Diego tendrá que volver a empezar. Pero el show del morbo debe continuar.