Pancho vive en la localidad de Presidente Derqui, partido bonaerense de Pilar. Se levanta todos los días a las seis de la mañana. Luego de tomar mate, alista su carro y entra a darle al camino hasta la estación del ferrocarril San Martín. Con sus 42 años encima, viaja en el furgón y le da a Tiempo una apreciación: en los últimos meses el espacio de ese vagón no alcanza para todas las personas que van a la Ciudad de Buenos Aires a buscar comida «y cualquier cosa que se pueda vender». Son el último eslabón, los invisibles, los que se enfrentan a miradas que los esquivan o directamente los ignoran, caídos del sistema que pueblan un mapa cada vez más denso.

Cuenta Pancho sobre su trabajo, la recolección de cartón: “un carro lleno pesa unos 300 kilos, juntar esa cantidad me lleva casi todo el día y en el depósito me pagan 9 mil pesos, con ese dinero solo puedo comprar la cena. Antes me rendía más, pero ahora está jodida la mano”.

La realidad de la crisis

Durante los últimos días se conoció el índice de pobreza que marca un aumento acelerado desde diciembre del 60 por ciento. Inflación mensual del 20%, devaluación, liberación de precios, desregulación, la huida del Estado en prestaciones sociales y fondos compensatorios, la desfinanciación de áreas sociales, educativas y sanitarias claves.

Un combo fatal para (casi) toda la sociedad, pero acá en la calle, en un verano cruel como pocos en este siglo, esas marcas se sienten más fuerte. La realidad cae sin piedad sobre los que no tienen nada, quienes se dedican a juntar cartón, los que viven del cirujeo, los que buscan comida en la basura y quienes permanecen en situación de calle, que cada vez son más.

«En los últimos meses vemos más personas viviendo en la calle, muchos desvariando, no solo clase baja, se empiezan a ver los que eran de clase media o media-baja y quedaron en la calle por no poder pagar el alquiler o perder el laburo. Se vienen de partidos vecinos porque acá lo consideran un territorio más amigable, pero acá ya tenemos todos los albergues saturados», se sincera una funcionaria de política social de un partido del noroeste del Gran Buenos Aires, gobernado hace años por el justicialismo. 

«No les alcanza»

Gabriela tiene 41 años. Desde diciembre está en situación de calle con sus dos hijos: un nene de 7 y una nena de 6. “Primero vivíamos en la habitación un hotel que pagaba por día, salíamos a pedir una colaboración a la gente todos los días con los chicos, siempre nos daban, pero ahora ya no podemos porque está muy caro y la gente no aporta como antes”, resalta, visiblemente angustiada.

Continúa: «Hay personas muy buenas que siempre me ayudaron, pero con esta situación ellas tampoco pueden, porque no les alcanza». Antes vivía en la Villa 31 con el padre de sus hijos, «pero él toma mucho y nos golpeaba, entonces decidí irme con mis hijos”.

Si bien siempre están en distintos lugares de la Ciudad de Buenos Aires, la mayor parte del tiempo la pasan en Paseo Colón e Independencia, «porque ahí hay techo, además me siento más segura con mis hijos porque en ese lugar permanecemos con otras familias que están en la misma situación y nos cuidamos entre nosotros”.  

Útiles y alimentos, en crisis

Pancho vive con su compañera. Tienen tres hijos: “Todavía son chicos, los mellizos tienen 10 años y la nena 12, ahora empiezan el colegio todos juntos y la verdad es que estoy desesperado, no sé cómo hacer para conseguir todas las cosas que necesitás”.

Si la Argentina tiene la canasta escolar más cara del mundo (se necesitan como mínimo 77 mil pesos para cubrirla), cuesta poco imaginarse cómo impactan esos valores en los trabajadores informales como Pancho, quien además de juntar cartón, en los últimos meses empezó a pedir comida en los restaurantes porteños: “así trato de no gastar en comida los 9 mil pesos que me deja el cartón y con ese dinero veo qué les puedo comprar a mis hijos”.

Mientras Pancho se la rebusca yendo a Capital, su compañera se queda en Derqui y se ocupa de los chicos. Dos veces por semana los lleva a un comedor donde les brindan apoyo escolar, pero ahora les avisaron que no tienen alimentos: “la nena anda bien en el estudio, ella es muy inteligente, a los mellizos les cuesta más, creo que es porque ellos están más preocupados por otras cosas, por ejemplo por jugar a la pelota con sus amigos, la chiquita pasa todo el tiempo con la madre, ellas son las que organizan el hogar”.

Ahora se las rebuscaron para otro posible ingreso económico: “Compramos bidones de desinfectantes para piso y mi señora vende los pomitos chicos en casa durante todo el día, puso un cartel y los vecinos le compran, me dijo que con esa plata va a comprar algunos útiles escolares para que los chicos empiecen las clases”.

No es la primera vez que la pasan mal. Pancho transitó suadolescencia y juventud en los años ’90. «Fuimos detenidos y cagados a palos por ir a saquear un supermercado en el 2001, por suerte estuve preso solo unas semanas, pero conozco a vecinos que estuvieron años por esos hechos”, recordó.

En esa época también iban con gente del barrio a buscar «comida y cosas a Capital». Le ve aspectos parecidos a las dos épocas. Hace 23 años tampoco entraban todos con los carros en el furgón, la Policía Federal que custodia las estaciones les pegaba, los corrían. «No nos dejaban viajar tranquilos, ahora pasa lo mismo”, denuncia el hombre que en aquél momento tenía apenas 19.   

Eran tiempos del «Tren blanco», el tren cartonero. Aunque nota una salvedad: en estas décadas salieron programas como la Asignación Universal por Hijo, que no estaban en 2001. El tiempo dirá si seguirán manteniéndose. Por lo pronto, esta semana el Ministerio de Capital Humano anunció el fin de los Potenciar Trabajo (que será reemplazado por dos programas) y el quite de las intermediaciones de organizaciones sociales, claves en el territorio, estando en lugares donde nadie llega.

Paradores

Recuerda que antes encontraban «de todo» en la calle: comida, vestimenta, juguetes, «cosas para vender y poder pagar la habitación, pero ahora casi nadie tira nada y tampoco te dan, cambió mucho la situación de las personas que vivimos en la calle, y encima ahora somos muchas más”.

¿Por qué no está en un parador de la Ciudad? Subraya que «están abarrotados», pero hay otros problemas, como la inseguridad que viven ahí adentro, e incluso los logísticos: «Tienen horarios que hay que cumplir para ingresar y muchas veces se superponen con los horarios en los que tengo que ir a buscar comida en los restaurantes o ropa que la gente me guarda”.

Además, la problemática se agrava con los desalojos violentos que se están realizando día a día en inmuebles del AMBA, sobre todo de la Capital Federal, la mayoría de las veces con fines inmobiliarias con el aval de los jueces de turno. Las consecuencias: decenas de nuevas familias en la calle ante cada operativo. Las fuerzas policiales suman su parte, utilizando la violencia y violando derechos.

Una de las últimas postales la entregó el Aeroparque Jorge Newbery. Allí dormían personas que en la primera semana de febrero fueron expulsadas del lugar a través de un operativo ordenado por el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat. El desalojo fue ejecutado durante la madrugada. Hoy, esas tres mujeres y 16 hombres engrosan la lista de personas en situación de calle, tratando de sobrevivir ante la indiferencia del resto.