En 2018 Fernando Aramburu presentó en la Argentina Patria, una novela monumental que narra un asesinato cometido por ETA en un pequeño pueblo vasco, y se convirtió en un suceso editorial que trascendió las fronteras y lo hizo conocido en todo el mundo.

Recientemente presentó en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires Hijos de la fábula. También esta novela, menos extensa, habla de ETA, pero lo hace en clave de humor. Dos jóvenes, Asier y Joseba, luego de seis meses de su ingreso a la organización –»ingreso o medio ingreso. No estaban seguros», dice el narrador– viajan al sur de Francia y se alojan en una granja avícola a la espera de instrucciones. Pero las instrucciones nunca llegaron. Ignoraban que ETA había anunciado su retiro de la lucha armada. La clandestinidad en que vivían, por lo tanto era sólo un producto de su imaginación. Nadie los perseguía dado que, en rigor, no pertenecían a la organización terrorista porque la organización misma había renunciado al terrorismo.

Al tomar conciencia de que habían pasado demasiado tiempo sin recibir instrucciones, fundan su propia organización supuestamente terrorista y, sin tener ningún arma, persisten en su fantasía, se desplazan por el sur de Francia y viven distintas aventuras en su imaginaria clandestinidad.

Supongo que luego de escribir Patria, escribir sobre el mismo tema pero con humor no debe de haber sido fácil. ¿Cómo enfrentó el desafío?

–No fue sencillo escribir Hijos de la fábula porque yo tenía ciertos escrúpulos morales. En algún momento temí hasta tal punto llegar a ofender a personas que ya habían sufrido demasiado, que me cité con una víctima del terrorismo que conocía, a la que admiro profundamente y por la que siento un gran respeto y afecto y le expuse mi propósito. Antes de comenzar la novela le expliqué cuál era mi proyecto y le aseguré que sus dos protagonistas no causarían víctimas. Esta persona me dio su aprobación y eso me hizo sentir libre para abordar un proyecto que tenía en mente desde hacía largo tiempo y que consistía en mostrar los flancos ridículos de los agresores. La idea de Hijos de la fábula nació al mismo tiempo que Patria, cuando ETA anunció que ya no iba a actuar más. Eso creó una situación narrativa que me llevó a concebir una novela seria, coral que fue Patria y ésta. No puedo escribir dos novelas al mismo tiempo, de modo que primero me ocupé de Patria y luego de ésta que concebí como la tercera pieza de una serie que integraban hasta ese momento Los peces de la amargura y Los años lentos que espero continuar en el futuro. Son cuentos o novelas breves y en ellos siempre me impongo una dificultad formal porque me resulta productivo, me estimula. El recorrido de Hijos de la fábula es menor que en Patria, el número de personajes es más reducido y partí de una premisa absurda que me libraba de la tentación de contar episodios simplemente graciosos. Bastaba con tirar del hilo de una manera racional, lógica, para que surgiera una novela que tiene un efecto cómico sin que el autor haya tenido que forzar la máquina. El principal problema fue lograr un equilibrio que debía mantenerse en cada página, en cada párrafo, en cada línea. Debía intentar no caer en la comicidad facilona, ir hacia lo chusco y trivializar un drama social terrible, ni caer del otro lado y blanquear la historia oscura de ETA, convertir en héroes a dos jóvenes que se organizan para atentar contra los demás. Estaba seguro de que en este último lado no iba a caer, pero sí me parecía que podía caer del lado frívolo, de lo trivial. Por eso tengo la sensación de que esta novela fue escrita con el freno de mano echado.

Foto: Mariano Martino

–El contrapunto entre estos dos chicos, uno delgado y el otro, gordo, me recordaron, por una lado, las películas de El gordo y el flaco y, por otro, al Quijote y Sancho Panza. Pero no por la obviedad del contraste entre sus figuras, sino porque en las películas del gordo y el flaco hay una voluntad de destrucción y estos dos jóvenes no tienen otro plan que la destrucción. El Quijote, por su parte, es alguien que enloquece a partir de los libros de caballería, lo que habla del poder que tienen los relatos. ¿Su novela es también un libro sobre el poder de los relatos?

