La escritora española Alana S. Portero, poeta, dramaturga, directora escénica y autora de artículos periodísticos publicados en distintos medios. debuta en la ficción con una novela, La mala costumbre. Escrita en primera persona, quien narra es una niña trans que busca la forma de habitar su cuerpo en libertad.

¿Qué otra cosa se puede narrar –dijo alguna vez Ricardo Piglia– sino un viaje? La literatura occidental se funda, precisamente, en los viajes homéricos. Alana S. Portero lo testimonia en su magnífica novela La mala costumbre. En ella, una niña que se vuelve adolescente encerrada en un cuerpo de varón viaja desde su barrio de clase obrera de San Blas a la noche madrileña. No va en busca de un tesoro escondido, ni del Minotauro. Viaja a buscarse a sí misma, viaja en busca de la libertad de ser quien es, viaja para aprender a rebelarse contra el destino que la cultura le ha impuesto a los cuerpos encasillándolos de manera binaria según su morfología.

Como Ulises, también esta heroína homérica regresa a Ítaca, al barrio obrero de San Blas donde viven sus padres. Quizá, como a Ulises, sólo lo reconozca cabalmente Argos. El amor familiar y la comprensión no siempre van de la mano, pero también es posible amar lo que no se comprende. O, quizá amar sin comprender del todo sea la forma más generosa del amor.

Alana S. Portero nació en Madrid y, como la protagonista de su novela, proviene de la clase obrera. Poeta, dramaturga y directora escénica, debuta en la narrativa con una novela que se convirtió en un suceso editorial. La calidad de un libro suele medirse en cifras de venta. En este caso, es preciso señalar que, además de ser un suceso editorial, La mala costumbre es un suceso de la escritura.

–¿Cómo lograste esa voz tan potente que narra la niñez y adolescencia de una niña  cautiva en un cuerpo de varón?

–Comencé a escribir La mala costumbre cuando tenía 41 años porque antes no me sentí lo suficientemente madura en lo literario como para escribir una novela. Creo que hasta ese entonces no tenía una voz literaria. Tenía sí pequeñas voces porque mi voz literaria estaba fragmentada. Era poética, dramatúrgica, pero no se había cohesionado lo suficiente como para ser una voz narrativa. Cuando sentí que pude aunar esas pequeñas voces, entendí que estaba lista y decidí escribir la novela.

–¿Por qué decidiste usar la primera persona?

–Porque para mí era muy importante que hubiese un pacto de intimidad, una sensación de intimidad muy grande entre las lectoras y  lectores y yo misma. Quería crear una burbuja de intimidad, casi como si alguien leyera el diario de otra persona a escondidas, sin permiso. Además, creo que esa voz es un poco mi propia voz. Todo el mundo cuando escribe lo hace desde su propia voz aunque la esconda en metáforas o en terceras personas.

Foto: Diego Díaz

–Detrás de la voz de tu novela hay mucha elaboración. ¿Cómo fue?

–Cuando comencé a escribir, mi intención era escribir una buena novela y que la voz estuviese lograda. Que fuera certera y sólida. Eso, para mí, se teje con mucho ensayo y mucho error. No tengo ese talento que tienen otros que encuentran la melodía de la voz muy fácilmente. Entonces, trabajé con mucho ensayo y error y cuando sentí que la novela me conmovía a mí misma, creí que lo había conseguido. Ese logro fue a través de mi propia emoción.

–¿Y el proceso de escritura?

–Fui acumulando notas y fragmentos de la novela durante cuatro años. Eran fragmentos muy breves que estaban entre otras escrituras porque yo escribo para medios de comunicación, escribo obras de teatro. En medio de todo eso se escapaba alguna nota que tenía que ver con la novela que tenía en la cabeza y quería escribir. Incluso algunas de esas notas comenzaron siendo poemas o un cuento. Pero en lugar de componer algo con esas notas, las guardaba, las acumulaba con una idea que tenía muy clara. Al principio iba a ser una novela de infancia, pero luego ella sola me pidió más tiempo. De modo que comenzó a construirse de una manera muy orgánica. Esas notas que iba acumulando tenían sentido.

