La historia no recuerda una ceremonia de entrega de los premios Oscar tan politizada como varios aseguran será la del próximo 26. La razón es sencilla: Hollywood nunca se opuso tan abiertamente al poder político como desde el triunfo electoral de Donald Trump y, por estos tiempos, la protestas de la industria se muestran en bloque. Se estima, entonces, que la meca del cine no dejará pasar la oportunidad de “marcar la cancha” en lo que respecta a la relación con el Ejecutivo en los próximos años.

Meryl Streep críticó duramente en los Globos de Oro, pero sin nombrarlo, al electo presidente y, en especial, a su postura contra la diversidad cultural y las mujeres. Trump respondió calificándola como actriz “sobrevalorada” y el estallido en su contra en Internet llevó a una masividad imprevista a la ya convocada Marcha de las Mujeres para el día siguiente de la asunción del nuevo presidente. Ese día, Madonna sumó su furia, asegurando que había ganado el mal aunque finalmente ganaría el bien (música a los oídos de Hollywood), pero repitió varias veces el insulto fuck, por lo que las cadenas CNN y MSNBC decidieron sacarla del aire, generando una nueva controversia.

Emma Stone, protagonista de La La land, una de las favoritas en los Oscar, dijo en la entrega de los SAG: «Estamos en una época muy delicada en el mundo y en nuestro país, y las cosas son intolerables, escalofriantes y requieren acción.»
En este marco, lo que pareció un impasse luego de la Marcha de las Mujeres abandonó la calma cuando la presidenta de la Academia Cinematográfica, Cheryl Boone Isaacs, dijo en la ceremonia de diplomas del Oscar: “Las sillas vacías en esta habitación han hecho de los académicos, activistas”, en clara referencia a la ausencia del director iraní Asghar Farhadi (El viajante, principal candidata a mejor película en habla no inglesa) afectado por una de las primeras “promesas cumplidas” de Trump, su Travel Ban (medida antiinmigración de la que debió retrotraerse). Vía Twitter, Farhadi se congratuló con las palabras de Boone, mientras que la ex comediante de la televisión abierta estadounidense, actualmente dedicada a la política, Roseanne Cherrie Barr, ironizó sobre la utilización que hacía de su situación “un Hollywood invadido por liberales que ‘odian a Trump’”. Cualquier usuario de redes sociales conoce eso de embanderarse en una causa que poco le importa para rivalizar o directamente perjudicar al oponente inmediato, y es lo que parece advertir Barr. Cabe recordar, por ejemplo, que el reconocido Matthew McConaughey, que grabó «I Will Survive» con otros 20 artistas famosos (Amy Adams, Andrew Garfield, Felicity Jones, Dakota Fanning, Natalie Portman, Dev Patel, Michelle Williams, Emma Stone, Chris Pine, Hailee Steinfeld, Taraji P. Henson, Greta Gerwig, Mahershala Ali, entre otros), una alegórica iniciativa de Hollywood sobre lo que esperan de la administración Trump, al mismo tiempo declaró que había que bajar los decibeles ya que “será el presidente en los próximos cuatro años”.

Quien también se manifestó sobre la reacción en cadena que los pocos días de Trump en el poder han generado en gran parte de la sociedad es el actor Matt Damon. En declaraciones al diario El país de España, afirmó: “Lo más interesante es que (Trump) está reactivando la derecha y la izquierda para encontrar un campo común desde el que salir de esta autocracia.”

«No recuerdo un Hollywood tan politizado», opinó días atrás Claudie Eller, codirectora de la revista Variety. Y mucho de razón tiene.

Es que Trump parece haber llevado las alegorías al más prosaico analogismo, y ahí un fantasma recorre Hollywood: el macartismo. La cruzada anticomunista encabezada por el senador Joseph McCarthy encontró en el código Hays (1934) un aliado fundamental. Creado por la Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos (MPAA) el código establecía las pautas de lo que era moralmente aceptable exhibir en pantalla. La iniciativa del republicano tenía por objeto controlar el efecto del cine sobre las masas pauperizadas ante la crisis económica. En definitiva, las restricciones apuntaban a evitar la exhibición de las situaciones miserables y de conflicto social.

