Joe Biden volvió a patear el tablero de las leyes neoliberales y se sumó al pedido de liberalizar la patente de las vacunas contra el Covid-19. Y, como era de esperarse, las respuestas ante su planteo fueron desde el apoyo más entusiasta a las críticas conceptuales más agrias de los defensores de la sacrosanta propiedad privada. Para lo cual recurren a argumentos tan añejos como desgastados por el uso: que se perderán los incentivos para investigar, que se podría producir vacunas sin los controles de calidad imprescindibles para el resguardo de la salud. Incluso, en clave geopolítica, que se entregaría conocimiento muy especializado a naciones que no respetan los valores democráticos o son enemigas de Occidente, como China y Rusia.

Algunos de esos argumentos se popularizaron cuando en Argentina se aprobó la ley de medicamentos genéricos, en 2002. Otros integran el vademécum de las cámaras empresarias cuando se intenta imponer precios regulados a productos de la canasta básica. El eje de esa concepción del mundo es que no hay desarrollo posible sin avidez económica. Y que solo la actividad y la avaricia privadas son capaces de lograrlo.

“La propiedad intelectual es una parte fundamental de nuestra industria –declaró Pascal Soriot, presidente ejecutivo de la empresa AstraZeneca–, si no la proteges no hay ningún incentivo para innovar”. Sin embargo, no pocas vacunas con las que se cuenta hoy día se desarrollaron gracias al apoyo estatal. Es el caso del producto de la Universidad de Oxford junto con ese laboratorio anglo-sueco.

La cámara que nuclea a los laboratorios estadounidenses (PhRMA) también presentó sus quejas. “Más que en cualquier otro momento de la historia, la sociedad se está beneficiando de la innovación respaldada por la propiedad intelectual”, escribieron en una carta al ocupante de la Casa Blanca.

Según Dean Baker, del Centro de Investigación en Economía y Política (CEPR, por sus siglas en inglés) de Washington DC, al menos 10 mil millones de dólares fueron destinados en Estados Unidos a apoyar los trabajos con las vacunas con tecnología de ARN mensajero de Pfizer BioNTech y Moderna mediante la Operación Warp Speed (OWS, velocidad de la luz), durante la gestión de Donald Trump.

Hay encuestas que prueban que las sociedades británica y estadounidense están de acuerdo con la liberalización de patentes, entre otras cosas, porque son conscientes de que fueron investigaciones financiadas con los impuestos que pagan. Y a cambio no solo no reciben productos más económicos, sino que ni siquiera la fabricación alcanza a cubrir todas las necesidades. Y eso que el grueso va para los países más ricos, que incluso tienen prohibido exportar.

Y si de innovar se trata, está el ejemplo de la plataforma ARNm. Se trata de una novedosa tecnología nacida del genio de la hija de un carnicero de una pequeña ciudad húngara, Katalin Karikó. La mujer, de 65 años, comenzó a trabajar la idea mientras investigaba alguna cura para el sida, en la Universidad de Temple, Filadelfia. Su propuesta fue recibida con sorna. Pero, insistente, tuvo la suerte de cruzarse con Drew Weissman, que entendió que era una idea luminosa. No todos pensaban del mismo modo y la Universidad de Pensilvania, donde trabajaban por entonces Karikó y Weissman, vendió la patente a una empresa, Cellscript, por apenas 300 mil dólares. “Querían dinero rápido”, explicó la científica. En 2010 los derechos pasaron a una firma creada ad hoc, bautizada con el acrónimo de ARN modificado: ModeRNA.

Uno de los dueños de ese laboratorio, Noubar Afeya, adelantó que no piensa exigir que se cumpla con la patente durante la pandemia. Pero el resto de los accionistas integran, junto con los de la germano-estadounidense Pfizer BioNTech, el lote de los más acérrimos enemigos de la propuesta de Biden que, en la práctica, se sumó a otros cien países que reclaman ante la OMC a partir de un reclamo de Sudáfrica y la India de octubre pasado.

Biden, el segundo presidente católico de Estados Unidos, acudió a Francisco para recibir el beneplácito a su decisión. De allí que Jorge Bergoglio coincidiera públicamente en reclamar la suspensión temporaria de las patentes mientras dure la pandemia.

Aparte del rechazo empresarial, el planteo choca con la dificultad de que no será tan rápida la fabricación de vacunas a nivel internacional. Aunque si puede ser un “incentivo” para que los laboratorios aceleran la fabricación para cubrir todas las necesidades para la población mundial.

El negocio de la propiedad intelectual

Otra gran pelea de este siglo es por la propiedad intelectual de los desarrollos tecnológicos. La de las semillas es una, la de los medicamentos es la otra. En ambos casos, la vida humana resulta un simple factor económico.

En EE UU lo saben muy bien, al punto que ya en 1999 el biólogo Craig Venter intentó patentar el genoma humano. El gobierno de Bill Clinton esa vez logró acelerar la investigación pública para llegar antes. Pero la pica ya estaba clavada.

El que fuera secretario de Defensa de George W. Bush, Donald Rumsfeld, también la vio y aprovechó para meterse en el laboratorio Gilead, que al principio solo compraba patentes y no “gastaba” en investigar. Entre sus patentes tiene la del Remdesivir, un antiviral que se usa en ciertos casos de Covid, a partir de resultados en HIV.

Fondos buitres que compraron deuda argentina, como Black Rock o Vanguard, tienen acciones en Gilead. Pero también en Pfizer y Moderna. Cosa de no poner todos los huevos en una misma canasta. La capacidad de lobby de las farmacéuticas es impresionante. Johnson y Johnson, que desarrolló una vacuna con plataforma de adenovirus, invierte millones de dólares en todo el mundo para promocionar sus productos de limpieza, su principal fuente de ingresos.

Pfizer ganó 3500 millones de dólares solo en el primer trimestre de este año con su vacuna. Es uno de los más encendidos opositores al plan de Biden. Pero, por eso de poner las barbas en remojo, anunció que espera producir 3000 millones de dosis este año y al menos 4000 millones en el 2022. Bastante más de lo proyectado. Para aliviar las demandas de la UE para que entregue lo que se había comprometido en 2020.