Fantasmas, obsesiones, espectros, ecos, sombras, ausencias, muertes. Muchas configuraciones de lo fantasmagórico imaginó la literatura. En el día de ayer, como parte del ciclo de Diálogos de escritores y escritoras de Latinoamérica, en una mesa coordinada por Diego Manso, se reunieron Selva Almada (Argentina), Álvaro Bisama (Chile) y Gabriel Payares (Venezuela/Reino Unido) para conversar sobre esta temática desde una perspectiva regional. La mesa “Fantasmas de la escritura” habilitó todo tipo de discusiones: desde las tradiciones fantasmagóricas de Venezuela, Chile y Argentina hasta los fantasmas, entendidos como obsesiones, que acechan a la hora de escribir. 

La primera invitada que rompió el silencio de un público expectante fue Selva Almada: “En mis libros lo fantasmagórico aparece bastante porque responde a una manera de ver el mundo desde estos universos geográficos donde transcurren casi todos los libros que escribí, que es la provincia, la Argentina profunda, donde esa convivencia se vive de manera muy natural. Recuerdo de chica escuchar cuentos de aparecidos, cuentos de fantasmas. Mi abuelo, el padre de mi padre, era un gran narrador oral. Él vivía en el campo y cuando lo íbamos a visitar era habitual que a la noche, después de la comida, contara historias de fantasmas. Todos los relatos que escuchábamos estaban cargados de ánimas, de gente que a la noche se transformaba en cosas muy fantasmagóricas”.

Selva Almada recordó el curanderismo como una práctica muy presente, incluso hay ciertos personajes de su escritura se vieron alimentados por esos relatos tempranos, como el curandero que aparece en Chicas muertas. “Conviví con eso toda la primera parte de mi vida, que después es la única que me sirve para escribir. Todo lo que te pasa después cuando sos grande no es tan interesante como lo que te pasó en esos primeros diez años de vida. Por lo menos yo siempre estoy sacando material para escribir”, destaca Almada.

Por su parte, Álvaro Bisama cuenta que tiene una relación “rara” con los fantasmas. Creció en una pequeña ciudad, en Villa Alemana, durante los ’80, los mismos años en los que Miguel Ángel Poblete, un chico vidente que con el paso del tiempo pasó a formar parte de la cultura popular chilena, alcanzó su pico más alto de fama. “Toda mi infancia fue la visita de miles y miles de personas a ver el milagro de la Virgen, y era todo bien penoso, caían ostras del cielo, rayos. Todo terminó mal como terminan estas cosas”, cuenta Bisama. La historia de Miguel Ángel Poblete forma parte de su primera novela, Caja Negra. Para escribirla, Bisama se alimentó de distintas crónicas reales.

Pero su escritura no se nutre únicamente de personajes reales sino también de cierta atmósfera que la envuelve: “Tengo una relación cercana con los muertos y con los espectros porque tengo la suerte de extraña de vivir cerca de la plaza El Milagro, en Santiago de Chile. En uno de los muros de la plaza están los rostros pintados de los chicos asesinados y muertos. Cuando voy a comprar pan o voy al trabajo, paso y esos muertos están ahí. Esos muertos nos están mirando. Pienso en los fantasmas de la escritura y pienso en esos fantasmas, esos fantasmas son reales, están ahí, en el muro, son bajados, borrados, tachados una y otra vez, porque los municipios los borran, vienen los familiares y los vuelven a pintar. Esos fantasmas existen en el barrio. Los fantasmas son el presente, los fantasmas no son el pasado, y son los ruidos o los espectros que rodean a la escritura, porque están cerca de mi casa, como si el barrio hubiera sido redefinido con el peso, con la sombra y con el eco de esos rostros”, dice Álvaro Bisama.

Gabriel Payares también reconoció en su infancia el rito iniciático hacia lo fantasmagórico. Si bien nació en Londres, toda su infancia transcurrió en Caracas. Hijo de una familia de clase media, pasó sus veranos en los pueblos pescadores de la costa, donde empezó a alimentar su pasión por los relatos de fantasmas: “Fue una oportunidad maravillosa para reencontrar una especie de legado fantasmagórico venezolano que no tenía nada que ver con el imaginario que yo tenía en la ciudad. Recuerdo por ejemplo el relato de ‘las máquinas de la noche’, que se habían llevado a un pescador. Fue una de las primeras veces que descubrí la palabra poética. Las máquinas de la noche para mí podían ser cualquier cosa. Lo más aterrador para mí estaba en la palabra ‘máquina’, la idea de que eran autónomas y podían estar en cualquier sitio funcionando. Desde luego la escritura no se trata sino de darle voces a los fantasmas. Bueno, Hamlet, ¿no? Yo he escrito tres libros de cuentos y he intentado conectar con esos fantasmas de la infancia. Creo que uno tiene que hacer labor de médium, que baje el espíritu y darle voz, dejar que diga”, cierra Payares.

Escenas primarias de creación, escenas de lectura, una y otra vez los escritores de la mesa compartieron su conocimiento de otros mundos que, alejándose y acercándose al nuestro, iluminan la escritura y la lectura.