¿Cuándo se termina un duelo?

¿Terminan los duelos?

¿Nomás se transforman?

Las dos acepciones de la palabra podrían ser complementarias. Porque un duelo es el proceso emocional que sigue a una pérdida. Pero también significa «combate». Tiene sentido. ¿Peleamos contra las pérdidas?

No dejo de pensar en mi mamá. Florita murió en México en marzo de 2020, en los albores de la pandemia. Todavía pude viajar, despedirme. Desde entonces sólo volví un par de veces. A principios de 2022, el reencuentro con una ciudad sin ella fue muy duro. Era la primera vez que ya no tenía que ir a verla a su casa ni planear paseos y viajes juntas. El dolor en el pecho que suele traducirse en lágrimas me acompañó casi a diario durante ese viaje, aunque de a poco fue menguando. Pensé que estaba bien, que era necesario para cumplir los ciclos del duelo. Una manera de sanar. Ya pasaría.

Pero no. Llegó otro año, acá estoy de nuevo y en esta segunda vuelta a México la intensidad de la tristeza a ratos me apabulla. Creí que, por el lapso transcurrido, sería más fácil. Me equivoqué. Como tantos otros lugares comunes, eso de que el tiempo lo cura todo, es mentira.

La ausencia de Florita está más presente. La pienso, la siento y la lloro casi en cualquier lado. Es una huella pero no es un fantasma. Llego a La Villa y recuerdo cuando íbamos a ponerle una vela a su querida Virgen de Guadalupe. En el Zócalo dejaba que los danzantes le hicieran limpias con incienso y copal. Le encantaba ir a pasear a Garibaldi, La Alameda y Coyoacán, o que fuéramos a las trajineras de Xochimilco. Los fines de semana se iba a bailar danzones a la Ciudadela del metro Balderas o a Iztapalapa. Se enorgullecía cada vez que la invitaba al Café Tacuba, en el Centro Histórico. De niña, ella había pensado que jamás podría entrar ahí.

El Mercado Morelos, el de nuestro barrio, era el que más recorría. Lo conocía como a su casa. En los últimos años, cuando pasábamos por el Mercado Hidalgo, en la Colonia de los Doctores, o por la Iglesia de las Merceditas, en Salto del Agua, la asaltaba la nostalgia. Desde su infancia hasta que su cuerpo no pudo más, se apropió de esos lugares a fuerza de trabajo para poner su puesto de buñuelos, atoles y tamales. Por eso veo a Florita en cada mercado, en cada tianguis, en cada vendedora ambulante vestida como ella, con coloridos delantales.

También la veo en los Bisquets de Obregón, en donde disfrutaba con muchas ganas un sencillo café con leche y pan. La lista de sus antojos preferidos incluía el helado de yogur que pedía en la calle Madero; plátanos fritos o duraznos con crema; gomitas de azúcar, obleas y pepitas; tacos de nopales y tacos de quelites; migas y enchiladas de mole. Las tortillas recién hechas, en cualquier parte. Si eran azules, mejor. La comida era su máxima debilidad. Es la principal herencia que nos dejaron ella y mi papá.

Los sentidos activan los recuerdos. La ciudad de México es una ciudad musical, los acordes escapan a toda hora a través de ventanas, balcones, autos, colectivos. Si en algún momento escucho a Sonia López, a la Sonora Santanera, una marimba o danzones, de inmediato me aparece la figura de Florita cantando y bailando. Siempre tuvo una admirable capacidad para disfrutar la vida. La pienso al pasar por mi secundaria, al lado del Teatro Blanquita, y recordar cómo luego del terremoto nos tuvo que llevar a diario a pie, entre los escombros. O cómo me acompañó hasta El Rosario para hacer los trámites de ingreso al bachillerato. Estábamos tan contentas. O la vez que llegó corriendo y emocionada a mi universidad, en la Colonia San Rafael, para avisarme que me habían llamado a la casa. Me ofrecían, por primera vez, un trabajo como periodista.

La siento, además, en el «Dios te acompañe» con el que ahora me despiden mis hermanas para sustituir las bendiciones maternas que, en mi soberbia atea, tardé años en valorar. Ahora las necesito. Las agradezco.

Entre los fuegos y los humos de cocinas en Oaxaca y en Chiapas, rodeada de comales, metates, cazuelas de barro y ollas de peltre, evoco sus manos pequeñitas, morenitas y arrugadas; su lección de jamás olvidar el ajo y la cebolla en las preparaciones; su sazón al cocinarnos romeritos, moles, sopas, tortas de papa, salsas, arroces, licuados de frutas. Era su manera de demostrarnos su amor.

Transcurren los días, las semanas, los inesperados e inevitables nudos en la garganta y, de pronto, entiendo que la ciudad de México encarna a mi mamá. Que, sobre todo, Florita está y estará siempre en mí. Y que ahora cocino más que nunca y con más ahínco porque es una forma de estar con ella. De seguir juntas.

La tristeza da paso al sosiego.