Hay hechos que retratan con detalles a la justicia como esa gran familia corporativa de protección e impunidad, desde una Cámara Federal hasta el Consejo de la Magistratura. En 2008, una madre llevó a su hija menor, de tres años, a un sanatorio de Barrio Norte porque sufría dolores vaginales y cambios de conducta. El ginecólogo infantil observó las lesiones, llamó aparte a la mujer y sentenció: “Su hija fue abusada recientemente. ¿Con quién estaba hace cinco horas?” La nena estaba con su padre, fiscal federal de la Nación, muy cercano a una jueza federal de renombre.

El fiscal estuvo seis años procesado por “abuso agravado por el vínculo” a sus dos hijas, con pruebas que iban desde Cámara Gesell en sede penal hasta la constatación del Cuerpo Médico Forense de que las lesiones eran compatibles con abuso. En medio del procesamiento, el fiscal logra trasladar la causa de Dolores (donde eran oriundos) a Capital Federal. Ahí logró ser sobreseído por “dudas” que tuvieron los jueces. Entonces entra en escena la Sala B de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil.

En noviembre de 2013, los camaristas que la componen (Mauricio Mizrahi, Omar Díaz Solimine y Claudio Ramos Feijoo) accedieron al pedido del padre para “revincularse” con sus hijas, a pesar de que ellas se negaban, y se apersonaron en el colegio de Recoleta al que asistían las chicas, que tenían ocho y nueve años. Obligaron a las autoridades a sacarlas de sus aulas y llevarlas a la dirección, donde las esperaban los tres jueces federales, acompañados de un secretario, una psicóloga e incluso la defensora de menores. “Camaristas de la Nación que fueron tipo grupo de tareas de la dictadura al colegio a