La voz de Walsh resuena como eco premonitorio a través de las décadas. Decía ya en 1977, tras listar las tropelías de la dictadura, que los aberrantes crímenes de lesa humanidad eran sólo la punta del iceberg. Había que atender un aspecto tal vez más abstracto, aunque al mismo tiempo de efectos cotidianos para la población. Desde las botoneras del Estado, las políticas públicas estructuraban al conjunto de la economía en favor de un conjunto reducido de empresarios y acreedores.

Es un mérito de Walsh haber enfatizado este punto, en medio del horror que llevó a cabo la dictadura, justamente porque sabía que sus efectos persistirían aun cuando esa infamia brutal llegase a su fin (que en 1977 no se veía cercano). No se trata de objetivos en competencia. Contra la propaganda de la dictadura, el objetivo no era la guerrilla, derrotada tempranamente. La batería de instrumentos de amedrentamiento se ejerció sobre el conjunto de la clase trabajadora, infundiendo miedo a la organización.

La dictadura expresaba en este sentido una convergencia de intereses del poder económico. Durante las décadas previas, de industrialización pesada o dirigida por el Estado, las fracciones del empresariado habían estado divididas, buscando establecer un patrón de desarrollo que les beneficiara. Debido a las dificultades de conciliar la acumulación con su legitimación, la política económica pendulaba según la alianza social que liderara, al decir de Guillermo O’Donnell. Tarde o temprano, estas alianzas se quebraban, por la capacidad de veto de otros grupos sociales, en una suerte de «empate hegemónico», como lo llamó Juan Carlos Portantiero. Nadie podía legitimar su programa como el de toda la sociedad argentina, pero muchos tenían capacidad de bloquear los proyectos del resto. La dictadura de 1976 vino a quebrar esa situación, conciliando las diversas expresiones del poder económico concentrado en contra de las mayorías populares e incluso el pequeño empresariado.

El miedo infundido por el terrorismo de Estado se reproducía también por medios más indirectos, los que imponía la disciplina de mercado –como la describió Adolfo Canitrot–. El mayor desempleo, empleo más precario, peor pago, menos oportunidades de estabilidad, las dificultades para acceder a atención de salud o a instituciones educativas de calidad, la falta de acceso a condiciones de hábitat dignas, el endeudamiento masivo de los hogares, obligarían a las personas a estar angustiadas día a día (antes que pensar en reclamar por sus legítimos derechos). La angustia existencial y la diaria incertidumbre eran complemento del miedo a juntarse y opinar.

Pero el pueblo argentino tiene esa absurda costumbre de querer vivir con dignidad. Una vez tras otra se encuentra, reinventa sus formas de organizarse y disputar los sentidos de lo que es justo. Este carácter indómito es autoconciencia de los derechos propios, y de los que hay que construir. En los últimos años, el movimiento feminista y de mujeres, y el de la economía popular, han mostrado enorme capacidad para revitalizar esta creatividad colectiva. Y esto es algo que las clases dominantes no pueden tolerar.

La economía argentina lleva una década sin crecer, lo cual exacerba la disputa distributiva. En esa rencilla, vienen ganando los propietarios del capital, pero no les resulta suficiente, porque necesitan que esas mayores ganancias sean previsibles. Pero esta garantía no se resuelve fácil.

Entre otras razones, porque el estancamiento es una realidad a nivel global. Como hace un siglo, estamos en ciernes de una nueva reorganización geopolítica y tecnológica que no acaba de madurar, y el capital que opera en la Argentina aun no logra ubicarse. La dictadura, como el actual gobierno, entendió que ese lugar se definía por la reprimarización y financiarización de la economía. Volver atrás.

La Libertad Avanza promovió una refundación bajo el lema del ajuste, pero sin señalar a la clase dominante. La política del gobierno, lejos de ideales de libertad, es una expresión extrema de este disciplinamiento. No solo por los protocolos anti-protesta, sino a través de la política económica. Un feroz ajuste fiscal que recae sobre quienes cobran jubilaciones y pensiones, trabajan en el Estado o en empresas vinculadas a la obra pública, quienes reciben protección social –en especial, las mujeres-, pero debido a su impacto en la demanda, terminan haciendo caer miles de pequeñas y medianas empresas, que cierran y dejan más gente en la calle. A ello se le suman subas de precios generales –como la megadevaluación, el combustible y tarifas- y otras con nombre y apellido –como las prepagas-. La inflación alcanza niveles récord en tres décadas. No hay error en el sesgo de este programa: se trata de empobrecer a la mayoría y beneficiar a un puñado. El poder económico está de fiesta, abrazando su libertad de explotarnos a su antojo (pero reorientando el enojo y frustración a otra parte).

«En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada», escribió Walsh. Debería ser estudiado en todas las carreras de economía del país.