Federico Fellini (1920-1993) constituye una excepcionalidad en aspectos y sentidos que van más allá de una obra cinematográfica de por sí extraordinaria. Por un lado, es uno de los escasos artistas que, a escala global y sin proponérselo, metamorfoseó su apellido en adjetivo (algo que no lograron otros genios de su tiempo como De Sica, Pasolini, Visconti o su maestro Rosellini). Varias generaciones y personas que quizás no hayan visto siquiera una sola de sus películas utilizó o puede llegar a usar el término «felinesco» para describir una situación extravagante, grotesca, surrealista o desmesurada. No es su único aporte a la estética y al lenguaje mundial: “paparazi”, palabra tan mentada en la contemporaneidad, tiene su origen en el apellido de un personaje que oficiaba de fotógrafo en La dolce vita (1960).  El nombre de otra de sus películas más renombradas, Amarcord (1973) -variante de cierta pronunciación de la frase «lo mi recordo» que se da en cierta región de Emilia -Romagna- es utilizada en muchos contextos de la lengua italiana para describir una evocación o remembranza de juventud a semejanza del argumento de la ficción.

Por otro lado, Fellini ha legado para la historia de la cinematografía sonidos e imágenes icónicas que trascienden al público lego. No hace falta haber visto La dolce vita para reconocer la imagen de Anita Ekberg bañándose en las aguas de la Fontana di Trevi o para que millones de turistas la imiten -o deseen imitarla- en su paso por ese paraje de Roma. En la autobiográfica Fellini 8 y ½ (1963) hizo realidad los sueños machirulos de casi toda la civilización heteronormativa cuando rodó una fantasía erótica en la que hacía convivir en un harén a la esposa (Anouk Aimée) y a la amante (Sandra Milo) de Guido, el protagonista interpretado por Marcello Mastroianni que oficiaba de su alter ego, mientras otras mujeres lo bañaban y lo arropaban. Incluso se constituyó en paradigmática la secuencia del adolescente Titta (Bruno Zanin) abordado por la voluptuosa tabernera interpretada por la actriz María Antonietta Beluzi y a punto de ser asfixiado cuando la mujer le mete la cabeza entre sus pechos gigantes y que, parafraseando a Isabel Sarli, le decía: “¡chupa, chupa, no soples!”. A su vez, las emblemáticas melodías de Nino Rota de al menos dos de sus películas –Fellini 8 y ½ y Amarcord– resultan tan bellas y pegadizas que son reconocidas y tarareadas, aunque hayan sido escuchadas en otros contextos.

Además de ser uno de los directores más importantes del cine europeo de la segunda mitad del siglo XX, Fellini tiene un universo propio que lo erige en la figura cumbre del cine de autor. Creó un mundo único poblado de circos, de seres errantes y vagabundos, de Casanovas aburridos de sexo y de bailarines decadentes. Nadie como él construyó el personaje prototípico de la prostituta de buen corazón -fue aún más lejos, elevó a su esposa y amor de su vida, Giuletta Masina, a ese papel en Las noches de Cabiria (1957)- y el del payaso triste (basados en los payasos de su infancia pueblerina en Rimini) que mientras divierte y alegra a los demás esconde tras su maquillaje colorido una tragedia personal.

Las figuras recurrentes de las prostitutas, de los payasos y de los mujeriegos se enlazaban con otros tópicos de su cinematografía: la fiesta, el baile, el alcohol y el sexo. En sus ficciones -como correlato de la vida real- a las fiestas, los excesos y cualquier tipo de desenfreno suelen sucederles la depresión, la angustia o el hastío de sus personajes. Es lo que les pasa al protagonista de 8 y ½, al periodista burgués encarnado por Mastroianni de La dolce vita, como al Casanova (1976) de su invención. Quizás porque en el pensamiento feliniano todos estos pasatiempos eran meros mecanismos y estrategias de los humanos para encubrir, tras la fugacidad del placer y de la diversión, el vacío y el sinsentido de la existencia.

Mutipremiado -ganó cuatro premios Oscar a la mejor película extranjera por La Strada, Las noches de Cabiria, 8 y ½ y Satiricón, y galardonado con un Oscar honorífico por su carrera en 1993-, la obra de Fellini destaca además por anudar la memoria individual y la memoria colectiva de su país. En ese sentido, Fellini también puede ser definido como quien mejor retrató el panorama político y cultural de su época, medio siglo de la historia de Italia. A la vez, toda su obra evoca su Rimini natal donde vivió su infancia, los primeros deseos y experiencias sexuales de la adolescencia y luego las obsesiones de su adultez. Desde sus primeros films que suelen ser encasillados dentro del neorrealismo italiano –Los inútiles (1953), Almas sin conciencia (1955) o La Strada (1954)- materializó personajes errantes, pícaros o delictuosos hijos de la desazón de la posguerra, pero que frecuentemente tenían reminiscencias de su propia vida. De manera análoga, sus obras más personales y autobiográficas –8  y ½, Amarcord, entre otras- no pueden dejar de reflejar el contexto social de producción.

Fue inigualable en captar los tiempos por venir al punto de que muchas de sus películas conservan una notable vigencia. En La dolce vita o Toby Dammit, fragmento de Historias extraordinarias (1968), presagia el acuciante y violento papel de los medios masivos de comunicación con una precisión tan certera que parece contemporánea. En sus imágenes desmesuradas y sus personajes de pasiones exageradas llevó al paroxismo ciertas características inmemoriales del ser italiano: puso en escena la italianidad al palo. «