Foto: Diego Díaz

–Y luego, un trabajo de edición.

–Sí, pero esas notas me resultaron muy fáciles de cohesionar. Cuando realmente me senté a redactar la novela, casi ya estaba escrita. Había que redactarla, ordenarla. En este punto trabajarla fue facilísimo porque ya estaba hecha.  La novela funciona mucho como una vuelta al pasado, como algo que se teje a través de los recuerdos y se mezcla un poco con la magia porque los recuerdos, en definitiva, tienen mucho de ideación y de creación propia. Creo que todos y todas somos narrativas, somos nuestra propia narrativa. Nuestros recuerdos son un cuento enorme que nos contamos y cada vez que lo contamos es diferente. Me di cuenta de que ésa era la textura que tenían esos textos y que sólo tenía que coser.

–Pero coser resulta difícil. Quizá hay que dejar fuera cosas de las que uno se enamoró pero que no funcionan en el conjunto.

–Sí, pero ese proceso me gusta mucho porque tiene que ver con el oficio del escritor y la escritora. El oficio reside en componer con los fragmentos que una tiene. Hay que hacer algo con lo que la inspiración le ha dejado porque la inspiración por sí misma puede terminar siendo un cuadro de pinceladas gruesas que no significan nada. El proceso de cosido, de composición, en realidad fue fácil. Incluso agregar o quitar textos no me costó mucho. Como vengo del teatro y escribo las obras que mi compañía pone en escena, quitar cosas de las que me he enamorado no me cuesta tanto. Es como arrancarse algo, es un desprendimiento  pero a ese desprendimiento estoy acostumbrada. Creo, como decía Stanislavski, que la diva es la obra. Estoy muy convencida de eso y, en este caso, la diva pedía recortes y yo se los di porque estaba a su servicio.

–Es muy interesante la forma en que narrás a esa niña encerrada en un cuerpo con el que no se puede identificar.

–Para mí eso era importantísimo contarlo bien y contar una historia en la que ella es muy autoconsciente. Ella sabe perfectamente quién es. Quizá no puede ponerle nombre a lo que siente, le faltan herramientas y, por supuesto, sus circunstancias ambientales se lo complican aún más, pero ella sabe quién es. Yo quería que eso quedase claro, que no hubiese ninguna escala de grises en cuanto a quién es ella. Hay escalas de elaboración del personaje, escalas de una mentira muy elaborada para sobrevivir, pero ella sabe muy bien quién es y eso me importaba contarlo así, tal cual.

Foto: Diego Díaz

–¿Por qué?

–Porque es una experiencia bastante común. Las infancias trans suelen ser muy conscientes de que lo son.  Además, hay una soledad muy concreta que una experimenta cuando tiene esta condición. Eso ayuda a realizarse, a saber quién es una, a desarrollar  un mundo interior que corre el peligro de convertirse en un abismo. Creo que se desarrollan unas herramientas de autoanálisis bastante poderosas, una llega a cierta edad sabiendo bastante bien quién es.

–Padecimientos no le faltan a nadie, pero lo terrible de esa soledad, me parece, es lo inculcado sobre lo que está bien o mal respecto de la sexualidad. Aún hoy hay que cuidarse no sólo de los violentos, como tu personaje el Marrano, sino también de la gente querida por el miedo a defraudarla. Por eso, La mala costumbre también es una novela sobre el silencio.

–Para mí era irrenunciable narrar ese silencio, esas políticas del silencio que buscan formas de comunicación que son simbólicas y no verbales. Eso en las familias se ve muy bien. La familia no comprende lo que pasa con su hija, pero no la rechaza, la quiere.

–Creo que eso es un hallazgo, porque quizá hubiera resultado demasiado fácil poner la incomprensión del mundo frente a una niña trans, porque en eso hay muchos matices.

