La Ley de Alquileres se sancionó cuando el gobierno de Alberto Fernández rebozaba de imagen positiva y los esfuerzos estaban abocados a lidiar con el entonces incipiente Covid-19. Se sancionó con bombos y platillos. Buscaba simbolizar que la prioridad del gobierno serían los sectores postergados, en detrimento de la usura de los grandes empresarios; en este caso, favorecer al golpeado inquilino a través de tocar los beneficios del Mercado Inmobiliario (MI).

Poco más de tres años después, la Ley agoniza y el MI está a punto de anotarse un gran triunfo que demuestra su estatus de «intocable». La Ley no estaba destinada a solucionar todos los problemas de los inquilinos, pero sí a lograr un equilibrio más sano en una relación muy desigual, entre quien tiene muchas casas valuadas millones de dólares y quien está desesperado por darle un techo a su familia.

Los pilares de la Ley fueron cinco: Actualización de la renta, anual y con una fórmula basada en ingresos-inflación; Más opciones de garantías, en detrimento de la insólita exigencia de garantía propietaria de familiar directo; Tres años como mínimo de duración del contrato; Registro en AFIP de la actividad; y Desalojos.

De estos requisitos, hubo dos que molestaron mucho al Mercado Inmobiliario desde el principio y otro que se agregó en los últimos tiempos. Los primeros son la duración del contrato y el registro en AFIP. El restante es el aumento anual.

El MI puso manos a la obra para reventar la Ley desde su sanción. El registro en AFIP brilló por su ausencia y el gobierno jamás se interesó por hacer que se cumpla. Letra muerta desde el día 1. Esto ya debilitó a la Ley.

El siguiente paso fue usar todo su poder de fuego para, de manera coordinada entre las grandes desarrolladoras e inmobiliarias, elevar los precios y culpar a la Ley por ello. Los elevaron en la práctica y también en las estadísticas: sin registros oficiales serios realizados por el Estado, los números que se miran para medir la evolución de los alquileres son los de páginas web muy famosas que están bajo dominio de las propias inmobiliarias.

Para lograr esto se basaron también en un bache de la Ley; algo que se debió negociar para que pudiera salir: la regulación del precio inicial del alquiler. Sin esta regulación, en cada nuevo contrato o renovación, el propietario (aka, las inmobiliarias y las desarrolladoras, en la mayor parte de los casos) se quedó con la potestad de fijar el precio de manera unilateral.

Luego, el MI se ocupó de llenar espacios en medios de comunicación masiva -buenamente cedidos para tal fin- con el objetivo de denostar día tras día a la Ley ante la opinión pública, que a su vez solo veía cómo los precios se disparaban. «La Ley es mala, la Ley es mala y provoca aumentos», se repitió hasta que se convirtió en verdad.

Sin blanqueo de la actividad (AFIP, bien gracias), sin mucho control del Estado (un magro porcentaje de los contratos han sido celebrados bajo la modalidad de la Ley), con mucho lobby empresario, con un cuerpo político con más propietarios que inquilinos, con los grandes medios encolumnados detrás del MI, la Ley de Alquileres pasó a ser mala palabra.

Tocar el interés del Mercado Inmobiliario ha costado caro. A los inquilinos en particular y a la política en general, que fue disciplinada para no volver a meterse con ciertas cosas. El MI demostró su poder de fuego, dejó en claro quién manda en el rubro alquileres y se anotó un triunfo espectacular.

De yapa, el MI se adelantó a la Ola Milei y avanza desde hace un año en la dolarización del mercado. Sí, construyen infinidad de departamentos con materiales en pesos, pagan a obreros salarios (bajos) en pesos y se indignan si no tienen rentabilidad en dólares; no solo para la venta, sino ahora también para el alquiler.

Aun así y pese a todo, la Ley de Alquileres dejó una huella indeleble: expuso el enorme mercado clandestino de cientos de miles de contratos que no tienen validez alguna y que no están registrados en AFIP, por lo cual no solo no paga los impuestos que debería, sino que también libera la zona para el lavado de dinero a cielo abierto.

La Ley de Alquileres dejó expuesta también la debilidad y los condicionamientos del Estado a la hora de lidiar con los grandes poderes económicos. Sirvió también para que fueran -al menos por un rato- más visibles los periplos que deben atravesar los inquilinos a la hora de conseguir un techo para su familia.

Aunque quizás el mayor éxito de la Ley de Alquileres fue demostrar a los inquilinos que pueden organizarse y luchar por sus derechos. Que pueden realizar marchas, ser escuchados y llegar al parlamento. La ONG Inquilinos Agrupados, principal promotora de la Ley, creció, se ramificó en muchas ciudades y derivó en la Federación de Inquilinos Nacional. Los inquilinos saben ahora que son muchos y que no están solos.

Como última reflexión, la parábola de la Ley de Alquileres puede ser un espejo del gobierno de Alberto Fernández: apareció en 2020 con buena imagen y con ansias de mejorar la vida de las mayorías empobrecidas, pero termina denostada, pisoteada y con una realidad peor a la que encontró.