En 1995, el estreno de una road movie situada en la Patagonia sobre un viejo anarquista y un joven empresario que devienen azarosamente amigos y juntos se enfrentan a la policía, a los medios de comunicación carnívoros y al sistema capitalista en su conjunto se convirtió en un fenómeno de público sin precedentes en el cine argentino.

Eran épocas en que el Plan de Convertibilidad pergeñado por el ministro de Economía Domingo Cavallo bajo la égida menemista produjo consecuencias de larga perdurabilidad en la sociedad: concentración de la riqueza, polarización con ricos más ricos y pobres más pobres y el inédito fenómeno de los «nuevos pobres» o sectores de clase media que, lejos de gozar de la ilusión ficticia de la paridad peso/dólar caían por debajo de la línea de pobreza…  Épocas en que la desocupación se elevaba a dos dígitos, los científicos del Conicet eran enviados a lavar los platos y los jubilados liderados por Norma Plá emprendían cada miércoles batallas épicas contra la represión policial y el desprecio económico y social. 

En esos tiempos en que además se pretendían imponer valores que auspiciaban la deidad del dinero, el reinado del individualismo y el «sálvese quien pueda», inesperadamente triunfó una fábula de humanos compuesta por un anciano idealista y un muchacho rico redimido. De esa manera, se produjo uno de esos hechos mágicos del arte: la esperanza redentora colectiva se cifró en una película que proponía el lema «¡La puta que vale la pena estar vivo!» o, en otra del mismo director, que cantaba que «El amor es más fuerte».

Sbaraglia y Alterio.

Caballos salvajes, verdadero clásico del cine argentino de los ’90 desembarcó en Netflix este viernes en una versión remasterizada. El reestreno supone un acontecimiento cultural necesario en tiempos en que la historia amenaza en repetirse como doble tragedia.

Según su director Marcelo Piñeyro «la película sigue viva porque dialoga con el presente y presenta vínculos y valores que son verdades humanas que van más allá de toda coyuntura. Está construida bajo el concepto de libertad entendida como ese ideal que ha tenido la humanidad a lo largo de su historia como un escudo para protegerse de los abusos del poder. Hoy, sin duda, la palabra libertad está un poco vacía de sentido, pero el concepto sigue existiendo. Aunque las palabras se devalúen, y creo que no es inocente que se intente la devaluación de determinadas palabras, los conceptos siguen estando allí. En los ’90 también había devaluación de conceptos y de palabras. El salvarse uno y que el resto reviente era lo que mandaba en ese momento. Y también decir que el tejido solidario en la sociedad estaba totalmente roto y era imposible reconstruir. Con la película salíamos a decir exactamente lo opuesto: la gente está, la solidaridad está; es cuestión de ir a buscarla. Soy un convencido de que las sociedades no se suicidan. Pasaremos por momentos oscurísimos, pero siempre salimos».

El creador agrega que el argumento surgió en «una ciudad chica al norte de Bahía Blanca, que estaba construida alrededor de una industria que había cerrado por el modelo económico. Y por ende la ciudad había quedado como un pueblo fantasma. Por otro lado, también estaba en ese momento la disputa de Cavallo con los jubilados. Estaba presente la idea de que los viejos son para tirar a la basura. Por otro lado, personalmente siempre quise dirigir el tipo de películas del que me enamoré del cine cuando era un niño. Ese cine de pantalla ancha, de colores estridentes, de aventuras, de diversión plena, de personajes y situaciones más grandes que la vida: Río rojo, de Howard Hawks; La pandilla salvaje, de Sam Peckinpah; Pequeño gran hombre, de Arthur Penn» u otras que miraba en Sábados de super acción.

A la hora de describir la composición de los protagonistas, Piñeyro señala «Cuando arranca la película, el personaje de Sbaraglia se presenta como el dueño de todas las seguridades deseables. Tiene un buen laburo, le gusta, no hay nada sombrío en su futuro. De golpe aparece el personaje de Alterio que desestabiliza toda esa realidad. Y sin darse cuenta, el perfecto meritócrata se va metiendo en un mundo que hasta entonces había mirado a través del parabrisas del auto. Se da cuenta de que, si bien pierde sus seguridades, gana en descubrir esta libertad… Es sin duda un terreno incierto y cenagoso, pero donde se alcanza una plenitud y encuentra un sentido de su existencia que ni soñaba que existía. Esos valores siguen importando a muchos de los humanos que vivimos en este planeta, quizás no todos, pero sí a muchos».

Dopazo, Alterio y Sbaraglia.

Consultado sobre el lugar que ocupa en su cinematografía, Piñeyro puntualiza que «vueltas a ver hoy, Tango feroz, Caballos salvajes y Cenizas del paraíso creo que nos cuentan bastante la década de los ’90 en la Argentina. Particularmente Tango… y Caballos… funcionan como una resistencia cultural al neoliberalismo y Cenizas… creo que es más como una radiografía cruel, realista, de una sociedad en descomposición, donde la descomposición se centra en el árbitro, teóricamente digamos de los poderes institucionales, como es la Justicia. Creo que todas mis películas hablan del neoliberalismo porque como persona lo padezco. Soy de la generación que tuvo vida previa al neoliberalismo y por ende tiene con qué comparar. Por ende sabe todo lo que estamos perdiendo con el neoliberalismo. El reino lo empezamos a pensar como una distopía neoliberal casi extrema. Ahora me da pánico de que termine siendo un documental. Ese ingreso de esa fuerza, de esa cloaca más oscura, ahora está en la candidata a la vicepresidencia. Entonces, es todavía más oscura la realidad que podría venir».

Respecto al éxito de Caballos…, Piñeyro señala: «Funcionó muy, muy bien. Se dieron también casualidades. Me acuerdo, por ejemplo, de la famosa escena de ‘La puta que vale la pena estar vivo’. Nosotros la queríamos filmar en la hora mágica, con luz especial, digamos, lo que te da una hora para rodar y necesitábamos un montonazo de planos. Entonces teníamos que tener todo muy ensayado. Mientras ajustábamos los detalles, me di cuenta de que había algo que necesitábamos para cerrar la escena. En un momento le dije a Alterio, ‘Héctor, grita algo’. ‘¿Pero qué grito?’, me respondió. ‘Lo que se te ocurra. Yo lo voy a cortar después, es simplemente para darle un cierre a la escena’. Ahí Héctor gritó ‘¡La puta, que vale la pena estar vivo!’ y se convirtió en la frase icónica de la película.» «


Caballos salvajes

Dirigida por Marcelo Piñeyro. Guión: Aída Bortnik y Marcelo Piñeyro. Con Héctor Alterio, Leonardo Sbaraglia, Cecilia Dopazo, Fernán Mirás, Antonio Grimau, Cipe Lincovsky, Federico Luppi y Daniel Kuzniecka. Disponible en Netflix.