–Claro, de allí viene el título de Hijos de la fábula. No tengo más remedio que estar de acuerdo con ese análisis. En cuanto a los posibles padres de estos dos personajes, la comparación con el Quijote me parece inevitable, porque los personajes de mi novela están imbuidos de una convicción, ven la realidad a través de una ideología y, la comicidad viene del hecho de que la realidad no se corresponde con su ideología y entonces el lector se da cuenta que lo que tienen delante no es lo que ellos creen, les suceden multitud de aventuras y recorren un determinado paisaje. Lo de el gordo y el flaco no me parece mal porque todas sus acciones, por destructivas que sean, siempre repercuten negativamente en ellos, no les hacen daño a otros. También se los ha relacionado con los personajes de Esperando a Godot de Samuel Beckett. Luego está el tema de la ideología que en esta novela se llama fábula. Después de los años que he vivido, estoy convencido de que el ser humano está condenado a albergar fábulas, precisamente por el hecho de que es un ser inteligente y necesita explicarse el mundo, explicarse lo que tiene delante y encontrar soluciones. El problema es que la inteligencia humana es muy frágil. Uno nace con la conciencia en blanco e inmediatamente los adultos empiezan a escribir en esa página y transmiten un idioma, tal vez una religión, hábitos, gustos. A la edad de seis años yo seguía creyendo en los reyes magos y estaba convencido de que se trepaban por la fachada del edificio donde yo vivía. Por eso les exigía a mis padres que pusieran un vaso con coñac en el balcón, porque en España en enero hace mucho frío. Es decir que todo mi comportamiento estaba determinado por el hecho de que yo había creído en una historia que era falsa pero bella. Podríamos tener la tentación de creer que esto sólo ocurre con los niños, pero no es verdad. Veo personas que se consideran de izquierdas, de derechas o que creen en un dios o en otro, es decir que su sistema cognitivo está habitado por  una serie de convicciones asociadas a menudo a ídolos, símbolos, representaciones cuya verdad es –digámoslo suavemente- indemostrable. Entonces mis personajes no son en absoluto estrafalarios, sino que están mentalmente colonizados por la idea de la patria vasca y están dispuestos a sacrificarse por la consumación del objetivo de la independencia. Por ingenuos que parezcan, son similares a muchos jóvenes vascos que conocí. El problema no es que, en el fondo, nuestros conocimientos sólo sean versiones o relatos que podrían ser sustituidos por otros, sino que estas fábulas, dogmas, convicciones lleven a algunos a hacer daño a otros. Por eso creo que hay que vigilar las fábulas. Ahí es donde yo intervengo con mis libros y mi discurso personal.

Usted dijo que su padre tenía un gran sentido del humor. ¿También es algo inherente a usted?

–Me considero una persona con propensión al humor que probablemente heredé de mi padre, un hombre que disfrutaba haciendo reír a los demás. Soy, sin embargo, incapaz de contar un chiste, pero siento un especial placer cuando a mi lado las personas sonríen o ríen. No me he encontrado jamás con ningún ser humano al que le molestase el humor y tampoco que  ría sin ganas. Considero que la risa es una afirmación de la vida.

–¿Nos podemos reír de todo?

–Creo que no. Si la risa hace daño ya no es lícita, se convierte en un arma dirigida a otros. Pero si destapa al mono que llevamos todos por dentro, si rebaja nuestros humos, nuestra arrogancia, nuestra solemnidad, es muy positiva y sana.

Los personajes de Hijos de la fábula tienen la ridícula certeza de que los persiguen y por eso viven en la clandestinidad, pero tienen una coherencia interna. No tienen armas y utilizan los dedos o un palo para practicar un ataque con armas de fuego.

–Claro. Como le encuentran una justificación a sus actos, los consideran razonables. Pero debo decir que no toda la comicidad que está en el libro es obra del autor. Yo hice de joven el servicio militar en España y en las maniobras debíamos arrojar piedras que hacían las veces de las granadas de mano o había que desfilar con fusiles de juguete, de madera. Sólo ante el público se desfilaba con las armas verdaderas. Había que imaginar al enemigo, suponer que nos atacaba por el flanco izquierdo o derecho, aunque no había enemigos ni situación de guerra. Así que, cuidado con juzgar a mis personajes porque están combatiendo con una guerra que sólo está en sus cabezas y se alojan en Francia sin saber francés (risas). Creo que ya eso produce risa, pienso que una risa compasiva, aunque eso lo decidirá cada lector.

Foto: Mariano Martino

¿Su novela es también un libro de los sentidos? Ya la primera línea habla del olfato. Uno tiene la sensación de estar junto a los personajes no por las descripciones de los lugares, sino por las sensaciones físicas.