Es que la historia del trauma trans es un fetiche que no le corresponde al mundo trans. Es lo que se espera de la vida de una mujer trans: que su familia la eche a la calle. Es innegable que eso sucede, pero no siempre es así, no es lo habitual. El rechazo y la incomprensión no tienen por qué ir unidos. Esta familia quiere mucho a su hija y ella sabe que su familia es un lugar seguro, es un lugar al que volver. Pero no es un lugar donde desarrollarse y por eso tiene que buscar otra cosa. Pero ella quiere a sus padres y sus padres la quieren a ella. Lo que pasa es que a los padres se les ha extraído la capacidad de comprender y de todo lo que no sea solucionar lo material porque son gente de la clase obrera que trabaja horas y horas y no tiene ni la energía ni el tiempo para sentarse frente a su hija e intentar entender lo que pasa. Saben  que sucede algo, pero no saben solucionarlo, no saben hablarlo y por eso crean muros de silencio cada vez más asfixiantes.

–Tampoco ella habla.

–Claro, ella crece en ese mundo. Esos muros son una construcción compartida. Ella es muy consciente de que no puede hablar porque tiene miedo de que la abandonen, como tú lo has dicho, de decepcionar. Tiene mucho miedo, el miedo se le hace víscera y le machaca la vida. Pero hay toda una política de gestos. Hay un momento en que el padre se quita la comida de la boca para dársela a su hija. Hay miradas, hay suspiros, un montón de pequeños detalles que dicen que esa familia está loca por comunicarse, pero que hace lo que puede.

–Como todas las familias

–Sí, como todo el mundo. En verdad es que todos nos parecemos mucho. Me gustaría que quedase claro que una historia trans no es más que una historia humana.

–Hay muchas descripciones físicas de los personajes. En este sentido, creo que es una novela deliberadamente anacrónica, decimonónica.

–Sí, tal cual. La novela francesa del siglo XIX es referencial para mí pero, por otro lado, como mujer de teatro soy absolutamente stanislavskiana y creo que el cuerpo va antes que la emoción, el cuerpo invoca nuestras emociones, lo que nos pasa en el cuerpo como la angustia o la ansiedad es lo que convoca a la emoción. Es importante describir los cuerpos porque somos nuestros cuerpos y todo nos pasa allí. Nuestro cuerpo se modifica de acuerdo a cómo nos toquen, nos agredan, nos hablen, nos cuiden, nos alimente o qué hagamos con él. Creo que no describir la fisicidad de un personaje es mutilarlo.

–Sobre todo en una novela que habla de la sublevación de un cuerpo contra lo que se supone que debe ser.

–Claro, es una búsqueda de la propia carne desde la carne. Es una búsqueda de existir dentro de una. Ella quiere habitar su cuerpo en paz y de forma pública, porque si no habitamos nuestro cuerpo en forma pública, no lo habitamos, estamos encerradas y muertas. Todo gira en torno de nuestra corporalidad. 

El derecho a la belleza

–En tu novela hay una reivindicación de lo femenino en el sentido más tradicional. El personaje de Margarita, discriminada por ser trans, por ejemplo, quiere que su madre muerta sea velada con su vestido blanco, con sus zapatos, que se vea linda.

–En entornos de pobreza y en entornos de discriminación, a menudo no se tiene derecho a la belleza. Se entiende como una cuestión secundaria y no lo es. Las mujeres en las cárceles, donde no están sujetas a la mirada masculina, se siguen maquillando como pueden. Lo hacen incluso frotando sus dedos contra las imágenes rojas de las revistas y con esa tinta se pintan los labios. Yo entiendo muy bien que la reivindicación de la feminidad clásica pueda resultar extraña a la mirada del feminismo que ha peleado para que esos códigos no sean obligatorios. Pero creo que son reivindicables sin traicionar la lucha. Porque quien no tiene acceso a esa feminidad, como es el caso de la protagonista de la novela, la única forma que tiene de reivindicarse a sí misma es recurrir a los símbolos estéticos de la feminidad clásica. Lo que para algunas mujeres puede ser una imposición, para otras es parte de su liberación. Las dos cosas pueden coexistir y entenderse. Las liturgias de la feminidad son muy poderosas y, sobre todo, pueden ser muy literarias.