Troilo, el fueye que respira y canta Buenos Aires como ninguno

Por: Sebastián Feijoo

Pichuco es uno de los símbolos del tango por excelencia. Su sensibilidad exquisita y oído único le permitieron destacarse como instrumentista, compositor, director de orquesta y formador de cantores. Un recorrido por su obra, vida y mito.

Los calendarios son convenciones caprichosas, pero a veces dan oportunidades valiosas. Por ejemplo, oficiar de excusa para abrir las puertas a un formidable reencuentro con uno de los artistas populares más determinantes que dio la Argentina. Aníbal Carmelo Troilo, Pichuco, y todo lo que significan le ganan al tiempo y a sus circunstancias. Con su enorme sensibilidad, su pasión y su talento para que todo sonara en el lugar y los momentos exactos. Hasta los silencios. Emblema inconfundible del tango y de la noche porteña, Troilo construyó una obra de una sabiduría única que salió de la calle, supo llegar al Colón y ante todo ganó al corazón profundo de su pueblo.

Acaso la mejor forma de acercarse a Troilo en palabras –decididamente la más exacta es mediante su música– sea abrir paso a su pensamiento. Dar testimonio de su mirada y por supuesto registrar los hechos que le dieran su estura de símbolo y mito. ¿Pero por qué Troilo empezar? ¿El Bandoneón mayor de Buenos Aires? ¿El compositor sobresaliente? ¿El director de orquesta de personalidad inequívoca que siempre sabía lo que quería? ¿El brillante maestro de cantores que lograba sacar lo mejor de cada uno de ellos? ¿El que convocaba a músicos y arregladores brillantes que lo nutrían, pero nunca torcían su estilo? ¿El que con Grela armó una formación pequeña de diálogos indelebles?

Todo empezó con una almohada. Así de raro, así de ensueño. Pichuco lo explicaba de esta manera: “Antes de ponerme el fueye en las rodillas me ponía la almohada de la cama. Hasta que un día fuimos a un pic nic en lo que había sido el viejo Hipódromo Nacional. Habían llevado a dos bandoneonistas y tres guitarras. Y cuando se fueron a comer, yo subí unos escalones, agarré un bandoneón y me lo puse en las rodillas. Esa fue la primera vez. Tendría nueve años”. A los once, su madre, Felisa Bagnoli, logró comprarle su primer bandoneón. Se lo vendió –cuenta la leyenda– un “ruso de la calle Córdoba”. El instrumento se tasó en 120 pesos y se acordó abonarlo en diez cuotas de doce. Pero finalmente el cobrador pasó sólo dos veces a retirar los pagos correspondientes. ¿Se habrá enterado que estaba haciendo una contribución incalculable a la historia de los argentinos?

Troilo no era un académico. Es cierto que entre los 30 y los 40 el tango era una entidad en permanente construcción y no existía una institucionalidad que respaldara la formación de músicos del género. Pero tampoco tuvo el amparo de la instrucción clásica como varios colegas de su tiempo. Apenas tomó seis meses de clases con un maestro de barrio (Juan Amendolaro) y más tarde tuvo diez encuentros particulares con Pedro Maffia. Todo el resto vino con la noche: de escuchar atento, tocar mucho y entregarse por completo a la música que amaba. Primero formó parte de una orquesta de señoritas, después armó un quinteto propio, fue parte del mítico sexteto de Elvino Vardaro –en el que también participaron Osvaldo Pugliese, Ciriaco Ortiz y Alfredo Gobbi (hijo)–, y pasó por las orquestas de Juan Maglio “Pacho”, Julio de Caro, Juan D’Arienzo, Ángel D’Agostino y Juan Carlos Cobián.

Un buen tanguero

Con apenas 22 años pero una gran experiencia debutó con su orquesta en el Marabú. Allí comenzó a escribir su historia grande y parte de la del género. Bastante  después, explicaría con genuina humildad sobre su formación: “Yo no soy un buen músico. Yo soy un buen tanguero”.

