Querido Bukowski:

¿Cómo anda? Espero que bien. Seguro que durmiendo el sueño eterno en algún cementerio de esa cloaca mal maquillada que llaman Los Ángeles. ¿O estará en un infierno encantador? Qué importa, si la vida ya es un infierno. Usted lo sabe bien. Qué le tengo que andar explicando. Siempre contó que desde muy pendejo aprendió que el amor y el afecto siempre brillan por su ausencia en este mundo miserable.

Pero basta de divagues, voy al grano. Acabo de terminar de leer su último libro. Se llama La enfermedad de escribir. Título picante. No esperaba menos de usted. Le cuento que fue publicado en español por la editorial Anagrama. Sí, lamentablemente, conserva algunos términos demasiados gallegos que abaten la lectura. Pero no es para tanto: por lo menos, ya no imprimen el “polla” o “nevera” en todas las páginas. De última, los lectores somos pobres seres humanos que nos adaptamos a todo. ¿Qué otra cosa nos queda?

¿En qué estábamos? Ah, sus cartas. ¡Qué cartas! No es fácil distinguir si son poemas, novelas breves, relatos largos. De lo que no hay dudas, es de que son arte. ¿Y qué es el arte de la escritura? Usted lo define muy bien en una carta breve que le mandó el 13 de septiembre de 1990 a Henry Hughes, editor de la revista Sycamore Review: “Más de una vez he dicho que escribir es una enfermedad. Me alegro de haberme contagiado. Cada vez que entro en este estudio y miro la máquina de escribir siento que algo en alguna parte, unos dioses extraños o algo innombrable, me han conferido un don maravilloso que perdura y perdura. Oh, sí”.

Le cuento que el trabajo sucio de leer, copiar, editar, elegir fragmentos y dibujos que engordan su libro lo hizo un tal Abel Debritto. Sí, es un intelectual, esa casta que usted tanto desprecia, incluso más que a los beatniks. Y no hay que quitarle méritos al tal Debritto. El hombre repasó más de 2.000 páginas de su correspondencia inédita. La primera está fechada en 1945. No sé si la recuerda. Usted era un cachorro muerto de hambre y rabioso. Le mangueó trabajo a Hallie Burnett, editora de la revista Story. No tuvo suerte. Entonces, siguió caminando como un lobo solitario por la larga senda del perdedor. La última está fechada el 1 de febrero 1993, pocos meses antes de su muerte. Está dirigida a Joseph Parisi, editor de la prestigiosa revista Poetry, el Olimpo de los poetas. Después de cuatro décadas, se dignaron a publicarle tres poemas. Ese día, tocó el cielo con las manos: “Recuerdo que de joven leía Poetry: A Magazine of Verse en la biblioteca pública de Los Ángeles. Ahora, por fin, ya soy uno de los vuestros”.

Téngame paciencia, no todos los días se le escribe una carta al maldito Bukowski. ¿En qué andábamos? Ah, le quería contar que disfruté mucho sus diatribas filosas sobre las obras de algunos colegas. A veces, golpes certeros dignos de Alí. Aunque hay que reconocer que usted también lanza misiles de destrucción masiva. No se andaba con chiquitas, Hank. En varias cartas, atiende a Ginsberg, Faulkner, Shakespeare y Henry Miller (ese de “los parloteos a lo Star Trek”). Aunque en el fondo, algo de cariño le tenía al viejo Henry. También le da duro y parejo a los biempensantes, policías de la moral y el lenguaje. Cuando retiraron su libro Erecciones, eyaculaciones y exhibiciones de una biblioteca de los Países Bajos, escribió estas líneas: “La censura es la herramienta que emplean quienes necesitan ocultar la verdad. Son incapaces de plantarle cara a la realidad y ni siquiera me cabreo con ellos, sino que me dan una pena tremenda. Los educaron para protegerse de todo cuanto ocurre en la vida. Les enseñaron a mirar en una sola dirección cuando existen cientos de direcciones”.

Del otro lado de la moneda, usted no ahorra elogios para con Dostoievski, Céline, el primer Hemingway, varios editores y su amado Fante. ¿Se acuerda de la carta que le mandó en diciembre del 79? ”La botella de vino está abierta y la radio encendida y voy a poner papel en la máquina de escribir y, gracias a ti, las palabras llegarán de nuevo. Llegarán gracias a Céline y Dos, y Hamsun, pero sobre todo gracias a ti”.

De alguna manera, más allá del valor literario, siento que su libro es también un manual de supervivencia. ¿Cuántas veces escribir nos salvó la vida? En una carta de 1991 dirigida a John Martin, su editor, lo deja clarito: “Te lo habré contado miles de veces, pero nunca olvidaré lo que me pasó en Atlanta, cuando moría de hambre y, como poseído, escribía con la punta de un lápiz en los bordes blancos de los periódicos que los caseros habían puesto en el suelo de tierra a modo de alfombra. ¿Loco de atar? Sí, pero era una locura de la buena. No lo olvidaré jamás. Fue el mejor curso de Literatura imaginable. Pienso atravesar como un rayo el cielo todo. Porque sí”.

Hasta acá llega esta carta, Bukowski. En Buenos Aires, arrancó el verano, hace un calor insufrible y en la heladera ya no quedan cervezas. Sabrá entender que debo ir al chino a aprovisionarme unas latas. Así, están las cosas esta tarde. Los pájaros cantan en Barracas. Sólo nos queda beber hasta la Navidad. Y después, también.

NGR

23 de diciembre de 2021