En un arrebato de pasión especulativa podría conjeturarse qué ocurriría hoy, al menos al interior del campo progresista, sediento de biempensante cancelación, con una figura y una obra como la del norteamericano Charles Bukowski, héroe del whisky, paladín de la cerveza, la misoginia y los excesos en general.

El campo progresista, y no sólo el progresista, claro está, tiene hoy, de cualquier manera, en esta Argentina distópica y cruel, otras batallas que dar, otros embates que resistir. En este mes de marzo –el 9 para ser exactos– se cumplieron 30 años de la muerte del autor de Factotum y no está de más –cómo podría estarlo– recordarlo con unas pocas palabras, de por sí, insuficientes.

30 años después de su muerte, una mirada

Bukowski, de nacimiento alemán, llega a Estados Unidos a sus tres años. Los padres, emigrados por la penuria económica que sufren en el marco de la postrimería de la Primera Guerra Mundial, se asientan finalmente en Los Ángeles.

Hijo único, aunque no único destinatario de la furia paterna, Henry pasa su infancia como un reo temeroso sujeto al arbitrio del carcelero. En un barrio carenciado y sumergido en el clima hostil y desesperanzador de la Gran Depresión, el joven Bukowski absorbe el abatimiento personal, la desazón generalizada y la precariedad laboral que campea por el barrio, el Estado, el país.

En plena adolescencia, y en franco combate con su padre golpeador, sufre un severo ataque de acné que deja atónitos, incluso, a los médicos del hospital público en el que se trata por un tiempo. Su bronca y resentimiento afloran ya, definitivamente, y su hostilidad y perpetuo cuestionamiento hacia todo tipo de jerarquía emergen para nunca más desaparecer.

Vale citar in extenso un pasaje de La senda del perdedor de 1982, novela en la se explaya sobre su infancia y juventud. El protagonista adolescente, en la soledad de su cuarto –y en franca disputa con la existencia– conmina a Dios.

“De acuerdo, Dios, dime que estás ahí realmente. Tú me has metido en este lío. Quieres probarme. Supón que te pruebo yo a Ti. Supón que yo digo que no estás aquí. Tú me has dado una prueba suprema con mis padres y mis granos. Creo que he aprobado tu examen. Soy más duro que Tú. Si ahora mismo bajaras hasta aquí, escupiría en Tu cara, si es que tienes una cara.”

“¿Y también cagas? El cura jamás me contestó a esa pregunta. Nos dijo que no dudáramos. ¿Dudar qué? Creo que Tú ya me has estado dando la coña mucho rato, así que te pido que bajes hasta aquí para que pueda ponerte a prueba. Esperé. Nada. Esperé a Dios. Esperé y esperé. Creo que me dormí”.  

Bukowski, una cosmovisión

Para ofrecer un pantallazo general de la cosmovisión Bukowski –cosmovisión cercana en la férrea crítica contracultural al desenfreno de la generación beat– podrían citarse, a su vez, los primeros versos de “Cómo ser un gran escritor”:

“Tienes que cogerte a muchas mujeres /bellas mujeres /y escribir unos pocos poemas de amor decentes /y no te preocupes por la edad /y/o los nuevos talentos /solo toma más cerveza más y más cerveza”.

Versos llanos y directos, de dudosa elaboración. Machismo, alcohol, escritura. Sin embargo, hay lugar, en el mismo poema, para la elevación –digámoslo así– metafísica: “un sabor temprano de la muerte no es /necesariamente /una mala cosa /quédate afuera de las iglesias y los bares y los / museos /y como las arañas sé /paciente, /el tiempo es la cruz de todos. /más /el exilio / la derrota /la traición”.

No hay que olvidar que, para bien o para mal, Bukowski fue también, más allá de su faceta narrativa, un prolífico poeta. Para algunos, un poeta menor; para otros, muchos otros, un poeta que azuza como nadie, con una potencia cegadora, los clichés conservadores o progresistas.

Bukowski se ufanaba por el modo en que el material biográfico irrigaba su caudal literario; la propia experiencia, decía, fungía como sustrato esencial de los textos. Sabemos, de cualquier forma, que toda experiencia, por intensa o superficial, vaga o concreta, atraviesa vastos tamices hasta llegar al libro.

