Esta es la historia de Justina, una mujer de clase trabajadora y originaria del Chaco, que hereda de un día para otro una mansión en la llanura pampeana. Golpe de suerte o cuento de hadas, la vida de Justina se altera por completo: pasa de empleada doméstica a propietaria de un castillo medieval con doce habitaciones. Pero esta historia encantada no tiene un desapego escapista. En el origen de la herencia se remueve el tejido de las relaciones de clase social.

 El castillo es una “compensación” para Justina, quien dedicó toda su vida al cuidado de su patrona, una mujer de familia alemana, casada con un hombre de negocios y dueña de una gran fortuna. Después de una larga enfermedad, la patrona muere y, contra las expectativas de su descendencia, lega la mansión a Justina, con la condición de que la cuide.

¿Fortuna o maldición? El castillo, de Martín Benchimol, jamás responde a esa pregunta pero acompaña el presente de Justina y las tensiones que vive con su hija, Alexia. Bajo los techos abovedados de la mansión, madre e hija enfrentan los desafíos de la herencia: mientras una se resiste a dejar atrás el legado, la otra se aventura a imaginar algo distinto.

La película recibió el galardón a Mejor Película en Horizontes Latinos (San Sebastián) y tres Premios Independientes en el 38° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (Mejor Director, Mejor Guión y Mejor Realización Técnica). Se estrena este jueves 30 de noviembre en salas de Córdoba (Cineclub M. Hugo del Carril en Córdoba, sala Leonardo Favio en Río Cuarto), San Juan, Mendoza, Catamarca, GBA y otros espacios de las provincias. En CABA habrá función a partir del próximo jueves 7 de diciembre en la Sala L. Lugones y en Cine Arte Cacodelphia.
En esta nota, Tiempo Argentino conversó con el director del film.

-¿Cómo conociste el castillo y cuál fue tu primera impresión?

-Por accidente. Yo estaba filmando mi película anterior, El espanto, por la zona. De pronto me topé con este castillo en el medio del campo. Me metí en la casa y la vi a Justina trabajando en el jardín. Le pedí hablar con el dueño de casa. “Acá la tenés a la dueña”, me dijo. Sacudió mis prejuicios rápidamente. Ese día ella me contó toda su historia. Me mostró la casa. Mientras recorríamos, vi que tenía un montón de retratos, fotos e imágenes de la antigua dueña. Se notaba que había tenido un buen pasar, con lujos, viajes y fiestas.
Por dentro no podía evitar pensar todo lo que se podría hacer vendiendo la mansión: viajar, comprarse algo en Buenos Aires, poner un negocio… Pero Justina me cuenta la promesa que le hizo a la dueña y  me agarró una sensación muy contradictoria, eso fue lo que me dio ganas de hacer la peli. Este lugar, que era una especie de salvación mágica, de repente parecía una cárcel.

La película empieza con Justina ya siendo dueña legal de la casa, no habla de la peripecia para convertirse en dueña, sino que abre la pregunta de cómo hace una persona de clase trabajadora como Justina para sentirse propietaria de manera genuina. Es decir, si ella puede realmente apropiarse del lugar en un sentido simbólico, no sólo en un sentido legal.

-¿Por qué decidiste no ahondar en la peripecia?

-Era muy interesante contar todo ese proceso, pero yo quería una película que estuviera en el presente, no quería una película nostálgica, que fuera hacia atrás; quería verlas a ellas hoy en su vínculo actual, sosteniendo la casa con la inminencia de una separación, porque Alexia quiere irse a vivir a Buenos Aires. Me parecía que eso condensaba todo. Cuando Justina me contó su historia, la escribí de manera cronológica, como si fuese el borrador de una novela. Fue un ejercicio que me sirvió para ver que el momento presente tenía un punto dramático muy interesante y muchas capas de sentido, porque justo están ellas dos viviendo el proceso de la separación. Me parecía el momento más jugoso para la película, también porque Justina tiene la oportunidad de soltar el legado de su patrona, es decir, de esta cuestión de vivir pegada a ella. Ahora tenía la posibilidad de hacer algo distinto con su propia hija. Todo eso me parecía casi sacado de un cuento clásico de hadas, la idea de la empleada doméstica que tiene que soltar un mandato.

-Hay algo de “la salvación mágica”, ¿no?

-Sí, es cada vez más improbable la movilidad social ascendente. Para mí el ascenso social se relaciona siempre con una cuestión mágica, tiene que haber algo extraordinario, un golpe de suerte, y por eso la película tiene este tono de cuento de hadas. Está relacionado con ese pensamiento y de hecho la historia también es como una especie de fábula: se juega una cuestión moral en la idea de recibir un castillo con la promesa de cuidarlo. Si bien en la película no está la moraleja, la estructura de la historia en sí misma pareciera que demanda una moraleja: ¿tiene o no tiene que cumplir la promesa? Hay una pregunta del orden de lo moral.

-Pero nunca se responde esa pregunta.

