Popular y de culto. Un icono nacional y, a la vez, un artista orillero. Director extraño, sensible, que renovó la cinematografía argentina. Veía cada detalle, pensaba en todo y hasta planeaba cómo competirle a Hollywood. Inventó cosas, incluso, que mucho después haría, por ejemplo, el disímil y lejano Quentin Tarantino. Pero Leonardo Favio excede cualquier comparación. Fue único y estaba repleto de aristas. Su obra —además de jugar con el género, el arte, la forma de filmar, editar y dirigir actores y actrices— entretiene, conmueve y sacude el pensamiento.

Favio hizo un cine intensamente político, pero sin hablar de política ni bajar línea o dejar moraleja –la excepción que confirma la regla es Perón, sinfonía del sentimiento–. Como guionista y director eligió mostrar las historias de un modo en el que la toma de conciencia —la necesidad de accionar, el sentimiento que colorea el cotidiano— no fuera un llamado directo a la acción. Lo que hacía era dar los elementos necesarios para que quien mire sus películas salga de la experiencia audiovisual con necesidad de atar los cabos. O con una intuición en esa dirección. Pero sobre todo, que en el proceso, se conmueva.

«Mi vida no pasa por filmar ni pasa por cantar, pasa por estar contento», dijo una vez. Y también explicó: «Si hay algo que le pido a Dios es amar todavía más a la gente. A los que no tienen posibilidades de ser escuchados. Estar con ellos. Caminar con ellos. No hay ningún misterio. Todo es cuestión de amor». Fue coherente con sus palabras.

Juan Jorge Jury Olivera nació el 28 de mayo de 1936 en Las Catitas, un pequeño pueblo a 100 kilómetros de Luján de Cuyo, en la provincia de Mendoza. El mundo lo conoció y amó como Leonardo Favio. Primero fue actor y mucho después, cantante romántico. En el medio y hasta el final, se dedicó a dirigir cine. También fue poeta en su hablar, cronista sentimental de la historia local con sus películas y, en todo, militante de la ternura. Como artista marcó un antes y un después en la cultura argentina.

Hacer fila en la puerta de un cine para ver, por ejemplo, Nazareno y el lobo. Eso le pasó a mucha gente en 1975. La película tuvo más de tres millones de espectadores en su estreno en salas y fue, durante muchísimo tiempo, la más taquillera de la historia del cine nacional. Casi 40 años después volvió a suceder, en el centro porteño, eso de ver en 35 milímetros, tal vez por primera vez, esa pieza tan icónica como extraña. Hermosa y para llorar. La contradicción que la hace única y moderna todavía, como toda la obra de Favio.

Qué son ese mundo, esos colores, el nudo en la garganta que sigue sucediendo, las lágrimas de la platea. Tan triste y tan autoral. Lejos de cualquier cosa esperable, que a la vez impacta en lo popular. Podría ser una película de género, entre el fantástico y el terror, pero anclado en la mitología guaraní. Escrita por Favio y su hermano Jorge Zuhair Jury, frecuentes colaboradores, y basada en el radioteatro homónimo de Juan Carlos Chiappe, explora el mito del lobizón, en tono de tragedia de amor.

Tiempo de reencuentros

Este 5 de noviembre se cumplió una década de la muerte del artista artífice de la ternura y los homenajes se siguen multiplicando a lo largo de todo el país. Mucha gente disfrutará del placer del reencuentro y los más jóvenes de una oportunidad ideal de descubrirlo.

Favio fue central a la vez que lateral en la cinematografía nacional. Nazareno Cruz y el lobo, las palomas y los gritos (este su nombre completo) es el corazón del asunto de su forma narrativa inexplicable y fundante. Conecta con el pueblo tomando imaginarios y mitos populares, cruzando eso con un lenguaje personal, casi erudito, y a la vez riéndose de todo. Desfachatado y pasional, fue una antena con la excepcionalidad de saber captar el sentimiento de eso que llamamos pueblo.

Esa alquimia también sucede en Juan Moreira, que cuenta una historia de magia fundada en el mito y la épica, pero llevada adelante por seres humanos fallados, contradictorios. Es 1975 y Favio filma la pampa como si fuese un western, con ese ritmo y tono. Renegado el director como su personaje protagonista, se ríe de Ingmar Bergman –referente asociado a la alta cultura, alejado de lo popular– y parodia El séptimo sello, pero en vez de al ajedrez, pone a su personaje a jugar al truco contra la muerte.

Es un gesto, sin panfleto, de alguien que se hizo desde muy abajo. Su padre abandonó a la familia cuando él era muy chico. En su infancia y adolescencia estuvo en distintos institutos de menores, de donde siempre escapaba, y hasta fue a la cárcel. Un poco más grande, fue seminarista y también pasó por la marina. Empezó a trabajar en la radio, donde su madre, Laura Favio, era actriz y escritora. Con 20 años se mudó a Buenos Aires.

Su carrera como actor comenzó en 1958 como extra en El ángel de España, de Enrique Carreras. Apadrinado por Leopoldo Torre Nilsson, consiguió sus primeros papeles en distintas películas y en 1965 finalmente estrenó su ópera prima, Crónica de un niño solo. La idea original había sido contar su fuga de una comisaría en Mendoza, pero escribiendo el guión con su hermano terminaron sumando sus desventuras en institutos de menores. El resultado es el retrato de una infancia descarnada, narrada con tanta belleza como crudeza, en blanco y negro, con una sucesión de planos fotográficamente perfectos. Un sentimiento arrollador de ternura y desasosiego que es considerada una de las mejores películas del cine nacional.

