Entre 1800 y 1850, muchos países latinoamericanos, entre otros el nuestro, pujaron con dolor y se parieron independientes de las potencias imperialistas de entonces, como España, Portugal, Inglaterra y Francia, que querían todo de las naciones sojuzgadas, pero bastante menos de lo que siguen demandando y acumulando hoy con la voracidad que caracteriza a los imperialismos. La lucha por la independencia no cesa, debe ser atenta y comprometida, permanente y cambiante. Lo tenían re-claro muchos de los héroes que recortamos del Billiken y pegamos en nuestro cuaderno de clase.

Frente al aniversario del próximo 9 de julio (transcurrieron dos siglos y piquito desde aquella jornada en que las provincias unidas del Río de la Plata le dijeron a Fernando VII, rey de España, corto mano y corto fierro) cada argentino podrá decidir si a esta altura somos dueños de nosotros mismos, si rompimos las cadenas, cuán lejos de dominaciones extranjeras estamos. Si nuestros rasgos de dependencia permanecen inalterables o si hemos aprendido a ser razonablemente libres tal, como diría San Martín, «y lo demás no importa nada». Símbolos nacionales tenemos hasta para hacer bandera y si queremos también podemos festejarle el día a la escarapela. Territorio hay de sobra, pero algunos pocos lo acumulan en exceso y eso origina que, muy de cuando en cuando, la tierra quede en manos de quienes realmente saben hundir el pico y la pala en ella. Libertad, por suerte, hay mucha, tanta que no son pocos los que se apropian y aprovechan de ella y la utilizan para el mal, para incordiar, para poner palos en la rueda o, para decirlo con palabras patrias, sencillas y entendibles, para joder.

Vean sino: 205 años después debemos convivir con grupos que consideran a la independencia y sus logros una demasía inaceptable. Volveremos a padecerlos el viernes, degenerando la fiesta patria porque se siguen soñando los dueños del país, con el 9 de julio incluido. Nuestra moneda es tan propia como ajena y eso sí que nos impide ser realmente independientes. De unas cuantas décadas para acá se nos dio por creer más en el dólar que en nuestros propios ojos. Tan obnubilados estuvimos frente al poder del peso fuerte, que durante un tiempo creímos que podía ser cierto aquello de un peso, un dólar. Ahora mismo hay que hacer un curso veloz para identificar cuantas clases diferentes de billetes norteamericanos existen: oficial, mayorista, minorista (¿por qué le dirán solidario?), bolsa, contado con liquidación, turista, ahorro y ese dólar daltónico, verde de origen, pero al que llamamos blue. Uff.

Hay otras maneras de medir cómo la dependencia le corta las alas a la independencia. Por ejemplo, si nos interrogamos, ¿de quién conocemos más?; ¿de los Güemes de Salta o de los Simpson de Springfield? ¿Qué nos viene primero a la cabeza?: ¿Qué la principal avenida de Mendoza es la San Martín o que la calle estelar de Miami se llama Collins?

Otro modo de poner a prueba nuestra independencia es tomarle el pulso al lenguaje que hablamos y escuchamos todos los días. Oíd el ruido de rotas palabras: fuck you al Black Friday y a los hot sale. Época bravísima la que nos toca atravesar en la que una simple distribución de vacunas, que debería ser libre y equitativa, expone crudamente el mapa de países poderosos y países dificultosamente emancipados. No debe ser ninguna casualidad que un país como Cuba haya nombrado a su vacuna de fabricación propia con una palabra tan portentosa como “Soberana”.

 Al momento de cerrar esta columna la selección argentina de fútbol participa de un torneo de trascendencia continental. Con frecuencia, este deporte –otros también- nos dan permiso para alcanzar una representación blanquiceleste, facilonga pero real, efectiva, posible. A mí me pasa, y me sorprendo, para no decir me avergüenzo, haciendo patria frente al televisor y diciendo «Vamo’Argentina, ¿vamo’eh?».

En fin: una fecha es una fecha y no necesariamente una declaración de principios. Llamativamente, podemos ufanarnos de tener dos celebraciones patrias distintas, separadas una de otra por apenas 45 días. La Casa de Tucumán, a la que aprendimos a dibujar cuando éramos chicos en la escuela, puede ser un maravilloso museo histórico o algo que quedó irremediablemente atrás en el tiempo a menos que cuando rajuñemos sus gastados ladrillos consigamos recuperar un cachito del espíritu luchador de los congresales de 1816. Esos que hicieron patria y volvieron millones de calles con historia. Aunque suene a suplemento de la guía FilCar es de estricta justicia mencionarlos. Por sus apellidos los conoceréis. Pacheco de Melo, Fray Justo de Oro, Sánchez de Loria, Sánchez de Bustamante, Rivera, Laprida, Serrano, Gorriti, (Del) Corro, Boedo, Bulnes, Aráoz, Salguero, Thames, Cabrera, Godoy Cruz, Castro Barros, Maza, Gascón, Acevedo, Anchorena, Fray Cayetano (Rodríguez), Pueyrredón, Uriarte, Darregueyra, Medrano, Colombres, Gallo, Paso, Sáenz. Y por sus conquistas los seguiremos reconociendo. Ellos se anticiparon a los tiempos y lo mejoraron. Tendrían que aprender un poco los que, en este tiempo, comprometidos con distintas clases de intereses (hay de todo) se doblegan, se postran, se santiguan ante el dios Pfizer.

Cuando, dentro de poco, nos toque nuevamente ejercer el derecho al voto, no olvidemos a ese diputado (opositor a todo) que propuso entregarle a un laboratorio extranjero – fabricante de vacunas – la potestad de un reglamento que cualquier lógica independentista dejaría, hoy y siempre, en manos del Estado.