¿Qué buscaba ese Troilo de 22 años al comando de su propia orquesta? Alguna vez en diálogo con Horacio Ferrer, reveló: “No era que Gardel tuviera ritmo. Él era el ritmo mismo. El ritmo es esencial en el tango. Cuando formé mi orquesta mi ambición era que mi orquesta lograra cantar como Gardel”. “Cantó como Troilo”, concluiría Ferrer no sin razón. Pero esa genuina pasión de Troilo por Gardel –a quien conoció– jamás lo llevó a imitarlo ni a imponerle ese mandato a sus cantores. Fue una suerte de guía espiritual. Juan Gelman lo definió en términos más poéticos: “(Troilo era un) Perseguidor de la belleza imposible, empeñado en que su bandoneón cante como Gardel. Un hombre herido de utopía. Y un hombre real, como todos los autores y seguidores de utopías”.

Pichuco se ganó el título de El Bandoneón mayor de Buenos Aires. Así lo bautizó Julián Centeya y el asunto prendió por múltiples motivos. No fue una casualidad ni un título nobiliario heredado. Lo marcaron Ciriaco Ortiz, Pedro Maffia y Pedro Laurenz. De ellos sacó un vocabulario exquisito y recursos armónicos. Pero le sumó su inconfundible impronta de melodista y un fraseo hondo capaz de clavarse directo en el corazón del oyente. Sus intervenciones solistas casi siempre incluían pocas notas. Pero bajadas con la autoridad del que dice cosas importantes. Quizás la empatía que mucho después estableció con Atahualpa Yupanqui, entre otras cosas, tuviera que ver con eso de expresar mucho con poco.

Compositor único

Sería un gran error dejar que el instrumentista nos haga perder de vista al enorme compositor que fue Troilo. «Barrio de Tango», “Sur”, “Discepolín”, “Che, bandoneón” (con letras de Homero Manzi); «La última curda», “María” y «Una canción» (con textos de Cátulo Castillo); «Garúa» y “Pa’ que bailen los muchachos”  (con palabras de Enrique Cadícamo); y “Toda mi vida” y «Mi tango triste» (con la poesía de José María Contursi). No se trata de un amontonamiento protocolar de títulos. Son algunos de los mejores tangos y creaciones de nuestra música popular: una combinación exquisita de música inspirada y letras de una estatura sobresaliente. “Yo nunca puedo escribir música por escribir. Preciso primero una letra. Una que me guste. Entonces la mastico, la aprendo de memoria. Todo el día la tengo en la cabeza. ¡Es como si la fuera envolviendo con música! Es muy importante para mí lo que dice la letra de la canción. Por eso me gustaban las de Manzi. Éramos como hermanos, teníamos una sensibilidad parecida”, detallaba. Tras la muerte del poeta y líder de FORJA, Pichuco compuso y le dedicó el clásico tango instrumental “Responso”, uno de los más bellos y emblemáticos del género.

Pichuco dio testimonio a lo largo de su carrera de una gran capacidad para detectar músicos notables. Desde los pianistas Orlando Goñi, José Basso, Carlos Figari y Osvaldo Berlingieri; al contrabajista Enrique «Kicho» Díaz; pasando por los bandoneonistas Ástor Piazzolla, Ernesto Baffa y Raúl Garello; los violinistas Hugo Baralis y Juan Alzina, y el chelista José Bragato, entre muchos otros. Su sociedad posterior con el guitarrista Roberto Grela fue otro gran hallazgo. Muchos de ellos eran casi desconocidos. Pero trabajando con Troilo demostraron una visión original que en muchos casos enriqueció la identidad del género. Lo mismo pasó con los arregladores. Argentino Galván, Ismael Spitalnik, Emilio Balcarce, Ástor Piazzolla, Eduardo Rovira, Julián Plaza y Raúl Garello, entre otros, contribuyeron en forma profunda a la personalidad y permanente actualización de la típica. Una vez más, no son nombres al azar ni un inventario de protocolo. Se trata de músicos que le dieron mucho a Troilo y al tango. Siempre bajo la última palabra de Pichuco y su famosa goma de borrar: esa que abría silencios, invariablemente a favor de la canción.

