Exilio es una palabra muy pesada, no sólo simbólicamente en lo político, además de odiosa al menos para quienes sufrimos las consecuencias de dictaduras o sus derivaciones económicas causadas por las políticas de quienes provocaron la sórdida ejecución de planes criminales al servicio de una clase hegemónica y sus mandantes internacionales.

El mío

Con la mano en el corazón confieso que mis partidas viajeras obedecieron más a una curiosidad preñada de azar que a otras extremas razones de padecimiento personal y social. Aunque no puedo escapar a la mano no tan invisible del mercado y sus guantes dispersos en el cuello de la supervivencia: ser artista, no participar del rebaño circense del espectáculo y encima no respetar los moldes de lo estilístico para encasillar fue, es y será una osadía. Sin exagerar puedo contar que fueron más de una vez los momentos en que pensé en aminorar cierta fortaleza estoica de mis rodillas y al fin agacharme vencido (que no excitado) ante el planteo insensible del sistema en plan porno bajón como cantaba el Flaco. También los consiguientes planteos internos cuando la vida familiar tomó las riendas, hicieron hasta hoy difícil el viaje y, más que remar, se arrastran los remos en la arena.

Andando por calles europeas, mis sentimientos se riman con una indeclinable falta de motivación extra que significan el pasado, la patria mentada, los pasos carnales y apresados del ritmo de unas veredas transitadas por quienes llevan la misma sangre. Las aventuras personales luego ofrecen otro marco y la vejez dirá si se llega, seguramente otros colores se sumarán a la nostalgia, esa que como bien plantea Ricardo Forster en su visión de la obra borgiana, se opone, o al menos no se combina, con la melancolía. No me urge el regreso, como a exiliadas y exiliados les pasó, penando ante la falta de decisión propia en cuanto a deseo. No soy turista ni viajero, no por placer ni aventura, no; es la vida en sí misma por no perderla prematuramente, para ser suave y críptico, pero recordando a exilios en las denodadas pulsiones corporales esclavas dentro de barcos negreros, exilios marcados por la falta de decisión a la hora de partir sin elección posible ni de perspectiva alguna para la aventura personal y familiar que siempre se ata al horizonte de quien se exilia, se me achica lo penitente.

Modos como el mío, de diversidad en el viaje o esa distancia como suelo citar de Norita Perusin que es «esa frontera que se mueve». Hay mapas, mares, cielos, bienvenidas o clandestinidad, la fuerza del destino que atrapa y luego genera el dolor y la pena, la reminiscencia como la nostalgia que siempre en estos casos riñe, derrotada con la brutal melancolía. Apenas un poco, pero nada de lo que lleve en mi sangre impedirá que los colores de mis calles naturales andantes, infantiles, juveniles o maduras, sean las que maticen hasta el sabor de un paladar incorruptible, aun siendo generoso y agradecido con migas pastoras, garnachas, ternascos aragoneses o urbanísticas maravillas antiguas estampadas en el tiempo medieval o gótico. El viaje del acólito sin estrellas tiene los libros abiertos, pero las páginas se agitan en blanco como si los dedos no siguieran la dote del pensamiento que como bien se sabe está preñado de lógica sentimental.

De forma, no hay modo que me sienta uno de acá (Zaragoza). «Extraño» no es la palabra. Hay menesteres que lo impiden: la cosa artística, las amistades que se imponen empáticamente, una situación familiar paternal… Pero en cuanto el tipo se queda solo, hormonal y pensativo, palpitante en las calles en soledad perimetral, el ambiente es ajeno. No hay olor a unidad de historias ya paridas. Cruzar la calle, parar un bondi, mirar precios en un super, la forma de pedir un producto o de dar un vuelto, el guiño ante un comentario del carnicero, el modo de envolver la lechuga en una verdulería, la propina, el coro tribunero y el paso cancha.

Esperando la alegría enterrada en Buenos Aires

Pasado el 2001, con aquella tremenda diáspora argenta desparramada por Europa y sobre todo por España, escribí Los Transplantados de Madrid. Estando de gira Bersuit, me sumaba en varias de las fechas ante un público casi totalmente argento. Cuando tocaba la recalada nos íbamos a lugares que hasta mozas y mozos eran de Argentina. Cuando me tocaba ir de cante como solista, el público en cantidad mucho menor y a los postres, jamás llegaba a vibrar lo que con la banda de la Argentinidad al palo. Los bares parecían ser de Barracas o Abasto. También las procedencias diversas provinciales lo eran en oficios, el origen mucho más proletario: camioneros, vendedores inmobiliarios, mozas, mozos… Variantes que excedían a profesionales como dentistas, psicólogas, artistas de la plástica y, por supuesto, siempre, esa gama imbatible de vividores extremos en simpatía con aromas a garcas o elegantemente ejemplares para literatura intensa.

«…No platican, chamuyan con cachaca, filo y arte,

casi como el Atleti se vienen de todas partes.

De Varela, de Mendoza, del infierno buscan cielo

en la puerta de Toledo que promete no cerrarse,

como el banco de San Telmo como el taller de Beazley,

como la París latina ese verso de salames…»

Escribí en aquel tema contado más arriba.

El regreso tan temido

Y en estos tiempos de loop argentino, en los cuales cabe preguntarse hasta cuándo la sangría seguirá desbordando de la jarra y pensando en quienes la palabra exilio resuena con látigo de góndola de bandera chamuscada, me apiado de toda alma anticipadamente. Como si fuera yo aquella criatura Faviana de Nazareno que entre cuerpos colgantes penitentes en un inframundo criollo recitaba: «Dios se apiade de tu almita buena». Infierno que le decimos en criollo.

Besos de esquina y abrazos de cancha.