La ciudad de Korhogo albergó un partido clave por los octavos de final de la Copa Africana de Naciones. La selección de Malí triunfó 2 a 1 sobre su par de Burkina Faso en lo que podría haber sido un partido más de los 52 que se disputan en el principal torneo continental de selecciones, pero no. Sucede que Korhogo está ubicada a 120 kilómetros de la frontera maliense y a no más de 130 de la burkinesa, lo que llenó las tribunas de fanáticos de ambos equipos. Pero ello no se debe exclusivamente a los hinchas que cruzaron la frontera para apoyar a sus selecciones, sino, fundamentalmente, a una cuestión migratoria.

Generalmente cuando pensamos en migraciones africanas lo primero que se nos viene a la cabeza son los gomones cruzando el Mar Mediterráneo hacia Europa y rumbo a una mejor vida, escapando de guerras o de crisis económicas. Pero lo cierto es que el mayor flujo de migrantes en África es interno, de un país a otro siempre dentro del mismo continente. Incluso, las cifras oficiales indican que sólo el 10% de los migrantes africanos parten rumbo a Europa, mientras que 21 millones de ellos se reparten entre las diferentes potencias regionales, como Marruecos, Argelia, Sudáfrica, Nigeria o Etiopía.

Costa de Marfil, sin ir más lejos, es uno de los principales destinos de las migraciones regionales, fundamentalmente de los países francófonos de África Occidental. El ser una de las potencias económicas de la zona lo transformó en receptor de guineanos, senegaleses, malienses y burkineses. Por supuesto que dicho proceso no se desarrolla sin tensiones. Sin ir más lejos, horas antes del partido entre Burkina Faso y Malí, ambos países, junto a Níger, decidieron abandonar la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO), que integraban junto a otros 15 miembros de la región. Sucede que en esos tres países se dieron recientes golpes de Estado con direcciones militares que acusan a la CEDEAO de responder a los intereses franceses en la región.

Políticamente la región es una caldera. Los golpes de Estado en los tres países son el tema de conversación en cualquier reunión. En el mercado de Korhogo se reúnen migrantes de todos los países limítrofes. En una de sus cafeterías, constituida por apenas unas brasas en el suelo para una pava con café arábigo sazonado con cardamomo, rodeadas de unos tablones que improvisan asientos, se reúnen a conversar. Malik es cocinero en un restaurante y viene de Malí; Ousmane es burkinés y trabaja en el mercado de Korhogo hace nueve años; Cissé es senegalés y también empleado en el mercado; Moussa es un nigerino que luce orgulloso su camiseta de Marruecos; y Mohamed es marfileño y el dueño de la cafetería. Mohamed trata de explicarlo con paciencia. “Cuando viene el maliense, hablamos Bambara; si viene el senegalés, Wolof; si viene el nigerino, Aoussa; y si viene el burkinés, todos hablamos en francés”, me explica un poco en inglés y mucho con gestos. Cissé, el senegalés, lleva puesta una camiseta de Costa de Marfil, el equipo que eliminó a su selección de la Copa Africana apenas unos días atrás. Si en Brasil sería impensado ver a un argentino con una camiseta brasileña luego de perder con su selección, en la Copa Africana es algo natural.

Ousmane nos cuenta que hay miles de burkineses desperdigados por toda Costa de Marfil. Algunos, como él, vinieron hace años, buscando mejores condiciones de vida; otros, en el último tiempo, huyendo del golpe de Estado. Lo indudable es que la presencia burkinesa se observa en toda la zona. En Kong, a donde nos llevó una pequeña y desvencijada camioneta, una ciudad muy cercana a Burkina Faso (tanto que rige alerta roja por eventuales ataques terroristas), las imágenes de Thomas Sankara, “el Che Guevara africano”, como se conoce al revolucionario burkinés, inundan la ciudad.

La movilidad interna de África no se reduce a razones estrictamente económicas, aunque la migración del campo a la ciudad es una tendencia inobjetable aún hoy. También es sumamente común encontrarse en las calles de Abiyán, la principal ciudad marfileña, a una buena cantidad de refugiados de Sierra Leona, quienes escapan de la guerra civil que se desarrolla en el cercano país.

Esta larga historia de migraciones internas tiene al menos dos razones. La primera de ellas está profundamente arraigada en la producción ganadera, la vía de sustento principal de las etnias del Sahel, zona de transición entre el desierto del Sahara y la sabana sudafricana, lo suficientemente árida para volver casi imposible el cultivo de la tierra. En esta parte del mundo, hoy conocida por los médicos como “el cinturón de la meningitis”, las diferentes etnias se dedican desde hace milenios a criar ganado, conduciéndolo de tierra en tierra en búsqueda de la escasa agua que por aquí se encuentra. Imaginemos con lo que se encontraron, unas pocas décadas atrás, las etnias que guiaban su ganado cuando descubrieron, de un día para el otro, que para trasladarse a esa zona que siempre frecuentaron ahora debían entendérselas con un oficial inglés o francés, en un idioma completamente desconocido, que les pedía un permiso que jamás habían necesitado.