–Celebro que lo haya visto así porque yo no me limito a contar de manera fría, objetiva hechos como «Laura abrió la puerta. Miró hacia la izquierda. Había gente», sino que me gusta que los lectores tengan una percepción física, sensorial de aquello que estoy contando. Por eso abundan en las páginas de mis libros los olores, los sabores, los sonidos, sin sobreabundar en ello. Efectivamente la novela empieza con determinado olor propio de una granja avícola. En mis narraciones tampoco es extraño que llueva y que la lluvia emita un determinado sonido. Como dije, más allá de que los lectores vayan imaginando en sus cabezas la historia, me propongo que tengan sensaciones físicas mientras leen. Para lograr esto, hago un esfuerzo consciente. Olores, sabores, sonidos… A veces a los personajes que están en una situación delicada les agrego frío o lluvia, temor, oscuridad. Pero, según lo que esté contando, a veces trato de transmitir también una sensación de comodidad, de refugio, de calor en un día frío…No sólo ocurren hechos, sino que esos hechos están dentro de una atmósfera que induce a sentir sensaciones de cualquier  clase. Pero no todo el mundo percibe esto, por lo menos de una manera consciente. No se trata de agregados decorativos, sino que las sensaciones tienen una función importante dentro de la trama. Eso está muy trabajado, aunque espero que no se note el esfuerzo del escritor.

El lenguaje es muy sencillo aunque esa sencillez sea difícil de lograr. ¿Eso también está muy trabajado?

–Sí, eso es lo más trabajado de esta novela. Recurrí a una concisión extrema. En todo el libro no hay una sola frase con más de un verbo. Esto supuso un considerable trabajo, no es fácil escribir así. He probado hablar a solas con frases de un sólo verbo y al minuto ya me equivocaba. Pero me alegro mucho cuando alguien me dice que el libro se lee muy fácilmente. De todos modos, esa concisión es muy propia de los varones vascos. Quise darle un tono vasco a la novela porque me parecía que sustentaba bien la historia que quería contar.  «

La mujer, un enigma indescrifrable

Uno de los personajes de la novela, Asier, parece tener un discurso machista. Dice que las mujeres siempre traen problemas. Si embargo, creo que eso está puesto para plantear otra cosa, la incomprensión que el hombre suele tener respecto de la mujer. ¿Es realmente así?


-Sí, sobre todo para Asier las mujeres son demasiado complejas. Este personaje es alguien que tuvo una madre castrante, autoritaria, que pedía cuentas, que controlaba sus movimientos. Entonces yo no diría que es un misógino, sino más bien un reprimido, un hombre que evita a las mujeres porque les teme y porque las sabe superiores, por ejemplo, en el ámbito verbal. Además de esto, considera que nos son útiles para la lucha. Por el contrario, las identifica con el placer, con la diversión, con la familia, con la procreación, es decir, con actividades que distraen de la lucha y él es un fanático de la lucha. Cada vez que un varón dice alguna tontería sobre las mujeres, faltan pocas páginas para que entre en acción una mujer y les dé una lección de vida.

-En Hijos de la fábula aparecen historias que son una incógnita.


-Sí, eso es algo que tengo la costumbre de hacer. En el curso de mis novelas, los personajes principales se rozan con otros personajes en los cuales se insinúa otra novela, una novela que no cuento que, simplemente, queda aludida, apenas entrevista, como la historia de los granjeros. El lector percibe que ahí hay otro mundo narrativo del cual sólo saben los personajes principales. Hay un más allá de lo que se explicita que hace pensar que hay una complicidad narrativa a la que no accede. Sucede con la historia de los granjeros, con la compañera de María Cristina y con el desenlace. que no voy a revelar.


-¿Esas historias podrían ser el germen de nuevas novelas?


-No necesariamente, pero no me costaría mucho asignarles a los granjeros una novela.


-¿El autor sabe qué pasa con los granjeros?


-El autor juega con trampa, porque yo podría fingir que sé. La pregunta me complace porque da a entender que no estamos en el mundo de la ficción, que hay algo más. La posible incomodidad del lector me halaga porque a veces trabajo con un propósito provocador, lo reconozco. No congenio con los lectores cuyo objetivo principal al leer es saber quién fue el asesino, que quieren que les resuelvan el enigma.