El lenguaje, la estructura de la narración, los silencios y huecos prediseñados, el énfasis en la hipérbole, resultan (inevitables) mediaciones, recursos de los que hecha mano cualquier escritor –se precie, o no– de autobiográfico. El realismo sucio, después de todo, con su estética de la acción pura, su registro sexual y vehemente, no es más que un reconocible género literario.

Bukowski de puño y letra

En Cartero, su primera novela publicada en 1971, Bukowski introduce al antiheroico Henri Chinaski, su célebre alter ego. En el libro se retratan los doce años serviles y grises de su trabajo en la oficina de correos en Los Ángeles. La figura de Chinaski se esboza con los rasgos que el propio Bukowski se encargó de concebir, para él mismo, como escritor: alcohólico, misógino y misántropo; hombre de pocas palabras, que rechaza cualquier tipo de institución formal o legal y maldice toda forma de comportamiento gregario y civil; amante inescrupuloso de las apuestas, el hipódromo y el sexo.

Para Chinaski/Bukowski nada más revulsivo que el acatamiento a las normas; nada más deshumanizante que cumplir con el listado de rigor para acceder al sueño americano.

En Cartero, al ingresar al trabajo, el narrador toma juramento frente a la bandera. Ha obtenido, le asegura el encargado, un empleo estable y seguro. La ironía recalcitrante de Chinaski no se hace esperar:

 “¿Seguridad? Podías tener mucha seguridad en la cárcel. Tres paredes y ningún alquiler que pagar, nada de utilidades, ni impuestos, ni mantenimiento infantil. Nada de licencias de circulación. Nada de multas de tráfico. Nada de sanciones por conducir en estado de ebriedad. Nada de pérdidas en el hipódromo. Atención médica gratis. Camaradería con gente con intereses similares. Iglesia. Funeral y enterramiento gratuitos”.  

Otra forma de vida debería ser posible: este es uno de los rezos implícitos –aunque nunca reconocidos– por los que aboga la poética de Bukowski.

A pesar de que el destino –incluso el que se forja día a día cualquier borracho, ludópata, cafiolo o prostituta– parece marcar a todos desde el nacimiento hasta la hora final: y si la locura no está inscripta ya en nosotros, el mundo se encargará de hacerlo, más tarde, más temprano, a punta de pistola.

Escribe en “Nacer en esto”, del libro Poemas de la última noche de la tierra (1992):

“Nacimos así /en medio de esto /en medio de guerras prudentemente enloquecidas / en medio del paisaje de fábricas con ventanas rotas y vacías / en medio de bares en donde la gente ya no habla /en medio de peleas que pasan de los puños a las armas y a las navajas. / Nacimos en esto /entre hospitales tan caros que es más barato morirse / entre abogados que te cobran tanto, que es más barato declararse culpable. / En un país donde las cárceles están llenas y los manicomios cerrados”.

De la actualidad y vigencia de Bukowski se encargan el fanatismo de sus lectores (que cuentan con algo más que años adolescentes) y el heterogéneo campo editorial. Anagrama, por su parte, publicó en 2020 La enfermedad de escribir, jugoso volumen de cartas, y la editorial independiente Ascasubi acaba de sacar a la luz en nuestras tierras la plaqueta del relato “Un suicidio”, en traducción de Lucía Magalí Aguirre (que nos libra, por fin, de los modismos españoles) e ilustrado por Nacho Gump.

En una carta del 15 de septiembre de 1990, Bukowski escribe a los editores de la North Colorado Review: “Un escritor no es escritor porque ha escrito un puñado de libros. Un escritor no es escritor porque enseña literatura. Un escritor solo es escritor si escribe ahora, esta noche, en este preciso instante. Hay demasiados escritores que teclean. Los libros me aburren y se me caen de las manos, son una mierda”.

La literatura –cada una de las palabras, cada una de las oraciones– debe estar viva para escupirle en la cara al lector. Para recordarle el mundo infecto en el que vive y no permitirle olvidarlo jamás. Aunque no sería del todo justo pensar en motivos ulteriores en su obra, motivos de buena conciencia ideológica o política.

Un escritor, clama Bukowski, no tiene ningún tipo de compromiso excepto el de masturbarse en la cama y escribir, de cuando en cuando, una buena página.