Cuidar la poesía

«Yo no soy un director peronista, pero soy un peronista que hace cine y eso en algún momento se nota. En ningún momento planifico bajar línea a través de mi arte, porque tengo miedo de que se me escape la poesía», dijo una vez y es una de sus frases icónicas que marcan, también, el tono de su obra inexplicable, pero accesible. Perón, sinfonía de un sentimiento es un documental de 1999. Dura seis horas, no llegó a estrenarse en salas comerciales, pero se transformó en un clásico militante.

Foto: Mariano Vega

«Me hice peronista porque no se puede ser feliz en soledad» es otro de sus dixit maravillosos. Y con ese pulso de estar en compañía fue acostumbrando a su público a su narrativa no siempre lineal, a los planos que exploran artísticamente, a las historias apasionantes y apasionadas en donde todo explota, pero como en un bolero. Un baile en el ring de box sentimental. Una marcha en la que la multitud canta, expresa su alegría a la par de su reclamo.

Cuando quiso producir El dependiente no logró el apoyo económico del Instituto Nacional del Cine (INCAA), algunos aseguran que su decisión de transformarse en cantante romántico estuvo motivada en conseguir fondos para seguir haciendo cine. Le fue muy bien en la música, esa es otra historia, pero en la de su cinematografía pudo, entonces, concretar una de sus películas más experimentales. Con un montaje absolutamente disruptivo y filmado en blanco y negro,  construye un drama tenso, con una representación ferozmente realista que deja emerger lo siniestro a pulso de encuadres ominosos. La iluminación, el sonido, todo hace de apenas un patio, el lugar más inquietante posible.

Nunca militó orgánicamente y jamás aceptó ocupar cargos políticos, pero se encontró en varias ocasiones con Perón, a quien amó desde su infancia. En 1973 participó como presentador en el acto de bienvenida del exilio que terminó en la Masacre de Ezeiza. Allí tuvo una valiente actitud para defender a un grupo de militantes que estaban siendo torturados. Tres años después, con el golpe militar, Favio tuvo que irse del país. A su regreso, en 1993, estrenó Gatica, el Mono, donde narra al peronismo desde esa figura periférica a su cosmología, la del boxeador argentino que murió en 1963.

Fue en un punto la revancha de Favio por Soñar, soñar, una maravilla de 1976 que en su momento fue un fracaso de crítica y taquilla. Tiene lujos que la hacen estar para siempre en el estante de películas de culto. Es una de aventuras y estafas, con toques de comedia, y profundamente tierna. Cuenta la historia de Carlos (que es Monzón, a quien le dicen Charles, porque se parece a Bronson), un empleado municipal, inocente, crédulo, que conoce a Rulo (Gianfranco Pagliaro), y lo sigue a Buenos Aires para convertirse en artista. Está repleta de gemas y tal vez la más icónica sea el boxeador con la cabeza repleta de ruleros, en la intimidad de su bromance con el cantante italiano.

Héroes rotos

Siempre corrido de lugar, Favio hace de los desclasados sus héroes rotos, fallados, imperfectos. El romance del Aniceto y la Francisca (que en realidad se llama Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más…) es el segundo de sus tres films en blanco y negro. Lo estrenó en 1967, al año siguiente ganó el Cóndor de Plata como Mejor película y fue su obsesión recurrente.

Es el drama en clave de pueblo, en Mendoza, de un triángulo amoroso entre Aniceto (Federico Luppi), la decente Francisca (Elsa Daniel) y la sexual Lucía (María Vaner). Es el cuento del enfrentamiento de las dos mujeres, de la idea del bien y del mal, casi bíblica, también pop. Es una pieza casi maestra a la que el director volvió tres décadas después. El resultado fue Aniceto, su última película estrenada, la historia recreada en ballet protagonizada por Hernán Piquín, con música de Nicolás Jury, su hijo menor.

El pañuelo en la cabeza, que era pura coquetería para ocultar la despedida de su pelo, hizo que corriera el rumor de que tenía cáncer. Pero su enfermedad crónica y fatal fue la hepatitis C. Leonardo Favio murió a los 74 años, hace una década, y dejó como legado una obra cinematográfica que es un continuado de maestría, entretenimiento y tanta efectividad como afectividad. «



Cinco películas elegidas

Crónica de un niño solo (1965)

La historia de Polín (Diego Puente), un nene abandonado por su familia que termina en un reformatorio. Su ópera prima, un drama muy cercano a su historia personal.


El dependiente (1969)

Fernández (Walter Vidarte) trabaja en una ferretería y sueña con heredar el negocio cuando muera su dueño. Está enamorado de la señorita Plasini (Graciela Borges). Vive en la espera, viciado por sus miedos y oscuridades.


Juan Moreira (1973)

Una relectura de la historia del ícono de la rebeldía. El gaucho Juan Moreira, interpretado feroz y brillantemente por Rodolfo Bebán.


Nazareno Cruz y el lobo (1975)

Nazareno Cruz (Juan José Camero) es un joven campesino que, al ser el séptimo y último hijo varón, corre el riesgo de ser lobizón. Podría mantener su humanidad, pero siempre y cuando no se enamore. Y bueno, eso siempre es un problema.


Soñar, soñar (1976)

Carlos Monzón y Gian Franco Pagliaro, la mejor dupla improbable para protagonizar una comedia que conmueve. Fue la última película que dirigió antes de alejarse de la realización por 17 años. Su regreso fue con Gatica, el Mono en 1993.




Filmografía completa

– Crónica de un niño solo (1965).
– Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… (1966).
– El dependiente (1969).
– Juan Moreira (1973).
– Nazareno Cruz y el lobo (1975).
– Soñar, soñar (1976).
– Gatica, el Mono (1993).
– Perón, sinfonía del sentimiento (1999).
– Aniceto (2008).