El Bandoneón mayor de Buenos Aires también supo rodearse de cantores de un gran talento. Para muchos casi siempre eligió los mejores y los hizo brillar como nadie. No fue casual. Hay una grabación de un ensayo en el que dirige y le marca cómo frasear y acomodar mejor la voz a Nelly Vázquez. Ese trabajo artesanal y minucioso lo hizo con todos sus cantores. En su lista de notables se encuentran Roberto Florentino, Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Raúl Berón, Roberto Goyeneche y Nelly Vázquez, entre otros. Un verdadero lujo.

Admiración mutua

Con Piazzolla se creó un antagonista casi futbolero que tenía mucho más que ver con los seguidores de cada uno que con los verdaderos protagonistas. El autor de “Adiós Nonino” se formó en la orquesta de Troilo y nunca lo negó. Pichuco en reiteradas ocasiones grabó e incluyó en su repertorio composiciones de Piazzolla –cosas que muchos otros directores en los primeros tiempos de Ástor no hacían–. Y reiteradas veces destacó “todo lo que sabe de música” y “como gatilla” (tocaba el bandoneón). El usualmente díscolo Piazzolla siempre lo respetó y tras conocer la noticia de su muerte, el 18 de mayo de 1975, compuso lo que sería el disco Suite troileana. El trabajo incluye cuatro partes que evocan las pasiones de Pichuco: “Bandoneón”, “Zita”, “Whisky” y “Escolaso”. Piazzolla puntualizaba: “Yo no nací de un frasquito ni el sonido de mi bandoneón es una rareza del cielo. Todo está ligado, lo expreso con mi música. En el primer tema de la suite troileana, que se llama ‘Bandoneón’, el Gordo está siempre a mi lado, por momentos toco como Piazzolla y de a ratos como Troilo”. Y por si quedaban dudas, años después contaría: «Cuando volvía a Buenos Aires inauguré con mi conjunto electrónico un hermoso lugar que se llamaba La Ciudad. Una noche vino Zita –la inseparable compañera de Troilo– y me regaló uno de los bandoneones que tenía el Gordo. Fue una de las emociones más lindas de mi vida».

Además de todo eso, Troilo era un personaje de mil y una anécdotas. Capaz de regalarle su sobretodo en pleno invierno a una persona que vivía en la calle y se lo pedía para menguar los ataques del frío de la madrugada. O ir a la casa del cantor Tito Reyes, ver que sus seis hijos apenas tenían unas catreras muy humildes y al otro día enviarle camas y colchones para cada uno. O, en su faceta más bohemia, salir a comprar soda y volver a los tres días. “¡Y sin la soda!”, como le rezongaba Zita. Su misma esposa recordaba que después de una cena con amigos y colegas en un restaurante, se sucedieron los brindis e improvisaron una guitarreada. Terminarían presos porque –vaya a saber quien– consideró que se trataba de ruidos molestos. “Cuando estaban en el departamento de Policía, el Gordo agarra a su amigo Paco de un brazo y le dice: ‘Paco, ¿A quien vinimos a sacar? “A nadie –le respondió–. Los presos somos nosotros, Pichuco”.

En presente

Tenía apenas 60 años y ya le había confesado a la periodista María Esther Gilio “tengo unas ganas de morirme que no puedo más”. Pocos días después, el 19 de mayo de 1975, abandonaría sus dolores y este mundo. Su música sigue en pie, viva y brillante, esperando reencuentros y descubrimientos. Su ejemplo, de un tango vital, en movimiento y en presente, también.

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