Todos los que hasta la fecha han cuestionado la entrega del Nobel de Literatura a Bob Dylan seguramente reniegan que el compositor, cantante y poeta haya sido capaz de crear una nueva expresión poética dentro de la tradicional canción americana.

Dylan, que además del venerado Dylan Thomas, a lo largo de su incesante trayectória ha tenido innumerables nombres artísticos (como los heterónimos de Pessoa): Elston Gum – Bindy Boy Grunt – Rob Laudy – Robert Mikwood Thomas – Tedhan Porthouse – Lucky /Boo Wibury – Jack Frost o Sergei Petrov, recitó sobre el mítico escenario del Town Hall de Nueva York un conmovedor poema de agradecimiento a su declarado maestro, el músico folk Woody Guthrie. Práctica que siempre fue habitual en sus innumerables presentaciones por todo el mundo, ya que además de poeta juglar es, en sí mismo, un poema encarnado que exhala luz propia.

Bob fue declarado Doctor Honoris Causa en la Universidad de Princenton, lugar que atesora en sus archivos las obras de otros grandes poetas como nuestra fascinante Alejandra Pizarnik .

Como Jacobo Fijman, siendo judío de nacimiento finalmente se convirtió al cristianismo desde 1978. En 2007, además de recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, mereció un Pulitzer Honorífico por generar un «profundo impacto dentro de la Música Popular y la Cultura Americana, caracterizado por composiciones líricas de extraordinario valor poético».

Hace más de una década, su par chileno, el irrefutable Nicanor Parra, sorprendió a todos al declarar que Bob merecía el Nobel de Literatura por apenas tres versos de su «Tomstone Blues». Vaticinio confirmado.

La fundamental relevancia de Bob comienza en sus primeros discos, cuando desde muy joven se daba el lujo de desbordar con su pluma el guetto original de la música folk americana, y pasaba a influir de manera directa en toda la música pop y rock que fue surgiendo a partir de aquellos años ( 1964-65).

Sin él, sería prácticamente imposible pensar en un John Lennon reflexivo en cada letra. Sin Dylan no habría un Leonard Cohen, Monterrey Pop ni Woodstock.

Su evidente influencia en tantas canciones surgidas a partir de los años sesenta, no sólo es fundamental sino al mismo tiempo, fundacional.
El psicodélico dibujo de Milton Glaser, transformado en póster (ver ilustración) es el ícono que ha hermoseado las paredes de varias generaciones entre las que, por supuesto, me incluyo.

Quien intentara poner en duda su insuperable cualidad de legítimo poeta, no merecería ni siquiera mencionarlo. Aunque él mismo, como el propio Arthur Rimbaud, hubiera confesado que no se denominaba a sí mismo poeta porque no le gustaba esa palabra. Aunque fuera capaz de agregar como estocada un poema total: «Soy un artista del trapecio.»

La poesía desde y para siempre no sólo existe en el soporte de un libro. Cualquiera de todas las musas, incluso las más desvariadas, poseen y reflejan para existir de verdad, el mismo rojizo espejo en cada uno de sus corazones, dando luz al poema.

Desde los sagrados profetas juglares primigenios a innumerables trovadores que son un premio en sí mismos si están imbuidos de ese don escencial sin medias tintas que se posee o no, como el duende que pregonara tan apasionadamente Federico García Lorca.

Hace más de una década, el poeta Alen Ginsberg proponía en el Comité de Campaña a Bob Dylan para el Nobel. Afirmaba justamente lo que siempre sentimos al disfrutar cada uno de sus poemas cantados: «Es uno de los más grandes bardos y juglares de la poética internacional.» Único espacio por no decir patria poética aparte, dentro del cual las nacionalidades no importan, especialmente ese país antropofágico por exceléncia del que sólo podríamos rescatar a sus inmensos creadores, como en otro nivel siempre ajeno a la mera nacionalidad.

«Los tiempos están cambiando» simplemente profetizó Bob. Poesía por algo rima perfecta y nunca en vano con Profecía.

Bob, además de su voluminoso cancionero en formato de libro, tambien autorizó la publicación de sus Memorias y la Antología «The Lyrics» (Bob Dylan, todas sus canciones ) publicado en 1971 por editorial Blume.

Ya en el evitable como innecesario territorio de la polémica, no es ni siquiera parte de «Lo digno» como escribiría otro merecedor del Nobel, el gran poeta griego Odyseas Elyttis; afirmar como Irving Welsh acaba de hacerlo, ser su «Fan» pero al mismo tiempo detractor: «Este es un desacertado premio nostálgico arrancado de las rancias próstatas de seniles y balbuceantes hippies «, entre los que puedo tranquilamente ubicarme como otro más, dentro de la seguramente inmensa multitud aludida de manera tan contradictória como procaz.

Los mismo que en nuestro inmenso mundo aparte celebramos que lo hubiera merecido como mi tan admirada Joyce Carol Oates que por Twitter declaró: «Fue una decisión inspirada y original. Su evocadora música y letras siempre me parecieron absolutamente