La emisión tiene estética de un viejo informativo. La voz, con fritura de fondo, dice: Es el año 1945. Y ya las explosiones de los barrenos que arrasan la tierra en progreso de la industria y el trabajo no serán las únicas que se oigan en las calmas de los campos. La producción económica recobra su ritmo normal, proporcionando tareas a los obreros y desenvolviendo las fecundas iniciativas técnicas.

La inconfundible erre de Edith Piaf se desliza en el separador. Cuando finaliza con «Non, je ne regrette rien», aparece él. La entonación pertenece a los programas de madrugada. Ahora no canta sino cuenta: Estamos en 1945. Había terminado la II Gran Guerra, pero la pesadilla seguía en casa. Aunque ya no era obligatorio saludar con el brazo en alto, aunque los vencidos recibieran su primer indulto, aunque se promulgara el fuero de los españoles, aunque en México triunfara Manolete y regresara a Madrid, Ortega y Gasset. Aunque se pusiera en marcha el plan Badajoz…, la pesadilla seguía en casa.

Muchos otros murieron ese año. Roosevelt, Mussolini y aquella dulce jovencita judía llamada Anna Frank. Tenía sólo 14 años. Era hija de un judío de Franckfurt, pero pasó escondida en Amsterdam durante toda la ocupación alemana. El diario que escribió por aquellos días ha permanecido como uno de los testimonios más conmovedores. Y sus palabras resuenan aún hoy en la mente de aquellos, que perseguidos, no saben lo que significa vivir encerrados en 20 metros cuadrados.

Pero la Guerra había terminado y a partir de ahora quizás la vida sería posible.

La II Guerra mundial fue un problema de celos, como casi todas las guerras. En la lejana guerra de Troya, los celos los daba Elena fugada con Paris. En la II Guerra los celos los daba una mujer misteriosa que acunaba a los soldados en las trincheras con una nana que llevaba su nombre: Lili Marleen. Cuando los responsables de propaganda del III Reich descubrieron que la canción provocaba un aumento de las deserciones y los suicidios en los ágiles frentes de la fortaleza europea, ya fue demasiado tarde. A los mil años de nazismo que Hitler había prometido les quedaba unas pocas semanas de vida. En una extraña ciudad junto al Mar Negro, llamada Yalta, se encontraron los cuatro grandes del mundo para repartirse el pastel en ruinas. Se estaba dibujando un nuevo mundo pero todavía no se había pasado revista a lo que quedaba del viejo.

Hitler se suicidó en su búnker berlinés poco después de casarse con su amante Eva Braun. En Italia los partisanos lograron detener a Benito Mussolini cuando huía con su esposa Clara Petacci. Les condenaron a muerte y sus cadáveres fueron colgados de los pies. Eran los horrores postreros de la más horrorosa de las guerras. El mundo quería la paz y parecía como si esa paz sólo pudiera acabarse de adquirir con unas últimas gotas de violencia.

Pero faltaban nuevos datos para alimentar la memoria de los años más siniestros. A medida de que las tropas aliadas avanzaban por sus tierras de conquista, iba apareciendo el resultado de tantos años de exterminio sistemático: se abrían los campos de Mauthausen, Dachau, Treblinka o Auschwitz. Aquellos ceniceros que Hitler utilizó para apagar su antorcha de delirios. Si hubo algún tiempo en que el hombre fue un lobo para el hombre, ese tiempo fue aquella década de los ’40. Sobraban muertos por los goznes de Europa y para acabar la tragedia de la historia el presidente norteamericano Harry Truman hizo despegar de alguna de sus islas, un avión llamado Enola Gay, con un solo pasajero de nombre Little Boy. Su destino era Hiroshima. Tres días después ocurrió Nagasaki. Sólo entonces los historiadores empezaron a hablar del fin de la guerra.

A partir de 1945, el mundo se miró al espejo y tuvo miedo de sí mismo. Y salieron los pontoneros de la palabra para inventar reuniones y poner mesas sobre los cañones. Y llegó míster Marshall a traer regalos. A todos menos a nosotros.

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Joan Manuel Serrat aparece entre canción y canción de la época. Pero él no entona sino que relata. Se trata de una de las emisiones de La Radio con Botas. El mismo catalán que a muchos nos mostró recorridos de realidades, sueños y utopías, poesías, angustias y muertes, durante varias décadas. Pero desde abril de 1991, todas las noches, incursionó en Radio 5 de España. Sabedor como pocos de la creación de climas únicos, mágicos, sensibles, eligió el micrófono y la soledad nocturna. Año por año, contaba los guiones Joan Barril, desbordados de retazos de historia. José Sacristán, el peruano Martinheitz, el Negro Dolina, otros también, aunque no demasiados con ese nivel de precisión con el lenguaje y sabiduría en los relatos, a pesar de la lógica y natural impronta, de las creencias e ideologías con que a cada uno nos baña la vida.

Este relato del Nano, muy español, a la vez muy universal, se refiere al ‘45, a la guerra que cobró entre 50 y 70 millones de víctimas. Se extrajo un segmento que concluye en las dos bombas que dejaron muertes en cantidad de 135 mil en Hiroshima y 75 mil en Nagasaki. Fue un lunes 6 y un jueves 9, ambos de agosto. Hace 75 años. Por nuestros días, el Covid-19 provocó, hasta ahora, 158 mil muertos en los EEUU y unos 100 mil en Brasil. Suena morbosa toda comparación. Sólo la muerte, nada menos, es el hilo en común.

También hubo otra historia en ese ’45. Por estas veredas, con “manos trabajadoras se amasó un pueblo de aluvión” que dos meses y días después generaría el 17 de Octubre que parió al peronismo y encumbró al General Perón, de la mano de Evita. Hasta el pueblo, cautivo y desarmado, empezó a cobrar esperanza y autoestima. Como vaticinó el poeta Blas de Otero, la generación está inerte, nunca desesperanzada. Tenía razón ese Nano que hablaba de España y que, con las mismas palabras, podría haber pintado a la Argentina.