Un equipo del que se habla mucho por estas horas es el Wrexham, el club galés más antiguo, uno de los más longevos del mundo. Acaba de subir al Championship, la segunda categoría del fútbol inglés, en su tercer ascenso consecutivo, una proeza conseguida desde que dos actores de Hollywood, el canadiense Ryan Reynolds, conocido por la película Deadpool, y Rob McElhenney, creador y guionista de Siempre hay sol en Filadelfia, una comedia de la televisión estadounidense, compraron el club a fines de 2020.

Fundado en 1864, el Wrexham tiene una vida de 160 años y estaba arrumbado en la quinta división cuando Reynolds y McElhenney se convirtieron en co-propietarios por unos dos millones y medio de dólares. Desde ahí, además de un proyecto deportivo, hicieron funcionar la maquinaria del marketing. Estrenaron una serie, Bienvenidos a Wrexham, que este año va a tener su cuarta temporada en Disney+, y en la que se dedicaron a contar cómo era la vida del club. Una inspiración de lo que fue Sunderland hasta la muerte, la serie documental de Netflix, con cierto espíritu de la bellísima Ted Lasso, una ficción.

“Pero no somos Ted Lasso. Esto es la vida real. No podés elegir tu final”, aclaró el año pasado el director ejecutivo del Wrexham, Humphrey Ker, en una nota con el diario The New York Times. Ker contó que en el momento de elegir el club que querían comprar Reynolds y McElhenney tuvieron en cuenta varios criterios, entre ellos su hinchada. El Wrexham, en quinta división, tenía unos 4500 seguidores cada semana, el diez por ciento de la población de la ciudad. Podían crecer. También la geografía, el norte de Gales, en la frontera con Inglaterra por el río Dee. 

Observaron, a su vez, que había una narrativa: un club tradicional pero pequeño, fundido y levantado por la pasión de sus hinchas, y hasta con algunos triunfos icónicos como haberle ganado al Arsenal en una FA Cup. A partir de ahí tenían que desarrollar la continuidad de la historia. Ponerlo en pie, darle una épica. Una de Hollywood, que empezó a ver simpático al Wrexham. Hasta Danny De Vito acompañaba a sus amigos al bar Cosm, en Inglewood, Los Ángeles, para ver los partidos del pequeño equipo galés en una pantalla 360 grados.  

Un equipo de fútbol necesita una narrativa. Los hinchas quieren un relato, que es también un horizonte: una promesa. Que los dirigentes les hablen, que les hablen los técnicos, que les digan hacia dónde van. Marcelo Gallardo no sólo le dio títulos y buen fútbol a River, también le dio esa narrativa, el Napoleón, el que pide que la gente crea o, como les dijo hace poco a los periodistas cuando no encontraba los resultados: “Tengo que venir acá a levantarles el ánimo”. Gustavo Costas, aún también con recaídas, menos elegante que Gallardo, también más visceral, le dio a Racing la línea del técnico hincha. Juan Román Riquelme, en su caso como dirigente, alimentó la narrativa bostera en Boca. El ídolo popular que defiende el club de los socios; el que enfrenta a los poderosos, a los que quieren hacer del fútbol su empresa. No encontró hasta acá, y más allá de algunos resultados, un equipo que enamore. El último intento fue con Fernando Gago como técnico, un entrenador valioso -que comete errores, de los que seguro aprenderá- pero que carece de narrativa. No hay emoción para transmitir, no hay un discurso al que abrazarse, y entonces tampoco hay vínculo construido entre la idea y la masa, los hinchas, el enjambre del equipo. 

Todo va de la mano, mucho más cuando no hay resultados, cuando la idea no sale. Porque no hay narrativa sin un equipo que juegue, que también gane, que devuelva en la cancha las promesas de la semana. Pero cuando no se gana, cuando toca bancar, es necesario agarrarse de una esperanza.

No se necesitan guionistas de Hollywood para una narrativa. Tampoco hace falta irse a Gales. Pero ahí la encontraron Reynolds y McEhennely. En un club que celebra a su futbolista irlandés, James McClean, con canciones antimonárquicas. Porque el Wrexham, que la próxima temporada jugará por el ascenso a la Premier League, la cumbre para su historia, podría ser uno de los tantos equipos ingleses con propietarios estadounidenses. De hecho, no todo es una novela romántica: el año pasado recibieron una inyección de catorce millones de dólares de los Allyn, una familia multimillonaria de Nueva York con negocios en dispositivos médicos, lo que desafió el fair play financiero de la liga. A su vez, y esto también lo entendieron, hicieron del club un lugar para la ciudad. Una forma de comunidad.