“Un joven con cara de pájaro se me acercó en un quiosco de Ayacucho y Alvear y me dijo: `Falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra`. Seguí mi camino sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente, yo no había perdido la costumbre de pensar: «Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez…». Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo, me encierro: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno debe ocultar.”

Esto escribía en su diario, que luego fue publicado simplemente con el nombre Borges,  Adolfo Bioy Casares el día en que falleció su amigo con quien llegó a ser uno solo en la escritura bajo el seudónimo Bustos Domecq y con el que había compartido prácticamente su vida.

Sin embargo, fueron muchas las voces que se alzaron en Argentina  contra la decisión de Borges de ir a morir y ser enterrado en Suiza.  Se dudó, incluso, de que fuera su propia decisión.

Sus detractores por razones políticas más que literarias, juzgaron que era una actitud coherente con su posición política.

Borges nunca dejó de generar polémica, ni siquiera después de muerto. Su genialidad innegable y su ideología siempre constituyeron un punto de fricción.  Su antiperonismo visceral por momentos pesó tanto en la balanza como su talento literario insoslayable. Quizá por esta razón, siempre resultó un escritor incómodo.

Bioy, por supuesto, compartía su forma de pensar como queda explicitado, entre otros lugares, en La Fiesta del monstruo escrito a dúo en 1947, un año después del ascenso de Perón al gobierno y publicado recién en 1955, año de la autodenominada Revolución Libertadora que fue mejor definida como La Fusiladora, en  el semanario Marcha de Montevideo. En ese cuento el 17 de octubre es tratado como la irrupción de la barbarie provinciana en la civilización citadina.

En un artículo de Silvina Friera publicado en Página 12 ,el escritor Martín Kohan zanja de alguna manera esa grieta que parece irreductible. ”En la literatura de Borges –dice- hay una dimensión de lo nacional y popular mucho más consistente de lo que puede haber sido su posicionamiento político.”

Nombrado Doctor Honoris Causa por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, viajó  a ese país el 21 de septiembre de 1976 para recibir la mención de manos del dictador Augusto Pinochet, lo que le habría costado el Premio Nobel.

Participó, además de un almuerzo con Videla del que también formaron parte Ernesto Sabato y el Padre Leonardo Castellani. Cuatro años más tarde, sería un abierto opositor a la dictadura. El 13 de mayo de 1980, se leía su nombre al pie de una solicitada de las Madres de Plaza de Mayo.   

Borges no dejó nunca de ser caprichoso e imprevisible. Pero su deseo de morir lejos de su patria que irritó a tantos argentinos, tenía para él razones profundas.

Como lo señaló Bioy, la muerte es un acto solitario, quizá el más íntimo y solitario de todos y por eso Borges quería preservarse del periodismo argentino y le había comunicado su decisión a María Kodama: “Yo quiero morir con usted –le dijo-, con amigos que puedan quererme y respetarme, y no ser un espectáculo”. Padecía cáncer, tenía 86 años y era plenamente consciente de la inminencia de su muerte.

Su voluntad se cumplió. Fue enterrado en la tumba 735, parcela D-6 del Cementerio de los Reyes, en Plainpalais. Lo acompañaron en ese momento Kodama, Claude Gallimard, Aurora Bernárdez, Héctor Bianciotti y Marguerite Yourcenar.

Bianciotti, escritor argentino radicado en Francia, describió así sus últimos días. “Cuando fui a verlo en el mes de abril, Borges estaba en el hospital cantonal, en cama, y sin embargo, al oírlo, cualquiera hubiera dicho que se hallaba en uno de los cafés de Saint-Germain-des-Prés que tanto le gustaba frecuentar. Si su sapiencia siempre me había impresionado, la tarde en que fui a verlo al hospital permanece como ejemplar en mi memoria, por su sencillez, por esa lección que parecía venir de los antiguos, del fondo de los siglos. Yo pensaba como él, aceptaba que nadie escapa a las leyes y a las pautas que rigen este mundo, que nuestro destino es luchar como si el mundo fuese un proyecto y nosotros sus obreros.”

La autora de Memorias de Adriano le escribió a la escritora Silvia Barón Supervielle en una carta  algunos pormenores del último adiós al más internacional de los escritores argentinos: “Querida señora, Usted estaba de nuevo en París, pienso, cuando María me anunció la noticia. Entonces viajé a Ginebra. Allí, el horror de los fotógrafos, de la prensa, la belleza de María, la certidumbre de que nada ha terminado. Borges se durmió sin sufrir, cuatro días después de su mudanza. Estaba transformado a raíz del casamiento y de haber vuelto a su hogar, a su antigua ciudad de Ginebra donde vivió en tiempos de la adolescencia. La ceremonia se llevó a cabo en la iglesia Saint-Pierre, mitad protestante, mitad católica, un poco fría. Lo enterraron en un muy hermoso jardín, entre dos grandes tejos. Su ataúd, cubierto con rosas blancas de María, estaba rodeado de coronas enviadas por diversos presidentes y editores. Una de ellas, con flores luminosas, llevaba una banda con la inscripción: `Al más grande forjador de sueños`. ¿Esa corona era suya? ¿Quién otro, me dije, habría puesto esas palabras, “forjador” y “sueño”, codo a codo? No pude retener las lágrimas mientras leía la frase.” (Esta carta figura en Una reconstrucción apasionada, epistolario publicado por La compañía con traducción de Eduardo Berti).

La polémica lo acompañó hasta el final y llegó incluso a Suiza. Cansado, Borges escribió una carta a quien fuera el presidente de la agencia Efe, que se difundió el 21 de mayo de 1986, es decir, poco antes de su muerte. En ella decía: «Les envío estas líneas para que las publiquen donde quieran. Lo hago para terminar de una vez por todas con el asedio de los periodistas y las llamadas y las preguntas de las que estoy cansado. Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida. Mi Buenos Aires sigue siendo el de las guitarras, el de las milongas, el de los aljibes, el de los patios. Nada de eso existe ahora. Es una gran ciudad como tantas otras.»

Ya lo había dicho en 1984, dos años antes de morir, en Atlas, un libro con textos suyos y fotos de Kodama: «De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad (…) Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo».

En esta “gran ciudad como tantas otras”, el fantasma de Borges sigue recorriendo sus calles. Ni su antiperonismo visceral capaz de llevarlo a apoyar una dictadura,  ni su deseo de morir en una tierra lejana de su lugar de nacimiento pudieron lograr que dejara de ser un enorme escritor argentino.