Toda memoria es una ficción, dijo alguien alguna vez. No importa quien, porque podría ser cualquiera. Y es absolutamente cierto: la memoria exacta no existe, nadie es capaz de recordar el pasado, ni siquiera el propio, con aquella exactitud facsimilar con la que Pierre Menard escribió el Quijote. Como ocurre con las células durante la mitosis, cada hecho, cada acción, cada vivencia se multiplica en el momento en el que el presente se convierte en pasado. En esa bifurcación también se separan realidad y memoria.

Igual que ocurre con algunos siameses al ser despegados, a partir de ese punto la primera se va destiñendo hasta desaparecer sin dejar rastros. La segunda, por el contrario, comienza a crecer, incorporando los detalles y ornamentos de cualquier otro mito. Es a partir de esa bifurcación y sobre esa duplicidad que el español Fran Gayo construyó su primera novela, La Navidad de los lobos, publicada por Serie Gong Ediciones.

Nacido y criado en Gijón (o Xixón, como lo escribiría un verdadero asturiano), pero residente en la Argentina desde hace tres lustros, Gayo es conocido sobre todo por su labor como programador de cine. Oficio que le permite integrar el equipo de programadores del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, el popular Bafici. Pero también ha editado algunos volúmenes de poesía y publicó varios discos como parte del dúo Mus, que integró junto a su compatriota Mónica Vacas.

El cruce de todas esas sensibilidades emerge con potencia en las páginas de su novela, en la que reconstruye su historia familiar abarcando cuatro generaciones, consciente de que la pretensión de ser fiel a la realidad es una ambición que siempre nace muerta. Hace algunas semanas, en esta misma página se abordó la cuestión de las sagas a partir de la extraordinaria novela gráfica Essex County, del canadiense Jeff Lemire (Hotel de las Ideas). La Navidad de los lobos comparte con ella su condición de saga familiar, a partir de un relato coral no menos potente.

La Navidad de los lobos

Escrita durante la pandemia, nodo que la novela también toma como punto de partida, en La Navidad de los lobos Gayo recurre a la figura de Alberto Garrido Couto, alter ego que ocupa el cargo de narrador. Su voz enhebrará las historias que acumula su linaje, en el que destacan la influencia de sus abuelas Nieves y Mellos. En especial esta última, madre de su padre, descendiente rebelde de una estirpe de pastores asturianos, los vaqueiros de alzada, habitante de las brañas, poblados rurales en los montes cantábricos.

Todo en esa mujer diminuta y furiosa, auténtica fuerza de la naturaleza, le resultará familiar a cualquier lector argentino de más de 45 años: mujeres como Mellos (o como Nieves, vestida eternamente de luto) fueron parte del paisaje social de este país repleto de inmigrantes europeos hasta hace no tanto. Esa lógica migratoria también marca la historia de esta familia. Una dinámica de la que incluso el propio Gayo no pudo escapar, llegando a Buenos Aires casi 100 años después de que millones de sus paisanos desembarcaran sus esperanzas en el puerto de esta ciudad.

Acumulación de relatos en primera persona, a los que el narrador suma aquellos que forman parte de una trama familiar previa, la novela funciona como un punto de confluencia de varios niveles, sobre cuyo eje se producen distintas encrucijadas. Por un lado, la del naturalismo y lo sobrenatural, que van y vienen por los relatos en oleadas que alteran de forma progresiva la percepción del lector. Pero sin distorsionar la realidad: en La Navidad de los lobos los fantasmas pueden ser tan reales como cualquier otro fragmento de memoria. Este no es el único punto de encuentro que el libro propone.

De España a la Argentina

En sus páginas se cruzan España y Argentina, dos culturas que al mismo tiempo se abrazan y se distancian en la lengua y en sus distintas tradiciones y supersticiones. Se cruzan el pasado con un presente que a veces se parece mucho al futuro, hasta confundirse en un barro temporal en el que todos los encuentros y desencuentros son posibles. Y el mundo de los vivos confluye con el de los muertos, propiciando diálogos sin palabras que a veces resultan funestos y otras, también.

De igual forma se cruzan la guerra y la pandemia, reflejos del mismo espejo, o la vida rural y la vida urbana, cada una un infierno a su manera. Sobre ese laberinto se mueve la prosa de Gayo, pródiga en más de un sentido, que con generosidad y elegancia logra condensar medio centenar de vidas dentro de una novela. Un milagro solo posible a partir de la infinita ficción de la memoria.