Es una mañana de invierno en Pujato, un pueblo con cerca de cuatro mil habitantes al sur de la provincia de Santa Fe. En el Bar Central, Alberto Gianfelice, 58 años, sirve café con leche y tostados. Las ráfagas ruidosas de los autos y camiones que pasan por la Ruta 33 sólo son interrumpidas por su voz: “Siempre fue un líder”. 

Gianfelice habla de Lionel Scaloni. Lo conoce desde que era un niño, de cuando fue su entrenador en Sportivo Matienzo y Lionel se metía entre los grandes para charlar sobre fútbol.

—Era distinto a los demás chicos. Era temperamental y no le gustaba perder —dice con su hablar pausado Gianfelice, que además de trabajar en el bar es chofer de camiones.

El primer entrenador de Lionel en Matienzo fue su padre, Ángel Scaloni, al que todos conocen como Chiche. Cuando para la gente del pueblo Lionel todavía era el hijo de Chiche, su papá le hizo una transfusión de fútbol: le enseñó todo lo que sabía.

—Cuando yo jugaba en Matienzo —agrega Gianfelice— Chiche estaba en la comisión y venía con Lionel, que siempre opinaba. Llevaba adentro el fútbol y era atrevido.

Matienzo queda en el barrio Las Ranas y por eso les dicen Los Raneros. Mauro, el hermano dos años mayor de Lionel, también jugaba ahí. Los Scaloni eran una familia del fútbol, vivían en el club y alrededor de la pelota. Chiche acompañó a sus hijos en su crecimiento. Desde Matienzo los hermanos se fueron juntos a las inferiores de Newell’s, en Rosario, cuarenta minutos en auto desde Pujato. 

Lionel, que era lateral o volante por derecha, tenía 15 años y duró apenas dos en el club rosarino, pero fueron suficientes para que pudiese ver desde adentro a Diego Maradona jugando con la camiseta de Newell’s y para tener su debut en Primera, el 30 de abril de 1995, contra San Lorenzo. Jugó sólo doce partidos y un año después se fue a Estudiantes de La Plata. Hacia allí también fue su hermano Mauro, que todavía no había logrado llegar a Primera. Lionel, en cambio, se convirtió en titular del equipo, se hizo querido por los hinchas y recibió el llamado de la selección juvenil que dirigía José Pekerman.  

Después de ser campeón del mundo con la Sub 20 en Malasia 97, partió hacia Deportivo La Coruña para convertirse en ídolo. Fue ahí donde la ruta futbolística de los Scaloni comenzó a bifurcarse porque Mauro se fue a jugar al Deportivo Fabril, una filial del Depor en la Segunda División española. Sin embargo, seguía cerca de Lionel, lo acompañaba y lo ayudaba también a enfriar su carácter. Eran hermanos muy unidos. 

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Terminado el partido contra México, el triunfo vital para seguir en el Mundial, Scaloni contó que había tenido una conversación con Mauro, su hermano, y que llorando le había contado que no había podido escuchar el partido por los nervios. “Habría que tener un poco más de sentido común y pensar que es solo un partido de fútbol. Es difícil hacer entender a la gente que mañana saldrá el sol, gane o pierda la Selección”, dijo.

A medida que el equipo avanzaba, la figura de Scaloni fue creciendo. Pero él siempre mantuvo la mesura. Obsesionado por la información, sólo mostró enojo cuando se filtró la lesión de De Paul previo al partido con Países Bajos: “No sé si jugamos para Argentina o para Holanda”. Al costado del campo, nunca dejó de dar indicaciones, de hablar con Aimar sobre los cambios, de apurar alguna presión o un avance. Con el final de cada partido, siempre salió disparado hacia el vestuario para bajar las pulsaciones.  Aunque el trabajo sobre cada encuentro, centrado en saber qué necesitaba la Selección ante cada rival, llegó a su cumbre con la final.

Con ese movimiento que fue la llave del partido: Di María por izquierda para volver loco a Jules Kounde. No hacía falta practicarlo y por eso Fideo se enteró recién en la charla previa. Vino entonces la lección de fútbol que la Argentina le dio a Francia en el primer tiempo. Después, llegó la reacción de Mbappé, el 2-2, el tiempo extra, Messi que pone el 3-2 y otra vez la igualdad del seleccionado francés. Los penales y la emoción por ser campeones del mundo. El abrazo con sus amigos del cuerpo técnico y el reconocimiento de sus futbolistas. “El fútbol -decía Scaloni- es de los jugadores por más que el entrenador tenga muchas ideas en la cabeza”.

En el césped, con la medalla colgada, disfrutó con sus hijos y su esposa, y pensó en sus padres, que no habían podido viajar a Qatar por cuestiones de salud. Pujato, su pueblo, fue una fiesta. El Mundial se celebró en las calles y también en el predio de Sportivo Matienzo que la familia Scaloni ayudó a construir donando la cancha de tenis y otra de fútbol de césped sintético.  

Cuando a los pocos días viajó a Pujato para abrazar a sus padres y a su hermano Mauro, lo recibieron como a un héroe. Además de anotar su nombre junto al de César Luis Menotti y Carlos Salvador Bilardo como entrenador campeón del mundo con la Argentina, Scaloni se había convertido además en el técnico con más títulos con la Selección. Sin embargo, su mensaje fue el de una victoria colectiva: “Este es el triunfo de todos, ni de un club ni de otro, sino de un país. Esta selección juega por y para la gente”.