El rechazo de la Corte Suprema a la asunción del senador oficialista Martín Doñate como consejero de la Magistratura fue la confirmación de que desde ahora y hasta octubre los fallos pendientes de trascendencia e interés para el gobierno nacional les saldrán en contra. En el mejor de los casos, si no hubiera razones de urgencia que lo justifiquen, ni siquiera habrá fallos. Siempre y cuando –claro está- el statu quo no beneficie siquiera mínimamente a la gestión gubernamental.

La principal caja de resonancia de esa contienda indisimulable entre la Corte y el gobierno no es, sin embargo, la Casa Rosada sino la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados.  La verdadera discusión política sobre la actitud carapintada de la Corte se dará en las próximas semanas en ese ámbito, en el que los jueces Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Juan Carlos Maqueda tienen una defensa más sólida que la del legendario Estudiantes de La Plata de Osvaldo Zubeldía. Y, acaso, más aguerrida que aquella.

La exclusión de Lorenzetti de ese blindaje opositor en diputados radica en la decisión de un sector de la alianza Juntos por el Cambio de aprovechar la ocasión para saldar viejas deudas. Lorenzetti NO votó con los otros tres jueces la Acordada 2/2023 en la que el tribunal dispuso “denegar la toma de juramento del senador Claudio Martín Doñate para integrar el Consejo de la Magistratura” pero, al mismo tiempo, aceptó la  asunción de María Inés Pilatti Vergara, Mariano Recalde y Eduardo Vischi.

Pilatti Vergara y Recalde son oficialistas y representan al bloque denominado Frente Nacional y Popular, una de las escisiones del Frente de Todos en la Cámara alta. El otro bloque, Unidad Ciudadana -al que pertenece Doñate-  es, en los hechos, la segunda minoría. La Corte rechazó la división del bloque oficialista porque interpretó que fue una maniobra para quedarse con una banca que reclama Luis Juez en representación del PRO. Pero al mismo tiempo aceptó esa división al disponer la toma de juramento de dos representantes de uno de los bloques formados por esa división.

No es la única desprolijidad de la Acordada.

El 7 de febrero pasado,  la directora de Asuntos Jurídicos y apoderada del Senado, Graciana Peñafort, recusó al presidente de la Corte, Rosatti, en el expediente por la disputa entre Juez y Doñate. ¿La razón?  Rosatti, según un fallo de la propia Corte que él firmó, es simultáneamente presidente del Consejo de la Magistratura, es decir el escenario en el que transcurre la pulseada entre oficialismo y oposición por una banca.

Peñafort argumentó que Rosatti, como presidente también del Consejo, es “parte”. Y hasta en el refranero popular está claro que no se puede ser “juez y parte”. Hasta el viernes pasado, el Senado no había recibido ninguna notificación sobre la recusación que presentó Peñafort, quien lo hizo no a título personal sino en representación de la Cámara alta. De modo que Rosatti intervino pese a la recusación; menos aún, sin siquiera haberla rechazado.  Según esa lectura, el presidente de uno de los tres poderes del Estado ignoró un cuestionamiento formulado desde otro poder.

Cuando Alberto Fernández amagó con desconocer el fallo del máximo tribunal sobre el reclamo de la Ciudad de Buenos Aires por la coparticipación arreciaron los anuncios de juicio político.  La independencia de los poderes de la que habla la Constitución parece haberse convertido en un camino de una sola mano y en una única dirección.

¿Tiene la Corte poder de fuego para jaquear a la gobernabilidad? Le sobra artillería, pero sus propios ideólogos consideran que no es necesario malgastar la munición. Están convencidos de que el próximo 10 de diciembre habrá en la Casa Rosada un presidente o presidenta menos hostil (“más razonable”, lo pronostican). Creen –y acaso también desean- que será de otro signo político. Pero si el escenario no fuera ese, confían en que la sucesión de Fernández, aún del mismo espacio político, tendrá una mejor relación con el Poder Judicial en general y con la Corte en particular.  En ese sentido, sonríen ante los inesperados y sorpresivos elogios de algunos ministros del actual gabinete hacia jueces de Comodoro Py a los que Alberto Fernández ubicó en los “sótanos de la democracia”.

Sólo les preocupa y los altera un nombre: Cristina Fernández de Kirchner. La vicepresidenta los desconcierta: cuando estaban convencidos de haberla sacado de la cancha, aparecieron señales que los hacen dudar. Tal vez por eso en las próximas semanas asomen en el horizonte judicial reaperturas de causas cerradas desde 2016 en adelante. Esas decisiones, que no pasarán por ahora por la Corte, tendrán en el escenario político efecto de zancadilla. Desde lo formal, el discurso es que “Cristina no está proscripta, si quiere ser candidata puede serlo porque no hay una condena firme que se lo impida”. Pero si esa eventual candidatura tuviera un atisbo de realidad, le tirarán con de todo.

De las causas de alto impacto mediático, la Corte debe resolver un planteo sobre la validez de las declaraciones de los “imputados colaboradores” o “arrepentidos” en la Causa Cuadernos. La Cámara Federal y el juez Julián Ercolini articularon en los últimos días una sucesión de fallos para reavivar el expediente. Otro tramo, pequeño pero con cuatro ex funcionarios procesados, fue elevado a la etapa de juicio. Nada nuevo, pero en los hechos la secuencia terminó por avalar a las anotaciones supuestamente hechas por el chofer y ex militar Oscar Centeno pese a que están comprobadas –incluso con peritajes oficiales- cientos de irregularidades.

Si esa prueba está validada por Comodoro Py al sólo efecto de garantizar que se realice el juicio oral, ¿por qué la Corte lo frenaría por las anomalías registradas en los relatos de los arrepentidos? Cuando lo consideren oportuno dirán que el recurso es “inadmisible” o que “no se dirige contra una sentencia definitiva o equiparable a tal”. Habrá juicio. Es una decisión tomada. Cuándo se hará dependerá también de los tiempos y las necesidades políticas.