En esa coyuntura, movido por la necesidad de contar tanto la guerra como la posguerra, el cine europeo ganó la libertad: sin presupuesto, nadie imponía reglas, y menos códigos. El neorrealismo en Italia, la Nouvelle Vague y el Cinema Verité en Francia, el Cinema Free en Inglaterra ganaron las preferencias en casi todas las latitudes de Occidente. Hollywood volvió a recuperar el cetro cuando el fin del código Hays (1967) dio aire a una nueva generación de cineastas que le devolvieron el vigor. Sin embargo, el fantasma macartista se corporizó hace unos días cuando el alcalde de Londres, el hijo de inmigrantes paquistaníes e islamita, Sadiq Khan, le ofreció a Farhadi exhibir su película a cielo abierto y entrada libre y gratuita, días antes de la entrega de los Oscar.

El efecto China. Pese a que se insista en la idea de que los Oscars son un premio norteamericano, Hollywood es cada vez más una marca global, por lo tanto su oposición es tan fuerte como la de varias empresas que desafiaron abiertamente a Trump y su Travel Ban.

En este marco, la relación con China y su claro interés en invertir en Hollywood no le escapa a la estrategia del presidente estadounidense de ponerse a la industria en contra.

Wang Jianlin, el hombre más rico de China, presidente de Wanda Group -corporación que maneja las cadenas de exhibición más grandes del mundo-, encabezó en 2012 la compra de la segunda cadena de cines de Estados Unidos y productora de televisión AMC Entertainment por 2600 millones de dólares. En una cifra no conocida, Wanda Group también se hizo con Legendary Entertainment. La agresiva política de compras incluyó Odeon & UCI, el mayor grupo europeo de explotación cinematográfica con presencia en Reino Unido, España, Austria, Italia y Portugal, y fue acordada en un plenario del PCCh en octubre de 2011 con el fin de aumentar la influencia cultural china a nivel internacional. Jianlin acompañó las compras con declaraciones sobre la “decadencia del cine americano”.

De a poco, los villanos chinos comenzaron a desaparecer de las grandes superproducciones en favor de los norcoreanos, como en la remake de Red Down de 2012 (Amanecer rojo), el Product Placement (publicidad no tradicional, en Argentina) de la saga Transformers pasó a ser copado por productos chinos, y Marvel decidió contratar a la británica Tilda Swinton como The Ancient One en Doctor Strange para evitar un posible conflicto con China, ya que el personaje original es tibetano. Lo último en ese sentido es la reciente La Gran Muralla, primer experimento de producir desde China para la audiencia global.

Trump parece tener clara la batalla: su objetivo es China. La industria por su parte, el domingo 26 pondrá a los titulares en el escenario: sus estrellas; pese a la tecnología y lo que se sostenga, siguen definiendo la taquilla de una película. Y hoy son, conscientes o no, el elenco principal de un cuento chino. «

Cuando la política dominó la escena

La entrega de los Oscar fue utilizada en diversas ocasiones para que sus protagonistas se manifiesten políticamente. Entre las más recordadas está la edición de 1973 cuando Marlon Brando, nominado como Mejor Actor por El Padrino I (foto), decidió no ir a la ceremonia y cedió su lugar a Sacheen Littlefeather, activista indígena que rechazó el premio en nombre de Brando por el trato que su comunidad había recibido por parte de Hollywood.

En 1974 un militante por los derechos de los homosexuales apareció desnudo por detrás del presentador David Niven.

Otra ceremonia histórica fue la de 1999 cuando se le dio el Oscar honorífico a Elia Kazan, acusado de haber colaborado con la política macartista de persecución a simpatizantes comunistas. La platea se dividió entre los que aplaudieron de pie (Warren Beatty, Karl Malden), los que lo hicieron solo sentados (Steven Spielberg) y los que se quedaron sentados sin aplaudir (Ed Harris, Ian McKellen y Nick Nolte).