Tras el estallido de una nueva fiebre del oro en América del Norte, luego de que algunos exploradores encontraran pequeñas vetas en los territorios casi vírgenes de Alaska y el Yukón, uno de los 125 mil hombres que en 1897 decidieron ir a probar suerte como buscadores de fortuna fue el joven Jack London, de apenas 21 años. En aquel momento el oficio de escritor todavía era para él un deseo por cumplir. Tampoco podía saber entonces que la mayor riqueza que hallaría en las heladas tierras del círculo ártico no sería la de las ansiadas pepitas doradas, sino un enorme catálogo de experiencias humanas con las que algunos años más tarde alimentaría buena parte de su extensa y fascinante obra literaria, una de las más importantes de las letras estadounidenses. El volumen Once cuentos de Klondike que acaba de publicar la editorial Eterna Cadencia reúne justamente once de los relatos que el autor ambientó en esa zona y durante aquella época, a partir de anécdotas y personajes que conoció durante su aventura.

Más allá de esos elementos que le dan cohesión a los textos seleccionados, en ellos es posible reconocer la magistral maquinaria narrativa que moviliza la obra de London. No son pocos los escritores especializados en el relato breve que han ensayado algunas reglas o consejos para potenciar la escritura del cuento. La mayoría de ellos coincide en la importancia que tienen las primeras oraciones del texto, que deben funcionar como herramienta para atrapar al lector en la red de la narración, para capturar su atención y convencerlo de que debe seguir con la lectura hasta el final. Cada uno de los primeros párrafos de los once cuentos que forman parte de esta antología son el ejemplo perfecto de cómo esta regla debe llevarse a la práctica. Tan eficaz es la forma en que London imagina y luego articula sus cuentos, que no pocas veces le alcanza con la primera oración para tener al lector comiendo de la palma de su mano.

“Aplastándola, Fortune La Pearle se abrió camino a través de la nieve, resoplando, esforzándose, maldiciendo su suerte, maldiciendo a Alaska, a Nome, a los naipes y al hombre que había experimentado su cuchillo”. De esta manera comienza el cuento “Lo que hace que los hombres recuerden” y en estas tres o cuatro líneas no sólo está todo lo necesario para entender qué es lo que pasa en la historia que está a punto de ser narrada, sino todo lo necesario para hacer que un buen lector no levante sus ojos del libro. Un hombre que huye sobre la nieve con dificultad luego de haber atacado a alguien con su cuchillo, posiblemente en medio de una mano de póker. ¿Pero por qué lo habrá atacado y por qué se arrepiente de su viaje a Alaska y de su suerte toda? Preguntas que aparecen y obligan a querer saber un poco más.

El comienzo del siguiente cuento, “El hombre del tajo”, es como una puñalada en el aire que pone alerta al lector: “Jacob Kent había sufrido de codicia todos los días de su vida”, escribe London y es imposible dejar de imaginar cómo habrán sido todos los días de esa vida o qué tipo de ser humano es capaz de merecer semejante castigo. En “El desprestigiado” London llega con la síntesis al extremo de la eficiencia y con sólo tres palabras se las arregla para intrigar. “Era el fin”, escribe, y es inevitable no reconocer la osadía de empezar un cuento anunciando con las primeras tres palabras que en realidad lo que va a contar es el final de la historia. Y no queda más que imaginar y las ganas de seguir leyendo.

La antología, con la traducción y las oportunas notas de Jorge Fondebrider, Once cuentos de Klondike se cierra con “Encender un fuego”, un clásico y tal vez el cuento más famoso de London, en el que narra la desesperación de un explorador por encender una hoguera mientras comienza a darse cuenta que se está muriendo congelado. En cada uno de estos once cuentos de Klondike la muerte está presente, en estado de latencia, envolviendo a sus protagonistas como un velo muy tenue, al que sin embargo es posible ver muy claramente. Tal vez porque, a partir de su propia experiencia, London haya podido comprobar que la muerte puede volverse una contingencia repentina y brutal (pero nunca inesperada) cuando el hombre civilizado decide exponerse a la realidad inclemente de la vida salvaje.