La otra razón histórica que explica el proceso migratorio interno de África tiene que ver con el panafricanismo. Creado como una doctrina política en los 60, le dio sustento ideológico a los países que por aquellos años se independizaban de las potencias coloniales europeas y soñaban con construir los cimientos de África como un gran e inmenso país. Uno de los mayores constructores del panafricanismo, el líder independentista ghanés Kwame Nkrumah, no sólo fue un futbolero hecho y derecho, sino que también fue consciente de la potencia del fútbol para unir al continente. Sin ir más lejos, fue uno de los principales promotores de la Copa Africana de Naciones en los 60, en cuya presente edición su Ghana natal no estuvo a la altura de las circunstancias y abandonó el torneo en primera ronda.

La impronta del panafricanismo y de Kwame Nkrumah se evidencia incluso por estos días en la selección ghanesa. Mientras sus pares regionales suelen apelar a los apodos de animales, como “los elefantes” marfileños, “las águilas” nigerianas, “los tiburones” caboverdianos o “los leones” cameruneses, los ghaneses son conocidos como “las estrellas negras”. La historia cuenta que el apodo fue puesto por el propio Nkrumah, quien señaló que “África brillará como una estrella negra”. Incluso el apodo funciona como un homenaje a la Black Star Line, la línea marítima fundada a principios del siglo XX por el afroamericano Marcus Garvey con la intención de cruzar el Atlántico desde Estados Unidos y el Caribe para devolver a los descendientes de los esclavos africanos a su tierra natal.

Para un observador extranjero salta a la vista la similitud de las banderas de buena parte de los países que juegan esta copa. Los colores rojo, amarillo y verde se repiten en las insignias de Senegal, Camerún, Ghana, Malí, Guinea y otros tantos. El origen radica en que son los colores de la bandera de Etiopía, el único país africano jamás colonizado por una potencia europea, tomados por sus pares siguiendo esta idea de que la independencia es indisociable de la construcción de un único gran país africano. Todo el pasado y el presente del panafricanismo (que haría las delicias de los defensores de la Patria Grande latinoamericana) se reflejan incluso en el fútbol. Es común en los Mundiales, por ejemplo, que cuando un equipo africano queda eliminado, sus hinchas se vuelcan sin condicionamientos a apoyar a quien siga en carrera. Con el triunfo maliense en la Copa Africana, se veía en las calles a los locales festejar con los ganadores e, incluso y asombrosamente, algunos burkineses, la selección eliminada, se sumaban a la fiesta.

La solidaridad panafricana se verificó también cuando todas las federaciones nacionales de aquel entonces que confluían en la Confederación Africana de Fútbol (CAF) expulsaron a Sudáfrica, uno de los miembros fundadores, por mantener un régimen de apartheid puertas adentro de su país.

Este sentimiento de solidaridad panafricana en los últimos años fue acompañado de una revalorización del fútbol continental. Siempre fue común ver a jugadores nacidos en África competir para selecciones europeas, desde Eusébio (nacido en Mozambique pero representante de Portugal) o Just Fontaine (originario de Marruecos y figura de la selección francesa en el Mundial de Suecia 1958) hasta descendientes de migrantes como el mismo Kylian Mbappé, de padre camerunés y madre argelina, que representa a la selección francesa. Pero en los últimos años también comenzó a darse el proceso inverso. Casos como los de Achraf Hakimi (lateral del PSG nacido en Madrid que representa a la selección marroquí), Pierre Emerick Aubameyang (delantero del Olympique de Marsella oriundo de Francia que juega para Gabón) o Iñaki Williams (jugador del Athletic nacido en Bilbao que defiende los colores de Ghana) marcan una tendencia: los hijos de África vuelven al continente para representarla en el fútbol.

El sábado pasado Malí y Costa de Marfil se vieron las caras por los cuartos de final de la copa. La CAF puso en pie una fan zone en Treichville, el barrio de Abidján que seguramente sea el barrio más multicultural de esta parte de África. Ver un partido de fútbol allí es un espectáculo único. Cientos de migrantes de diferentes países se reúnen en una babilonia lingüística alrededor de la gran pantalla alentando a su propia selección, cantando en diferentes idiomas.

El cruce entre los malienses y los locales fue para el infarto. En el primer tiempo, un penal errado para los visitantes y un expulsado para los Elefantes. El segundo tiempo comenzó con un gol de Malí y el empate marfileño, con un jugador menos, al minuto 90. Y por si fuera poco, siempre con un hombre menos, Costa de Marfil selló el definitivo 2 a 1 en el minuto 120 del alargue para así pasar a las semifinales del torneo, en la que se enfrentará este miércoles a República Democrática del Congo. El gol se festejó con los espectadores bailando sus danzas regionales. Porque en África la gente baila cuando está contenta. No importa si no hay música. La gente simplemente baila.

De entre los que bailaban presos de la excitación, un espectador llamaba la atención. Tenía puesta la camiseta de Costa de Marfil y un gorro de Malí. Bailó contento en el 1 a 0 del visitante y también en los dos goles del local. Quizás este hincha, de actitud tan peculiar para el ojo sudamericano, sea la encarnación perfecta de lo que es el fútbol en África, un área importantísima de la vida donde se encuentran la solidaridad, la alegría y la identidad.

Todo ese remolino de solidaridad, tensiones políticas, identidades étnicas y nacionales, panafricanismo y luchas por la independencia se potencia en la Copa Africana. No es un torneo más. A diferencia de sus pares sudamericano o europeo, de la Copa América o la Eurocopa, no existe simplemente para dirimir cuál es la mejor selección continental. La Copa Africana de Naciones es seguramente una vía privilegiada para entender lo que sucede en África. Y, más aún, no sólo lo que sucede en África, sino lo que África desea que suceda en ella.