De a uno, dos o incluso de a tres. Con correas más largas o cortas, más originales o más coloridas. Vestidos o sin ropajes, ostentando todo su pelaje. Atados en la puerta de un café de especialidad –esos ahora globales, con los dibujos sobre la espuma– o sentados, aquellos más obedientes, adiestrados, a la espera de sus acompañantes. Los perros y las perras forman parte esencial del bullicioso y febril paisaje urbanístico. A las mexicanas y a los mexicanos, al menos a quienes viven en el DF, les encantan.

Hasta ahí, todo bastante habitual. Lo que tal vez podría anticipar cualquier guía sobre la ciudad es que el amor es tan fuerte que una misma persona tiene varios. Así como hay taquerías –con su infinita cantidad de variantes, texturas, rellenos, cocciones y olores–, hay perros y perras presentes en toda la ciudad. Son multitud.

Es muy común cruzarse varias veces en un mismo paseo a distintas personas tironeadas por un malón, combatiendo contra la fuerza de los animales y haciendo malabares para ir donde realmente quieren ir. Hay toda una industria puesta al servicio de esta masiva población de cuatro patas. Es más fácil encontrar una veterinaria o una peluquería canina que un supermercado o una carnicería, por ejemplo. Escribir «Pet» en la superficie de Google Maps sobre el Distrito Federal es la puerta a una serie de opciones que van desde ropa, comida gourmet o natural hasta spas caninos.

El mapa turístico del DF podría ir acompañado del tour perruno o de la oferta para una búsqueda del tesoro en clave animal. Primer desafío (o bien, punto de encuentro): detectar al teñido con un mechón azul en la frente y con el pelo completamente rasurado, salvo en todo el largo de la columna, que habita en Roma, un joven barrio –de alrededor de 100 años– al suroeste del centro de México nutrido de vegetación y cemento casi en partes iguales.

Se podría marcar otro atractivo en el Bosque de Chapultepec, el inmenso pulmón verde de la ciudad que después de la invasión española fue residencia de descanso del poder hasta que decidieron convertirlo en un espacio abierto al público a finales del siglo XIX. Ahí es el lugar para el ocio, para que las perras y los perros puedan corretear a su antojo a las ardillas y mandarlas a toda velocidad bien arriba de las copas de los árboles, en su mayoría eucaliptos, cedros y truenos. Después de semejante gasto de energías combinado con la exhibición gratuita de destrezas, un buen acompañante podría destinar unos pesos mexicanos para que los animales disfruten de Puppys & Cream, donde ofrecen helados naturales y sin azúcar para caninos.

El amor por los perros, como todo amor, también tiene su lado cruel, el costado malvado, el ángulo perverso. «Ya sabemos que una persona subió a Dixie a un Nissan Vento color negro en la calle Jojutla número 12. Lo vimos en las cámaras. Lo estamos buscando», se lee en una lona, de unos dos metros cuadrados, colgada a unos pasos de la zona de juegos infantiles del Parque España. El cartel tiene impresa una foto del pomerania perdido. Al lado, sobre la misma reja verde, hay otro cartel amarillo que anuncia una búsqueda similar, con otra pequeña historia, en este caso de un chihuahua.

El robo de estos animales no humanos –término más actual que habla sobre un sujeto de derechos en lugar de mascotas, palabra de origen francés hoy puesta en debate– es uno de los delitos con mayor nivel de aumento en México, con un crecimiento de alrededor del 125% en 2022. El destino de los animales es la reventa, el pedido de rescate o las peleas clandestinas. Como las que se ven en Amores perros, la película de ya más de 20 años dirigida por Alejandro González Iñárritu, protagonizada por Gael García Bernal y atravesada por el devenir de Cofi, un rabioso rottweiler con participación central en las casi dos horas y media de duración.

La pasión por las perras y los perros se confirma en otra estadística: siete de cada diez mexicanos o mexicanas tienen al menos uno. Perros, perros y perros, es el nombre del disco de mediados de los ’90 de Los Caballeros de la Quema que podría musicalizar al Distrito Federal.

Sobre la Avenida Insurgentes Sur en el cruce con Nueva León, una persona pedalea con fuerza para subir el repecho en su bicicleta entre la marea de autos. Tiene una mano sobre el manubrio. La tarea es compleja porque con el otro brazo envuelve a un perro blanco, callejero. Viajan juntos. Se hacen compañía. Ambos van con la lengua afuera. Uno por algo cercano a la emoción y la adrenalina de un paseo atípico. El otro por la fatiga. El amor también vence al cansancio. «