Para el núcleo hortícola de pequeños y medianos productores, responsable de buena parte de las verduras frescas que consumen las grandes ciudades, los números oficiales y las mediciones propias muestran una brecha que se ensancha cada mes.
Según datos del propio Ministerio de Agricultura, el país mantiene una producción anual cercana a los 7 millones de toneladas de hortalizas, sobre una superficie que ronda las 700 mil hectáreas. Esa estabilidad en la estadística nacional contrasta de manera abrupta con el deterioro económico que denuncian las organizaciones que registran caída de ingresos, reducción de superficie cultivada y un aumento de costos que supera cualquier variación de precios en los mercados mayoristas.
La explicación económica de este desfasaje empieza por los costos dolarizados. La horticultura es una actividad intensiva en insumos importados, semillas híbridas, fertilizantes, film, riego presurizado, que reaccionaron de inmediato a la devaluación inicial aplicada por el Gobierno. En el mismo período en que esos insumos multiplicaron su valor, los precios de las verduras en el mercado interno crecieron muy por debajo, e incluso tuvieron meses de retroceso. La relación entre el precio de lo producido y los costos es extremadamente sensible al dólar y no tiene mecanismos de defensa, porque el producto es perecedero y el destino es exclusivamente doméstico.
A eso se sumó la liberalización de importaciones. Con un mercado interno deprimido y poder de compra en baja, cada ingreso de tomate, ajo, fruta o procesados, que en algunos casos son más baratos por escala o por tipo de cambio en sus países de origen, presiona a la baja los precios locales. La política de apertura, que el Gobierno defendió como una forma de “competitividad para bajar precios”, opera como un golpe directo al eslabón más débil de la cadena alimentaria. En un mercado donde los intermediarios concentran la fijación de precios y los productores no pueden retener mercadería, la competencia importada no se traduce en alivio para el consumidor, sino en menos margen para quienes producen en el país.

Las organizaciones del sector aportan su propio diagnóstico, que tensiona aún más la narrativa oficial. Desde la Mesa Agroalimentaria Argentina advierten que en el cinturón verde bonaerense se registra una caída de más del 30% en el consumo de frutas y verduras, reducción de superficie sembrada y una estructura de costos que, en algunos cultivos, se triplicó en menos de un año. Mientras tanto, el productor hortícola no recibió ni un solo beneficio de las medidas fiscales que el Gobierno presentó como alivio para “el campo”. La baja de retenciones beneficia exclusivamente a quienes exportan, no a quienes producen alimentos frescos para el mercado interno. De hecho, esa baja puede incluso empujar al alza los precios de otros productos alimentarios, agregando más presión sobre los costos cotidianos de los productores familiares.
Entre las hortalizas frescas el caso del tomate es uno de los más afectados. Por el ingreso masivo de producción de países limítrofes, en algunas zonas del norte argentino los pequeños productores realizaran un “Tomatazo” regalando este producto para visibilizar la crisis. Durante la protesta advirtieron que los precios actuales no cubren ni remotamente sus gastos ya que un cajón de tomate que se vende por 3.000 o 4.000 pesos en plena cosecha cuesta producir cerca de 10.000 pesos, una brecha insostenible.
La zanahoria también ha sufrido un golpe por la política económica del Gobierno Nacional. Según el monitoreo del Mercado Central, la caída porcentual acumulada de los precios mayoristas de la zanahoria durante el año 2025 fue aproximadamente del 12,4%. Esa caída en los precios al intermediario mayorista se combina con un encarecimiento logístico ya que los costos del traslado de mercadería desde las zonas productivas al Mercado Central o a los mercados concentradores locales depende de un insumo que, sin subsidios y con variaciones permanentes, quedó fuera del alcance de los pequeños productores.
El costo aumentó entre 50% y 80% en los primeros meses del año y en una actividad donde la logística representa entre un quinto y un tercio del costo final, el impacto es directo y erosivo. El Gobierno, que se jacta de haber reducido subsidios energéticos, terminó generando un esquema de incertidumbre en el cual los pequeños productores pasaron la cosecha con riesgos mayores que los de cualquier otro sector rural.
La combinación de precios retrasados, costos dolarizados, recorte de políticas públicas, competencia importada y encarecimiento logístico no sólo derivó en una pérdida de rentabilidad: generó un proceso silencioso de expulsión del sector. Las organizaciones registran abandono de quintas, endeudamiento creciente, reducción de superficies y migración hacia actividades urbanas precarias.
Ese proceso tiene una lectura política profunda. Mientras el Gobierno sostiene que el ajuste impacta “por igual”, la estructura rural muestra otra realidad: los grandes actores del agro incrementan su rentabilidad con el nuevo esquema, y los pequeños productores que abastecen de alimentos frescos a las ciudades quedan desprotegidos, sin representación y sin política pública.