-No, porque yo creo que esa pregunta en sí misma es una trampa. La pregunta que hace la película es ¿cómo hace Justina para vivir su vida a su manera? No es la misma pregunta que le hace la patrona. Y en ese sentido Alexia, la hija, es una oportunidad para Justina, por eso me interesaba el vínculo entre ellas. Es una oportunidad para emanciparse. Las dos aprenden juntas. Finalmente es la historia de dos mujeres que tienen la oportunidad de emanciparse. Es muy loco porque yo escribí un guión de la película que incluía un final y ese final era emancipatorio pero el proceso de hacer la película me hizo conocer a Justina y entender que su forma de emanciparse no era la que yo había escrito. Por eso es una película que habilita el encuentro.

-A lo largo de la película se ve una tensión permanente en la relación entre madre e hija. Alexia de alguna manera busca evadirse de las tareas rurales que demanda el castillo e ir por su camino, pero la madre siempre la trae al presente. ¿Cómo fue el proceso de retratar ese vínculo?

-Desde un primer momento lo que más me fascinó fue eso. Incluso desde lo temático, porque hay una diferencia de clase. Alexia fue criada bajo el ala de la antigua patrona con lo cual tiene una pertenencia de clase muy distinta a la de Justina. Nunca le faltó nada, fue a un colegio privado, habla inglés, consume un montón de contenido de Estados Unidos, viene de un lugar completamente distinto. Entonces para mí en ese vínculo estaba todo de lo que quería hablar y con ellas fue lindo el trabajo. Hay escenas que son de observación documental, pero también muchísimas escenas -la gran mayoría- son un juego, recreaciones de ellas mismas de su propia vida. Gran parte son escenas que compartimos juntos, como las visitas al Castillo de los parientes de la antigua patrona, y otras incluso son escenas que imaginamos del futuro. Por ejemplo: ¿Qué pasaría si Alexia se va a vivir a Buenos Aires? Entonces, el rodaje era un escenario donde ellas un poco interpretaban su vida y otro poco imaginaban cómo podría ser el futuro. Y para mí fue muy lindo eso, porque el trabajo de dirección con las dos fue completamente distinto. Alexia al final trabajaba como una actriz profesional directamente y en el caso de Justina todo lo que trabajamos tenía que ser en el marco de su universo. De hecho, para mí en la película no actúa, sino que lo está viviendo. No está generando un imaginario distinto, está reaccionando a lo que le pasa ahí. Y eso es interesante como laburo de dirección porque Alexia estaba creando mundos y Justina le respondía de verdad, o sea, era Justina reaccionando a cosas que le pasaban.

-¿Y por qué crees que pasaba eso?

-No sé… Alexia se abrió a una cuestión muy lúdica de interpretar, de jugar. Y para Justina era una cuestión bastante más catártica, me animo a decir. Se encontró imaginándose cosas por primera vez en su vida. De hecho hay una escena en donde Alexia está haciendo el bolso para ir a Buenos Aires (eso lo armamos, fue una escena ficcional) y yo la veía a Justina mirar a Alexia hacer los bolsos y era evidente que a ella le estaba pasando algo en ese momento, o sea, por primera vez estaba viendo a su hija prepararse para irse de la casa. No estaba actuando, estaba reaccionando con mucha tristeza a eso que no había visto nunca en su vida. Todo esto fue una exploración para mí, porque nunca había filmado una película de esta manera. Si bien mis películas anteriores tienen un encuentro entre ficción y documental, en esta película en particular fue muy profundo el nivel de conexión con las protagonistas. Ahora a la distancia lo puedo ver y las dos lo dijeron en varias notas, fue muy transformador para ellas también hacer la película. Se encontraron con escenarios que son de su universo, pero que no habían atravesado nunca entonces es muy transformador.

-¿Crees que la repercusión que tuvo en distintos países tiene que ver con eso?
-Sí, el vínculo entre ellas es una de las cosas que permitió empatía en lugares tan lejanos como Hong Kong o  Suiza, son culturas muy distintas a la nuestra. La repercusión que tiene en la audiencia se da desde un lugar muy sencillo, muy cercano: una relación de una madre y una hija a punto de separarse. Eso me parece que es lo más accesible de la película. La historia es excéntrica, las situaciones que cuenta son excéntricas, pero ellas dos para mí tienen eso, producen cercanía con la audiencia.

-¿Qué otras problemáticas abre la película?

-Se hace preguntas en torno a la posibilidad o no de la movilidad social. La herencia como elemento que define una pertenencia de clase. Y se hace preguntas respecto de si esa pertenencia de clase es pasible de modificación, más allá del dinero que tengas en la cuenta del banco o las propiedades que tengas a tu nombre. La pregunta por la herencia no es sólo en un sentido material, sino simbólica. Empieza con la herencia material resuelta, porque ya tiene la casa legalmente, pero lo que está en juego es la herencia simbólica. Y también hay un costado que tiene que ver con “la buena conciencia progre”, representado en la familia de la patrona, que va de visita a la mansión con las mejores intenciones, pero que en realidad tiene un espíritu invasivo y controlador.